E-Book, Spanisch, 216 Seiten
ISBN: 978-84-254-2900-2
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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Introducción
«Todo ser vivo que se arrastra sobre la tierra», reza un misterioso fragmento de Heráclito, «es conducido por un látigo».1 Heráclito, sin embargo, no nos aclara qué tipo de látigo es el que obliga a los seres terrenales a arrastrarse por el suelo. Posiblemente haya más de uno, habrá muchos tipos de látigos. Al menos habrá que distinguir aquellos látigos que imperan como fuerzas físicas elementales en el espacio de aquellos látigos invisibles cuyo efecto tiene lugar en el interior de los seres humanos, en su alma. La sed, el hambre o el deseo de satisfacción erótica son una clase de látigos activos en el interior de lo viviente que hacen que prosiga en su finitud y salga así fuera de sí mismo. Sería, desde luego, erróneo concebir esos látigos invisibles meramente como compulsiones, como en el caso de los látigos activos que actúan como crudas fuerzas físicas. Pues, mientras que la fuerza física cobra sentido cuando impone al coaccionado un comportamiento que le es ajeno, los látigos invisibles brotan de la esencia íntima de lo viviente. Como tales fuerzas que sobrepasan lo finito, lo particular, de modo que lo constituyen al mismo tiempo en cuanto individuo, estos látigos son algo así como los látigos divinos que mantienen el mundo en movimiento. Pero ¿cuántos de estos látigos divinos existen? Cuando Friedrich Schiller dijo que existían dos tipos de látigos, a saber, el hambre y el amor, y que ambos mantenían el mundo en movimiento, no solo resumía con ello cerca de 3 000 años de historia del pensamiento occidental, sino también una convicción general de su propia época que siguió vigente hasta mediados del siglo pasado. No obstante, ¿podemos hoy, en la época de la tecnificación de lo viviente, de la ingeniería genética, en la del desciframiento del código genético y de los crecientes progresos en la neurobiología, realmente partir del hecho de que lo que mantiene este mundo en movimiento es algo más que las fuerzas motrices que actúan biológica y físicamente; en una palabra, que no solo actúa el hambre, sino también el amor? En un mundo en el que millones de seres humanos pasan hambre tenemos, ciertamente, que admitir que el hambre tal vez no ponga y mantenga en movimiento el mundo entero de la naturaleza, pero sí al menos el mundo de lo viviente, de lo orgánico. Con bastante seguridad podemos incluso partir del hecho de que una humanidad, cuya población pasará, según las estimaciones de las Naciones Unidas, de los 6,5 mil millones actuales a aproximadamente 9,3 mil millones en 2050, podrá ver en el fenómeno del hambre una fuerza motriz aún mucho más grande que la que había visto Schiller en su época: si consideramos la tierra, igual que en el Antiguo Testamento, como un jardín, parecen confirmarse de manera extraña, en vista del hambre mundial y con una superpoblación creciente, las palabras de Nietzsche según las cuales la tierra «se ha vuelto pequeña».2 Sin embargo, con independencia de que la humanidad pueda encontrar algún día una solución al hambre optimizando la justicia distributiva o la riqueza productiva del suelo, o si fracasa a la hora de crear un orden más justo y superar el hambre mundial, podemos decir con seguridad según nuestro conocimiento actual que la ciencia jamás logrará erradicar el hambre como tal, la necesidad de ingerir alimentos. Todo ser vivo y, por tanto, también el ser humano, necesita alimento para vivir. Y en tanto en cuanto asegura su necesidad individual de alimento, asegura la conservación y pervivencia de su forma o configuración individual. Y al asegurar todo ser vivo, en la medida de sus posibilidades, su existencia individual en la búsqueda de alimento, de autoconservación, contribuye así al mismo tiempo a la continuidad de su especie en un futuro incierto. Cuando se pasa hambre, se ponen de manifiesto las exigencias de un futuro no saciado en cada individuo presente. Si no se satisfacen estas exigencias, muere también el futuro como espacio concreto en el que se proyecta la vida individual. Mas ¿podemos afirmar hoy algo análogo con respecto al amor? ¿Forma todavía parte del concepto que tenemos de nosotros mismos el que el ser humano, en cuanto ser vivo racional, dependa del amor, de amar y ser amado con la misma necesidad con la que la naturaleza animal que lleva en sí requiere el alimento físico para poder sobrevivir? ¿Se puede, pues, justificar racionalmente la creencia de que, como dijo Erich Fromm, «la humanidad no podría existir ni un solo día sin amor», puesto que el amor «representa» nada más y nada menos que «la única solución razonable y satisfactoria del problema de la existencia humana»?3 ¿O podría pensarse que la