Romero | ¿Cómo va a ser la montaña un dios? | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 72, 340 Seiten

Reihe: Noficción

Romero ¿Cómo va a ser la montaña un dios?


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-18998-81-2
Verlag: Pepitas ed.
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 72, 340 Seiten

Reihe: Noficción

ISBN: 978-84-18998-81-2
Verlag: Pepitas ed.
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



«Y es que la razón occidental se ríe de las creencias de indios y negros. ¿Cómo va a ser la montaña un dios? Hagámosle un agujero y saquemos ese puto carbón». ¿Cómo va a ser la montaña un dios? es un viaje de ida y vuelta por dos universos separados por miles de kilómetros, pero interconectados por varios hilos: el carbón y la minería, el capital y su logística portuaria, la migración y el exilio. Eduardo Romero traza un puente entre Asturias y Colombia, y nos hace partícipes de una historia real -maravillosamente contada- en la que el «azar global» conecta el destino común de los de abajo.

Eduardo Romero ha publicado tres libros en esta casa. Autobiografía de Manuel Martínez (2019) es una asombrosa crónica de esa generación de inadaptados sociales a los que la democracia española solo les dio a elegir entre la cárcel o el manicomio. En mar abierto (2021) es la historia coral de un vecindario atravesado por las fronteras. Y ¿Cómo va a ser la montaña un dios? (2022) es un viaje de ida y vuelta por dos universos separados por miles de kilómetros, pero interconectados por varios hilos: el carbón y la minería, el capital y su logística portuaria, la migración y el exilio. Además, Eduardo ha escrito numerosos libros dedicados a la crítica de la política migratoria, entre ellos: Quién invade a quién. Del colonialismo al II Plan África (2011) y Un deseo apasionado de trabajo más barato y servicial. Migraciones, fronteras y capitalismo (2010). También es autor del relato Naiyiria (2016), ilustrado por Amelia Celaya, y del librito en torno a la pandemia La nueva normalidad (2021).
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1. Como un enjambre


A doscientos metros del castillete del Pozu Terrerón, un edificio alargado de dos plantas. Cuando se construyó, era una colonia: el lugar que la empresa acondicionaba para que se alojaran en él los trabajadores foráneos reclutados para en la mina. Muchos eran extremeños, andaluces, gallegos. También había reclusos que redimían pena. Cada mañana, llegaban cuatro números de la guardia civil y dos . Los reclusos formaban en fila india y los guardias los escoltaban hasta la del .

Más tarde, los inmigrantes se fueron instalando en los bloques de pisos de la barriada de Tuilla. Con la primera paga, muchos que habían llegado vestidos con andrajos compraban un traje en el pueblo, y un reloj, que les cobraban a plazos. También muchos de los que habían sido convictos se casaron y se quedaron a vivir en la barriada. Al fin y al cabo, en sus pueblos de origen los tenían tachados como rojos.

La colonia pasó a ser oficina y almacén. Hoy en día, es un geriátrico. La dueña, médica, es hija de minero. Juanchi, su marido, que era practicante en la mina, afirma: «De cinco mil puestos de trabajo que hubo en esta zona, quedan ahora trece».

El edificio está rodeado por una verja de un par de metros de altura.

Tinín se agarra a la verja, del de dentro: «Yo soy muy , entré y les decía a los mineros: que aproveche, que aproveche. , Tinín, respondían». El viejo saca un cordel del bolso de la chaqueta: «Mira el nudo corredero que sé hacer, ¿a que soy ?».

Milín, con su visera y con su mano temblorosa, se acerca y susurra: «Dame una perrona». Una señora gorda que se apoya en unas muletas riñe a Milín. «No se le puede dar ; si dinero, un café tras y pilla diarrea».

El tren pasaba por delante de la antigua colonia. Las paredes interiores del edificio eran de azulejo. A cada paso del ferrocarril, la vibración provocaba que unas cuantas piezas se desprendieran y se hicieran añicos contra el suelo, así que el ingeniero decidió poner fin al azulejo y ordenó que se encalaran las paredes.

Del otro lado de la carretera que muere allí mismo, algunas casas que ya existían cuando la mina funcionaba. Una de ellas era por aquel entonces el botiquín. La más cercana al la compró un polaco que se vino a trabajar en la mina en los años noventa. Tiene en la trasera un terreno muy por el que corretean un puñado de gallinas y de ocas. Arriba del todo, subidas en unas piedras, un par de cabras. Hay un barril en medio, será que se abreven en él. Y un espantapájaros, con su sombrero de paja.

De ahí al hay un . Entras en él y empiezas a sentir el silencio. Hace cuatro o cinco décadas, había allí un enorme trajín: el suelo estaba cruzado por montones de raíles por los que entraban vagonetas con y salían vagonetas con carbón; había talleres para arreglar la maquinaria y los aparatos eléctricos; se escuchaba constantemente el ruido de los compresores y de los ventiladores, y el sube y baja de la jaula. El ulular del , que se tocaba mediante una manivela, avisaba del cambio de turno. Y cientos de mineros pululaban por allí, haciendo tareas en el exterior, llegando al tajo o marchando casa.

«Si llegas a ver esto hace cuarenta años, no encontrarías ni una colilla en el suelo. Aquí donde estoy pisando, había unos jardines preciosos, con setos recortados que ni en el parque de Oviedo», cuenta Juanchi. Al parecer, unos peones de exterior se encargaban del de los alrededores del .

