Rodríguez de la Peña | Imperios de crueldad | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 99, 608 Seiten

Reihe: Nuevo Ensayo

Rodríguez de la Peña Imperios de crueldad

La Antigüedad clásica y la inhumanidad
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-1339-435-0
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

La Antigüedad clásica y la inhumanidad

E-Book, Spanisch, Band 99, 608 Seiten

Reihe: Nuevo Ensayo

ISBN: 978-84-1339-435-0
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Un elemento no desdeñable de las religiones políticas contemporáneas, desde el jacobinismo al nazismo, fue la emulación del pasado clásico. El peligro de esa evocación no ha estado circunscrito a los nacionalismos o al colonialismo. De hecho, en sus orígenes estuvo más bien vinculado con tendencias políticas revolucionarias. Si Mussolini y Hitler estuvieron fascinados con la Roma imperial o la Grecia clásica se debió a la influencia intelectual del siglo XIX. En esto, eran hijos de la Revolución. Pero esta es una verdad incómoda. Imperios de crueldad es un libro lleno de verdades incómodas. Este ensayo constituye un recorrido exhaustivo, apasionante y desgarrador por la literatura y la historia de la Antigüedad clásica para exponer la crueldad estructural de esa época, y así establecer vínculos entre esta y las políticas de terror del mundo contemporáneo. Alejandro Rodríguez de la Peña lo consigue alejándose del estudio frío y distante del historiador común, pues no rehúye la mirada ética sobre la relectura de los clásicos. Así, abre este ensayo con una declaración de principios: solo desde las auténticas raíces del espíritu europeo, las grecorromanas y las cristianas, combinándolas y no contraponiéndolas, se puede reconstruir lo que ahora es una cultura en ruinas.

Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña es catedrático de Historia Medieval en la Universidad CEU San Pablo. Doctor en Historia Medieval (Universidad Autónoma de Madrid), ha sido Visiting Scholar en St. John's College (Cambridge) y Research Fellow en Wolfson College (Cambridge). Es autor, entre otros libros, de Compasión. Una historia (CEU Ediciones, 2021) y Los reyes sabios. Cultura y Poder en la Antigüedad Tardía y la Alta Edad Media (Actas, 2008). Ha publicado más de cincuenta artículos de investigación en español, inglés y alemán en revistas y obras colectivas de España, Reino Unido, Estados Unidos, Francia, Italia, Bélgica, Portugal y Chile.
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INTRODUCCIÓN

Nos encontramos entre aquellos que piensan que la renovación de la decadente y moribunda civilización occidental no pasa por el estéril multiculturalismo, y menos aún por el relativismo postmoderno: pasa, a nuestro juicio, por un nuevo Renacimiento, que, al igual que los anteriores, suponga una resurrección de la cultura clásica. Solo desde las raíces del espíritu europeo podremos reconstruir lo que ahora es una cultura en ruinas. De hecho, todas las reconstrucciones de la civilización occidental, desde el Renacimiento carolingio hasta la Ilustración, han pasado por un retorno y una relectura de los clásicos grecolatinos.

Frente a los enemigos relativistas de toda jerarquización de las culturas humanas, frente a los que niegan a la civilización occidental, cuna de los derechos humanos, cualquier pretensión de superioridad ética sobre las demás tradiciones culturales, o incluso llegan a culpabilizarla, pensamos que un Renacimiento de lo clásico para revivificar nuestro mundo intelectual resulta imprescindible.

Como escribió el gran helenista Francisco Rodríguez Adrados,

Sin el griego, en ciencia y cultura, no podríamos ni abrir la boca. Ni tampoco podríamos escribir un párrafo seguido sobre un tema complejo, ni menos una obra literaria: nuestra sintaxis y nuestros géneros literarios son griegos [...] mantenemos en la medida que podemos los estudios de griego en España, pero no podemos dejar de recordar los tiempos en que los alumnos traducían a Homero en el Bachillerato [...] La persecución que en España ha sufrido el griego —y las Humanidades todas y la Enseñanza toda— a manos de autoproclamados mesías pedagógicos ha sido algo que muchos no podemos comprender, si no es a la luz de falsos mitos y desconocimientos1.

Esta reivindicación del espíritu griego y también de la inmensa grandeza de Roma resulta especialmente pertinente frente a aquellos que, desde hace un tiempo, en Europa y, sobre todo, en los Estados Unidos, están aplicando una corrección política woke a los Clásicos grecolatinos porque son «racistas», aristocratizantes o misóginos. También frente a estos «adanistas», adalides de la llamada «política de la cancelación», que no es sino un «Año Cero» cultural, hay que levantar con más determinación que nunca la bella bandera de la Antigüedad clásica.

Ahora bien, como ya sucediera en los siglos XIX y XX, estamos también ante «la constatación de un trágico equívoco» (Henri de Lubac), esto es, pensar que toda recuperación de la Antigüedad clásica será saludable per se frente al desafío ético que suponen el post-humanismo y la muerte de las humanidades.

Y es que la mirada ética con la que se haga esta relectura de los Clásicos resulta de fundamental importancia. En este sentido, no está de más subrayar que todos los sucesivos renacimientos de la Antigüedad, salvo la Ilustración o figuras aisladas como Maquiavelo, adoptaron una mirada de lo clásico desde los presupuestos del humanismo cristiano. Y esto los hizo más benéficos, pues solo con la Ilustración el legado clásico se volvió «políticamente peligroso».