humanidad, que el ser humano seguirá prolongándose en el futuro como tal aunque no haya amor; que la emoción del amor, entendida como fuerza motriz, es algo de lo que se puede prescindir en principio? Esta pregunta por la necesidad absoluta del amor para una existencia verdaderamente humana, la pregunta de si el amor es constitutivo de la existencia del ser humano como tal y en este sentido supone una necesidad ontológica, formará el núcleo de nuestro ensayo. Ocuparse de ella en el pensamiento no significa aquí más que dejarse llevar por la hipótesis de que el amor actúa en un sentido fundamental como un cimiento de la existencia humana. Ahora bien, lo que distingue al ser humano del resto de los seres vivos es la libertad. La esencia del hombre se halla en la libertad. En el marco de la perspectiva que desarrollamos aquí, identificar el amor como fundamento de la existencia humana no significa, por tanto, otra cosa que descubrir el amor como fundamento de la libertad. Sin embargo, las causas por las que la libertad misma podría basarse en algo distinto solo pueden hallarse en la estructura del universo como tal. La libertad, según la concibieron ya los grandes metafísicos de la modernidad, Hegel y Whitehead, solo es posible, en definitiva, en un universo en el que la cohesión, la solidaridad, la armonía de todo lo existente no solo constituyen la estructura formal por la que cualquier individuo puede determinarse como algo, sino que conforman asimismo el fundamento a partir del cual existe la vida individual. Si es verdad que el amor actúa como fundamento de la existencia humana, resulta que esta libertad de la totalidad, que extrae su sentido intrínseco a partir de la solidaridad de todo lo existente, halla en él su mejor ejemplo. Ahora bien, si la pregunta acerca de la importancia objetiva del amor en la vida humana solo debe entenderse a partir de una estructura profunda en la que todos los seres existentes están vinculados entre sí en una totalidad, es evidente, a su vez, que esta pregunta solo puede responderse de forma adecuada en el marco de lo que Hegel llamó una «visión intelectual del universo» (LI, p. 44). Si el amor representa incluso, como opina Volker Gerhardt, el «problema clave de la individualidad»4 dentro de un universo que, como ya dijeron Hegel y Whitehead, está organizado como totalidad para permitir la producción creativa de individualidad, entonces parece obvio que la pregunta acerca de la importancia del amor en este universo es una cuestión ideológica de máxima importancia. Ello encierra, sin embargo, también un peligro. Al reclamar validez general para sus principios epistemológicos, la filosofía, y en especial la metafísica, tiene que cuidarse, pues, de no aparecer como una ideología entre otras. Este riesgo, no obstante, parece particularmente grande cuando se trata de dilucidar —en especial en un Occidente marcado por el cristianismo— la pregunta acerca de la importancia del amor en la experiencia humana, pues, sin duda alguna, el amor es algo que se vive justo de manera altamente subjetiva, de manera individual e íntima. Desde este punto de partida, la pregunta acerca de su importancia presupone no solo un universo donde existen personas que se reconocen a sí mismas como tales, sino, además, personas que son sujetos en el sentido de que tienen un acceso sumamente personal a sí mismos y a su mundo. En la medida en que se abre la totalidad de todos los entes de manera altamente personal en el amor, sería comprensible que se pensara que la pregunta acerca de su importancia dentro de esta totalidad fuese asimismo únicamente una cuestión de fe personal. No obstante, la concepción misma según la cual la pregunta por la importancia objetiva del amor en este universo es solo una cuestión de fe personal se basa ya en presuposiciones ideológicas no declaradas, puesto que presupone sujetos humanos con facultad cognoscitiva, cuya realidad también se da fuera de la existencia objetiva del amor y con total independencia de los demás. Identificar el amor como fundamento de la libertad humana significa, en cambio, suponer de forma explícita que la dimensión social de la existencia proporciona al mismo tiempo el fundamento de una vida verdaderamente humana; significa asumir que el ser humano, en cuanto tal, existe solo en la relación concreta con sus semejantes; y en consecuencia, que solamente en esta relación en la que se encuentra con el «otro», con el «tú», dispone de una facultad cognoscitiva y de intuiciones. Precisamente a los teóricos modernos del conocimiento —partiendo de la crítica del conocimiento de Immanuel Kant o bien de la investigación moderna del cerebro—, que opinan que pueden analizar el conocimiento como si se tratase de cualquier objeto y que el conocimiento humano puede concebirse abstraído del todo de su...