Robison | Mírame a los ojos | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 328 Seiten

Reihe: Ensayos

Robison Mírame a los ojos

MI vida con síndrome de Asperger
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-124580-9-1
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

MI vida con síndrome de Asperger

E-Book, Spanisch, 328 Seiten

Reihe: Ensayos

ISBN: 978-84-124580-9-1
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Desde que tenía tres o cuatro años, John Elder Robison es consciente de que es diferente de los demás. Era incapaz de establecer contacto visual con otros niños y, cuando era adolescente, sus extrañas costumbres -una fuerte inclinación hacia los dispositivos electrónicos, desmontar radios o cavar profundos hoyos- le habían otorgado el sello de «socialmente desviado». Sus padres no solo no lograron entender sus problemas de socialización, sino que fueron prácticamente tan disfuncionales como él. Pero, alentado por algunos maestros a arreglar sus equipos audiovisuales averiados, el pequeño Robison descubrió un mundo más familiar y cómodo de máquinas y circuitos, luz suave y perfección mecánica. Esto recondujo más tarde su vida laboral hacia sectores donde la conducta extraña se considera normal, desarrollando las guitarras eléctricas de KISS o juguetes computerizados para la compañía de Milton Bradley. No fue hasta los cuarenta años que le diagnosticaron una forma de autismo llamada síndrome de Asperger. Entender lo que le ocurría transformó la forma en que se veía a sí mismo y al mundo. Mírame a los ojos es la historia de cómo creció con el síndrome de Asperger en un momento en que el diagnóstico simplemente no existía, con el objetivo de ayudar a quienes están hoy luchando para vivir con Asperger y mostrarles que no es una enfermedad, sino una forma de ser, que no necesita más cura que la comprensión y el aliento de los demás.

Es una autoridad mundial en cuanto a la vida con autismo y sus libros Mírame a los ojos, Be Different, Raising Cubby y Switched On se han contado entre los libros más leídos según el New York Times. Es experto residente en Neurodiversidad en el College of William & Mary y pertenece al Interagency Autism Coordinating Committee, que elabora el plan estratégico del Gobierno estadounidense sobre investigación de trastornos del espectro autista. Aficionado a las máquinas y fotógrafo apasionado, vive con su familia en Amherst, Massachusetts. Ha encontrado una nueva vocación como orador y defensor de personas con Asperger y otras formas de autismo. Para él, pese a que la ciencia ha identificado una serie de rasgos comunes, no existe ninguna persona «autista típica». Debemos comprender la urgente necesidad de desarrollar terapias y servicios para ayudar a las personas autistas a tener éxito en el mundo de hoy. En la actualidad, Robison es muy activo en los consejos y comités de los Institutos Nacionales de Salud, los Centros para el Control de Enfermedades y un buen número de universidades y colegios. Está interesado en encontrar la investigación más prometedora que mejore la calidad de vida de las personas en todos los puntos del espectro autista, así como en las cuestiones legales, éticas y sociales relacionadas con el autismo.
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Prólogo

«¡Mírame a los ojos, jovencito!».

No sabría decir cuántas veces he oído esa frase tan común, tan estridente y tan quejumbrosa. Empezó por la época en la que iba a primer curso. Se la oía a padres, familiares, maestros, directores y gente de todo tipo. La oía tan a menudo que empecé a esperar oírla.

A veces venía enfatizada con un golpe de regla o de un rotulador con punta de goma, de esos que los maestros usaban por aquel entonces. Los maestros decían: «¡Mírame cuando te hablo!». Yo me avergonzaba y seguía mirando al suelo, lo que no hacía sino enfurecerlos más. Levantaba la vista a sus rostros hostiles y me sentía más avergonzado, incómodo e incapaz de pronunciar palabra, y apartaba rápidamente la mirada.

Mi padre me decía:

—¡Mírame! ¿Qué estás ocultando?

—Nada.

Si mi padre había estado bebiendo, podía interpretar ese «Nada» como una respuesta de enteradillo y venir a por mí. En mi época de la escuela elemental, mi padre compraba vino de la marca Gallo por garrafas de tres litros y medio y todas las noches, antes de que me fuera a dormir, ya le había dado un buen tiento a una garrafa. Y luego seguía bebiendo hasta bien avanzada la noche.