En un interesante libro recientemente publicado, Edward Watts señala que el mito de la caída y resurgimiento de Roma es «una idea peligrosa» (a dangerous idea): «escribí este libro para explicar cómo esta narrativa común y aparentemente inocua de la decadencia romana podría resultar destructiva»2. Según plantea este historiador norteamericano,

El patrón del siglo XVI de reyes, emperadores y repúblicas europeas que reclamaban una conexión con el pasado romano continuó durante los siguientes dos siglos. Esta fue una época de repúblicas, monarquías e imperios que tomaron prestadas imágenes romanas y asumieron el legado histórico romano [...] Finalmente, llegó el Imperio encabezado por Napoleón, un soberano que erigió arcos triunfales y columnas monumentales mientras colocaba su busto de laurel en monedas al igual que los emperadores romanos de la Antigüedad. A finales del siglo XVIII, este comportamiento incluso se había extendido al Nuevo Mundo, ya que los Padres Fundadores de los nacientes Estados Unidos se basaron en gran medida en los modelos de la República Romana3.

Watts concluye apuntando a una conexión entre la evocación de la Roma imperial y la violencia del fascismo italiano:

El legado romano inspiró particularmente a los políticos italianos del siglo XIX y principios del siglo XX [...] A pesar de que él mismo animó a la revolución violenta, Mazzini no podría haber imaginado el nivel de violencia que la idea de una Roma revivida inspiraría más tarde en Benito Mussolini y otros fascistas italianos. Mussolini vio la caída del Imperio romano como algo temporal y reversible. El vigor de Roma podría recuperarse a través de acciones tangibles como las conquistas imperiales en África y el Mediterráneo, pero el espíritu romano también podría ser invocado para participar activamente en la configuración del gran futuro de Italia4.

Aunque ciertamente Watts atina al llamar nuestra atención sobre los peligros inherentes al mito político romano —en lo cual no es original, ya Simone Weil lo hizo y con mayor brillantez hace ochenta años—, creo que yerra al poner únicamente el foco en la violencia del fascismo italiano. La evocación de la Antigüedad clásica fue también una idea peligrosa cuando la utilizaron los revolucionarios jacobinos y los imperios coloniales europeos del siglo XIX. El hecho de que en el prólogo el profesor Watts mencione específicamente a Donald Trump y Santiago Abascal (sic) como ejemplos contemporáneos de ese peligro resulta revelador de lo escorado del sesgo ideológico de su ensayo5.

No, el peligro de la evocación del mundo clásico o del mito político romano no ha estado circunscrito a la derecha o la extrema derecha. De hecho, en sus orígenes estuvo más bien vinculado con tendencias políticas revolucionarias, republicanas, progresistas y liberales. Si Mussolini y Hitler estuvieron fascinados con la Roma imperial o la Grecia clásica se debió a que eran hijos intelectuales del siglo XIX. En esto, eran hijos de la Revolución. Pero esta es una verdad incómoda. Esta verdad incómoda es la siguiente: del mundo clásico nos han venido luces inspiradoras, pero también discursos legitimadores de la violencia imperialista. Ha inspirado por igual a genios artísticos e intelectuales y a genocidas.

Y es que, precisamente, el legado ético del mundo clásico resulta peligroso porque es ambivalente; se podría decir, simplificando la cuestión, que conviven en su seno dos tradiciones contrapuestas que deben ser claramente distinguidas. Una es la presocrática, en la que la virtud aristocrática es amoral, está más allá del bien y del mal; esto es, «lo bueno» es todo aquello que es excelente, es decir, lo que hacen los «buenos», los superiores. Esta superioridad es la de aquellos que son más fuertes, hermosos, valientes, sabios o ricos que el vulgo. Es decir, se basa en un criterio último de poder. Esta mirada, tal y como está reflejada en varios pasajes de los poemas homéricos, es ciega al sufrimiento causado por los superiores a sus inferiores, de manera que los héroes pueden violar y asesinar sin que haya culpa moral. Solo sus iguales merecen consideración. El Otro es una presa.

Friedrich Nietzsche, profesor de Filología Clásica en Basilea, ese gran conocedor de la Antigüedad que intentó resucitar el ethos presocrático de crueldad y poder en un nuevo lenguaje filosófico, lo ha explicado mejor que nadie:

Aquellos mismos hombres que eran mantenidos tan rigurosamente a raya por la costumbre, el respeto, los usos, el agradecimiento y todavía más por la recíproca vigilancia, por la emulación inter pares, aquellos mismos hombres que, por otro lado, en su comportamiento recíproco mostraban tanta inventiva en punto a atenciones, dominio de sí, delicadeza, fidelidad, orgullo y amistad, no son hacia afuera, es decir, allí donde comienza lo extranjero, la tierra extraña, mucho mejores que animales de rapiña dejados sueltos. Allí disfrutan la libertad de toda constricción social, en la selva se desquitan de la tensión ocasionada por una prolongada reclusión y encierro en la paz de la comunidad, allí retornan a la inocencia propia de la conciencia de los animales rapaces, cual monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura estudiantil, convencidos de que de nuevo tendrán los poetas, por mucho tiempo, algo que cantar y que ensalzar. Resulta imposible no reconocer, a la base de todas estas razas nobles, el animal de rapiña, la magnífica bestia rubia que vagabundea codiciosa de botín y de victoria; de cuando en cuando, esa base oculta necesita desahogarse, el animal tiene que salir de nuevo fuera, tiene que retornar a la selva —las aristocracias romana, árabe, germánica, japonesa, los héroes homéricos, los vikingos escandinavos—: todos ellos coinciden en tal imperiosa necesidad. Son las razas nobles las que han dejado tras sí el concepto bárbaro por todos los lugares por donde han pasado6.

La otra mirada que nos ha legado la Antigüedad clásica es la socrática, en la que la ética se basa en las acciones...



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