E-Book, Spanisch, 202 Seiten
Rutter El niño que hizo realidad sus sueños
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-19135-44-5
Verlag: Pyjama Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 202 Seiten
ISBN: 978-84-19135-44-5
Verlag: Pyjama Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
EL NIÑO QUE HIZO REALIDAD SUS SUEÑOS es la segunda novela de Helen Rutter. Su anterior novela «El niño que hacía reír a todo el mundo» ha sido uno de los debuts en literatura infantil más vendidos. Helen vive a las afueras de Sheffield, Inglaterra, con su marido, sus hijos y sus dos perros. Cuando no está escribiendo la encontrarás inmersa en un juego de mesa. @HelenRutterUK
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
Capítulo 2
Incluso cuando tocamos fondo, podemos
mirar a las estrellas.
-Lucas Bailey
Las estrellas fosforescentes que hay en el techo de mi habitación dejaron de funcionar hace años; ahora solo veo plástico.
-Archie Crumb
Me paso el resto de la tarde escondido en mi habitación. Cuando digo «mi habitación», me refiero a la habitación libre en la que duermo cuando estoy aquí.
Está pintada de blanco y tiene una bicicleta estática en un rincón, una pelota de gimnasia enorme —en la que me dedico a rebotar de un lado a otro—, unos espejos inmensos en la pared y un cuadro rosa con purpurina, muy grande, con un marco plateado, en el que se puede leer:
Ese cuadro me hace sentir peor que nunca.
Tirado en la cama, miro las letras que brillan y me pregunto si a mi padre y a Julie se les habrá ocurrido pensar que a lo mejor este no es el mejor cuadro que podían poner en la pared de la habitación de un niño de once años. Hace años me dijeron que me iban a llevar a comprar un edredón y unos pósteres, para que sintiera que la habitación era mía, pero no lo hicieron. No podían dejar más claro que este no es mi cuarto. A veces Julie lo llama sin querer «el gimnasio», y entonces se tiene que corregir muy rápido.
«Cariño, cuando subas ¿puedes recoger la aspiradora? Está en el gimnasio... digo, en la habitación de Archie».
Estoy ahí tumbado diez minutos, hasta que ya no puedo seguir mirando el dichoso cuadro. Me levanto y lo quito de la pared. Cuando se desprende del gancho, pesa más de lo que esperaba y se resbala hacia mí. Siento cómo se me desliza de entre los dedos y, antes de que pueda atraparlo, se cae al suelo.
Casi no me atrevo a mirar. Me arrodillo en la gruesa alfombra y pienso si es posible que no se haya roto.
Miro despacio por debajo del marco, y lo veo: una raja muy larga que va de arriba abajo. Como no pienso contarles a Julie y a mi padre lo que he hecho, lo dejo apoyado de cara a la pared y lo aseguro con la pelota de gimnasia. Espero que Julie no haga ejercicio durante unos días. ¡Al menos ya no tendré que mirarlo!
Me voy una hora antes a casa de Mouse; a ella no le importará, y mi padre y Julie ni se darán cuenta. Seguro que se alegran de perderme de vista.
Todos los domingos ceno en casa de Mouse. Buscamos el partido del sábado en «contenido recuperado» y Mouse y yo gritamos y le chillamos a la pantalla. ¡Me encanta! Yo antes veía el fútbol con mi padre, pero como a Julie no le gusta, dejamos de hacerlo.
La casa de Mouse es todo lo contrario de la de mi padre y Julie. Está atiborrada de cosas, pero de cosas agradables, no solo de paquetes vacíos y caos, como la mía. Tienen las estanterías llenas de fotos, bolas de nieve y las cosas que hace Mouse en el cole. La nevera está cubierta de imanes y cosas pintadas, y tienen tantos animales que el suelo está plagado de conejeras y camas para perros.
Mi favorita es Flump, la pequeña jerbo blanca albina. Siempre que voy, me siento a Flump en las rodillas y se me cuela en el bolsillo o por una manga. Ojalá mi madre me dejara a mí tener un animal. Yo solo quiero un jerbito como Flump, pero mi madre dice: «No me vas a apestar la casa con roedores. Tienen muchas enfermedades». A veces me pregunto si se daría cuenta siquiera de su presencia. El caso es que, aunque ella no quiera, podría pillarme uno y tenerlo en mi cuarto. Mi madre no entra en él desde hace meses.
Mouse y su familia tienen veintitrés animales en total. Hasta peces tienen. Mouse dice que todos son sus hermanos y hermanas con pelo. La suya es una casa habitada. Siempre tienen la radio puesta y su madre y su padre siempre están hablando, o cantando o silbando. A su madre, Zoe, le gusta el yoga y la meditación, y esta noche, cuando llego, la oigo hacer unos ruidos muy raros en el salón.
«¿Qué hace?», le pregunto a Mouse en voz baja al oír esos ruidos tan extraños que se cuelan por la puerta.
«Está cantando», dice Mouse.
«¿Por qué?», le pregunto.
«Es que piensa en algo y envía “mensajes positivos” al universo. Dice que si envías cosas buenas, recibes cosas buenas».
«¿Y si envías cosas malas?», digo.
Mouse se encoge de hombros.
«Pues lo mismo, supongo».
Siento un escalofrío.
¿O sea, que yo he enviado cosas malas al universo y por eso él me envía cosas malas a mí? ¿Si hubiera enviado cosas buenas, me habrían invitado a la caravana?