Me decía: «Mírame», y yo me quedaba mirando la composición abstracta de botellas de vino vacías apiladas tras la silla y bajo la mesa. Miraba a cualquier parte, menos a él. Cuando era pequeño, huía y me escondía de mi padre y, en ocasiones, él me perseguía blandiendo el cinturón. A veces, mi madre me salvaba; a veces, no. Cuando me hice mayor y más fuerte y amasé una formidable colección de navajas (con unos doce años), se dio cuenta de que su hijo empezaba a ser peligroso y se marchaba antes de que su «Mírame a los ojos» acabara mal.

Todos pensaban que entendían mi forma de actuar. Creían que era algo muy simple: yo no era bueno y punto.

«Nadie se fía de un hombre que no mira a los ojos».

«Pareces un delincuente».

«Andas metido en algo, ¡lo sé!».

La mayoría de las veces no andaba metido en nada. No sabía por qué se inquietaban tanto. Ni siquiera entendía qué significaba mirar a alguien a los ojos. Y, sin embargo, me daba vergüenza, porque la gente esperaba que lo hiciera y yo lo sabía, pero no lo hacía. Así que… ¿qué pasaba conmigo?

«Sociópata» y «psicópata» eran dos de los diagnósticos diferenciales más habituales para mi mirada y expresión. Lo oía todo el tiempo: «He leído sobre la gente como tú. No tienen expresión porque no tienen sentimientos. Algunos de los peores asesinos de la historia eran sociópatas».

Llegué a creer lo que la gente decía sobre mí, porque muchos decían lo mismo, y me dolió darme cuenta de que tenía una tara. Me volví más tímido, más retraído. Empecé a leer sobre trastornos de la personalidad y a preguntarme si algún día me «estropearía». ¿Me convertiría en un asesino al hacerme mayor? Había leído que los asesinos eran esquivos y que no miraban a la gente a los ojos.

Reflexionaba sobre el tema sin cesar. Yo no atacaba a la gente. No provocaba incendios. No torturaba animales. No sentía deseos de matar a nadie. Aún. Aunque a lo mejor aquello aparecería más tarde. Pasé mucho tiempo preguntándome si acabaría en la cárcel. Leí sobre las cárceles y decidí que las federales eran las mejores. Si alguna vez me encarcelaban, esperaba una prisión federal de seguridad media, no una prisión estatal sin ley como la de Attica.

Ya estaba bien entrado en la adolescencia cuando comprendí que no era un asesino ni nada peor. Para entonces, sabía que no estaba siendo esquivo ni furtivo cuando no podía cruzar la mirada con alguien y había empezado a preguntarme por qué tantos adultos identificaban ese comportamiento con un carácter esquivo o furtivo. Además, a aquellas alturas había conocido ya a gente esquiva y ruin que sí que me miraba a los ojos, lo que me hizo pensar que la gente que se quejaba de mí estaba siendo hipócrita.

Hasta la fecha, considero que, mientras estoy hablando, la información visual me distrae. Cuando era más joven, si veía algo interesante, podía empezar a mirarlo y dejar de hablar totalmente. Ya de adulto, no suelo quedarme parado por completo, pero sí que puedo hacer una pausa si algo atrae mi atención. De ahí que, por lo general, mire hacia algún punto neutro (al suelo o hacia la lejanía) cuando estoy hablando con alguien. Como hablar mientras se observan cosas siempre me ha resultado difícil, aprender a conducir y hablar al mismo tiempo fue todo un reto, pero al final lo logré.

Y ahora sé que no mirar a la gente mientras hablo es algo totalmente natural en mí. A quienes tenemos Asperger no nos resulta cómodo y punto. De hecho, en realidad no entiendo por qué se considera normal mirar a alguien a los globos oculares.

Fue un gran alivio entender al fin por qué no miro a la gente a los ojos. Si lo hubiera sabido cuando era más joven, me habría ahorrado mucho sufrimiento.