El —así llamaban al día de cobro— se salía media hora antes. El paisano de la oficina iba a por a un banco de La Felguera. Lo traían escoltado entre los guardias civiles y los . Había un ventanuco por el que se hacían los pagos. Ese día se montaba una especie de : llegaba gente a vender avellanas, navajas o cualquier cosa. Algunas se acercaban para que les diera el sobre antes de que se desviara del camino a casa y acabase gastándolo todo en vino, juego o putas. Ellas, las putas, rondaban más que nunca ese día. Y, en todo caso, no era difícil encontrarlas. Prácticamente había una casa de putas en los alrededores de cada . No eran mujeres del pueblo las que vivían y trabajaban en estas casas, venían sobre todo de Galicia y Portugal.

Al fondo del , tras la maleza que prolifera a partir de un punto del camino, te topas con los edificios de la mina. Es un lugar húmedo y sombrío. De la lampistería, las oficinas y las salas de aseo cada vez se conserva menos estructura. Algunas de las paredes se han derrumbado. Lo que queda son restos que el bosque irá conquistando.

El edificio que albergaba la sala de máquinas, completamente vacío, tiene unos techos altísimos, la escala de la nave es sorprendente, como una catedral. A un lado, el castillete y la del . Un cartel en el que puede leerse: «Atención. Número de obreros que lleva la jaula...». El cartel está tan tapado por las zarzas que no hay manera de ver el final de la frase. Doce eran los mineros que cabían en cada una de las dos jaulas disponibles. Tampoco se conserva un trozo de pizarra en la que podían leerse algunos consejos de seguridad. En él se anotaba también el número de mineros accidentados. Y, como forma de animar a la tropa, la cantidad de vagones y las toneladas de carbón que habían salido de cada tajo.

De vuelta a la verja del geriátrico, dos ancianos están sentados en un banco. Benjamín García Álvarez, nacido en 1926 en Carbayal de les Cubes. « en el Pozu María Luisa después de treinta y seis años y medio en la mina». El otro viejo cuenta, orgulloso: «Salvé la vida mía y la del picador. Vi que bajaba tierra detrás de los bastidores, di la alarma y al poco cayó abajo».

Junto al geriátrico, aún se conservan dos de las seis naves que albergaban casi trescientas mulas. Un barbero venía a afeitarlas cada fin de semana. Les rapaba al cero la mitad superior del cuerpo. Y dejaba dos o tres centímetros de pelo en la mitad inferior para evitar rozaduras y golpes. Todos los sábados se las bañaba con agua y cepillo en una balsa. Les llegaba el agua hasta el . Por eso, a las pequeñas y a los machos, que eran de menor tamaño, no las metían allí y las bañaban con una .

En la parte superior de las naves había una con heno, centeno y alfalfa, el alimento de las mulas. Era habitual encontrar allí dormido a alguno de los mineros que tenía lejos su casa, o que se había emborrachado demasiado esa noche como para regresar.

Para bajar a las mulas en la jaula, se les ponía un saco en la cabeza. Así no se asustaban. En las galerías se las utilizaba para el arrastre de los vagones. Podían con veinte o veinticinco de una tacada. Una vez que se llenaba el primer vagón, el caballista gritaba «tira» y la mula daba tres pasos. Justo los necesarios para que el segundo vagón quedase en posición para ser llenado. Así continuaba la cosa hasta que el minero gritaba «tira fuera». La mula caminaba entonces, ella sola, hasta la jaula, por lejos que estuviera.

En cada galería, había una cuadra. Muchas veces las mulas quedaban dentro de lunes a viernes. El fin de semana las sacaban para evitar que la oscuridad las dejara ciegas. Había que cuidar también que no se acercaran a una catenaria. Cuando la tocaban, la descarga eléctrica las hacía caer muertas en el acto. Entonces se las cargaba en una mesilla —un vagón destinado a llevar — y se sacaba el cadáver a la superficie.

La del Pozu Mosquitera está casi a tiro de piedra de la del Terrerón. Bajo tierra, ambos pozos se comunican y comparten galerías. En 1946, Franco se dio un paseo por la zona. Una foto junto al Pozu Mosquitera muestra a cientos de personas haciendo con el Caudillo el saludo fascista. Se dice que Franco aprovechó la inauguración de la cabria del (la parte superior del castillete) para darse ese baño de masas. También se dice que ese día anunció que los mineros trabajarían dos horas gratis en beneficio del Estado. En aquel momento, todas las minas eran privadas, pero la prolongación de la jornada se presentó como un acto de obligado patriotismo.

En ese tiempo, los sistemas de trabajo aún eran muy rudimentarios. Las vetas de carbón y de piedra no se inyectaban con agua. Los mineros tragaban mucho polvo. Además, estaban subalimentados. A Juanchi, el practicante del Pozu Terrerón, su suegro le contaba que, con quince años, ya entraba a en la mina con los papeles de su hermano mayor, que había muerto en un accidente en el . El guaje llevaba consigo dos patatas envueltas en papel de estraza. Si lograba que no se las robaran, esa era su comida para toda la jornada.

Con el tiempo, las cosas fueron cambiando y ya todo el mundo llevaba un gran bocadillo al tajo. Pero lo cierto es que, con la mejora de los sueldos, también se extendió el alcoholismo. El , de madrugada, dejaba preparadas las botas de vino de litro o de litro y medio, colgadas de la pared. Solía mezclar el vino con un tercio de agua para hacer más negocio. Los mineros salían de casa cuando aún no había amanecido. Entraban al bar y ya se tomaban, para empezar el día, un cuarterón de guinda o de...



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