Mouse me lleva a la cocina y se pone a hacer zumo para los dos. Escucho los cánticos de Zoe y veo el jugo concentrado mezclarse con el agua. Noto que me deslizo hacia «Archielandia». Así lo llamaban mi madre y mi padre cuando yo era pequeño y desconectaba.
Llamando a Archie. Tierra a Archielandia.
¿Te lo pasas bien en Archielandia? ¿Nos has enviado una postal?
Últimamente paso mucho tiempo en Archielandia.
La semana pasada, cuando tocaba cambiarse después de natación, me fui a Archielandia. Los demás se fueron al microbús, pero yo no me di cuenta. Me puse a atarme y desatarme el cinturón del bañador, muy despacio. Al cabo de veinte minutos, entró la señora Mather hecha una furia en el vestuario. Yo seguía ahí sentado, en bañador, atando y desatando el cinturón una y otra vez.
«¿Se puede saber qué haces?», me preguntó la Sra. Mather.
«¿Vestirme?».
«Archie, la clase ha terminado hace un montón. Te está esperando el microbús, ya están todos».
Yo me encogí de hombros y ella suspiró y dijo: «Vamos, tortuga».
Tuve que subirme al microbús envuelto en la toalla. A las B-B les encantó.
«Archie Crumb está desnudo,
su madre le hace el nudo.
¡Si no, el tonto de él
va enseñando el culo!».
Se pasaron el resto de la semana cantando esa canción.
A mucha gente, como la Sra. Mather, Archielandia le molesta mucho. Pero otros lo encuentran interesante. Zoe siempre quiere saber lo que estoy pensando cuando «me voy».
«¿Es como un país imaginario con animales y así?», me preguntó una vez mientras cenábamos.
Yo llevaba diez minutos haciendo volar un espagueti en el aire, mientras los demás me miraban y se reían.
«No. No pienso en nada especial. Es como un espacio vacío».
«Los monjes budistas también son capaces de entrar en ese estado de meditación profunda, pero la mayoría de la gente no. Es increíble, Archie. Solo tienes que aprender a controlarlo, para no tener problemas, porque tú, a diferencia de un monje, tienes que ir al colegio».
Me cae bien Zoe. Lleva vestidos largos y muchas veces se pone guantes de jardinera. Me conoce de toda la vida y siempre tiene un zumo buenísimo en la nevera. Los que tienen tropezones, que saben como que es verano.
Cuando éramos pequeños, mi madre y Zoe eran amigas, pero cuando mi madre se puso mal, empezó a mandar mensajes a la gente diciéndoles que la dejaran en paz. Lo sé porque vi uno una vez que le puse a cargar el teléfono: había una palabrota. Al cabo de un tiempo, la gente dejó de intentarlo. Supongo que te puedes acabar cansando de que te insulten por mensaje. Zoe sigue intentándolo de vez en cuando. Me da una nota para ella o me dice que ha intentado llamarla, pero que mi madre ya no le coge el teléfono.
Cuando vuelvo de Archielandia, entra en la cocina el padre de Mouse y se pone a preparar algo que huele fenomenal. Está puesta la radio y él va silbando la melodía que suena. En mi casa nunca suena nada. Ni siquiera tenemos radio. A veces, cuando me pongo a hacerme la cena, dejo la tele puesta de fondo, para sentir más vida. Pero es que así la casa me parece aún más vacía, no sé por qué. Una vez intenté ponerme a cantar mientras me hacía una tostada, pero como canto tan mal, acabé poniéndome colorado, como si alguien me estuviera escuchando, y dejé de hacerlo.
Entra Zoe en la cocina y nos alborota el pelo a mí y a Mouse. El padre nos mira y hace como que se siente excluido. Baja su cabeza calva y entonces ella hace como que le alborota su pelo inexistente, y todos se ríen. Cenamos pastel de carne con patatas, y está riquísimo. Después, Mouse y yo nos ponemos a ver el partido: ¡gana el Valley Rovers 3-0! Y llega la hora de irme a mi casa. Zoe me pone las sobras en un plato.
«Así tu madre no tendrá que cocinar», dice. Duda un momento. «Dale un abrazo de mi parte, ¿eh? Y dile que me llame cuando quiera, ¡que me encantaría saber de ella!».
Yo asiento con la cabeza mientras cojo el plato, sabiendo que mi madre no coge el teléfono.
Cuando salgo a la noche fría, me grita Mouse: «¡Recuerda que mañana hay examen de mates!».
Mientras me despide con la mano y cierra la puerta, veo a su madre y a su padre a través del cristal empañado, hablando y riendo. Me había olvidado del examen de mates.
Los domingos por la noche nunca quiero irme a mi casa. En la suya me siento reconfortado, pleno. No quiero volver. Y menos esta noche. Cuando me fui ayer, mi madre estaba muy mal; tenía la cara roja y llena de manchas, y cuando le dije adiós, no contestó. Me pregunto si siempre me va a costar tanto volver a casa.
Entonces pienso en lo que me ha dicho Mouse, lo de enviar mensajes positivos al universo, mandar cosas buenas para recibirlas de vuelta.
Intento pensar en positivo, pero no lo consigo. Y además, ¿cómo se le envían cosas al universo? Solo se me ocurre el perfume de telas...