Hace sesenta años, el pediatra austriaco Hans Asperger escribió sobre niños que eran inteligentes, con un vocabulario por encima de la media, pero que mostraban varios comportamientos que compartían con las personas autistas, como unas notables deficiencias en sus habilidades sociales y comunicativas. Este trastorno recibió el nombre de síndrome de Asperger en 1981. En 1994, se incorporó al Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales que utilizan los profesionales de la salud mental.

El Asperger siempre ha estado entre nosotros, pero no ha salido a la luz pública hasta hace muy poco. Cuando yo era niño, los profesionales de la salud mental diagnosticaban erróneamente la mayoría de casos de síndrome de Asperger como depresión, esquizofrenia u otros trastornos diversos.

En el síndrome de Asperger, no todo es malo. Puede conceder extraños dones. Algunas personas con Asperger tienen una extraordinaria comprensión natural de los problemas más complejos. Un niño con Asperger puede convertirse en un ingeniero o científico brillante. Algunos tienen una entonación perfecta y unas habilidades musicales sobrenaturales. Muchos tienen una capacidad verbal tan excepcional que alguna gente se refiere a este trastorno como «síndrome del pequeño profesor», pero no hay que dejarse engañar: la mayoría de niños con Asperger no acaban siendo profesores universitarios. Hacerse mayor puede ser duro.

El síndrome de Asperger se da a lo largo de todo un continuo: algunas personas acusan los síntomas hasta tal punto que su capacidad para funcionar por sí solas en sociedad se ve gravemente perjudicada; otras, como yo, tienen una versión lo bastante moderada para labrarse su propio camino, en cierto modo. Algunos Asperger han conseguido encontrar un trabajo que haga destacar sus excepcionales habilidades.

Y resulta que el síndrome de Asperger está siendo sorprendentemente habitual: un informe publicado en febrero de 2007 por los Centros federales de Control y Prevención de Enfermedades indica que 1 de cada 150 personas tiene Asperger o algún otro trastorno del espectro autista. Esto equivale a casi dos millones de personas solo en los Estados Unidos.

El Asperger es algo con lo que se nace, no que se adquiera a lo largo de la vida. En mi caso, fue evidente a una edad muy temprana, pero, por desgracia, nadie sabía qué buscar. Lo único que sabían mis padres es que yo era distinto de los demás niños. Incluso de muy pequeño, alguien observador se habría dado cuenta de que yo no estaba del todo bien. Caminaba de forma mecánica, como un robot. Me movía con torpeza. Mis expresiones faciales eran rígidas y apenas sonreía. A veces ni respondía a los demás. Me comportaba como si ni siquiera estuvieran allí. Me pasaba casi todo el tiempo solo, en mi pequeño mundo, apartado de los niños de mi edad. Podía permanecer totalmente ajeno a lo que me rodeaba, absorto por completo en un montón de piezas de un juego de construcciones. Cuando interactuaba con otros niños, esas interacciones eran, por lo general, extrañas. Rara vez me cruzaba la mirada con alguien.

Además, nunca me quedaba quieto cuando estaba sentado; me meneaba, me balanceaba y daba botes. Pero, a pesar de tanto movimiento, nunca podía parar una pelota o hacer nada relacionado con el deporte. Mi abuelo fue una estrella del atletismo en la universidad, subcampeón del equipo olímpico de los Estados Unidos. ¡Yo no!

De haber sido niño hoy, es posible que una persona observadora sumara todas estas cosas y recomendara que me viera un especialista, lo que me habría ahorrado las peores experiencias que describo en este libro. Como dijo mi hermano, a mí me criaron sin diagnóstico.

Fue una forma solitaria y dolorosa de crecer.

El Asperger no es una enfermedad, sino una forma de ser. No tiene cura ni hace falta que la haya. Sí que existe, no obstante, una necesidad de información y adaptación para los niños con Asperger y sus familias y amigos. Espero que los lectores, sobre todo quienes están luchando por crecer o vivir con el síndrome de Asperger, vean que mis cambios de rumbo y mis atípicas elecciones me han llevado a una vida bastante buena y que...



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