E-Book, Spanisch, 328 Seiten
Reihe: ENSAYO
Robin La mente reaccionaria
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-121355-5-8
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
El conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump
E-Book, Spanisch, 328 Seiten
Reihe: ENSAYO
ISBN: 978-84-121355-5-8
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Profesor de ciencias políticas en el Brooklyn College y en el CUNY Graduate Center. Autor de 'La mente reaccionaria' y 'Fear: The History of a Political Idea' que ganó el Best First Book in Political Theory Award otorgado por la American Political Science Association. Ha recibido las becas de la Fundación Russell Sage, el Consejo Americano de Sociedades Docentes y el Centro para los Valores Humanos de la Universidad de Princeton. En 2018-19, será miembro del Cullman Center for Scholars and Writers en la Biblioteca Pública de Nueva York, completando una biografía intelectual de Clarence Thomas.
Weitere Infos & Material
01
La vida privada del poder
Un partido político podría descubrir que ha tenido una historia, antes de ser totalmente consciente o haber acordado sus principios permanentes; podría haber llegado a su verdadera formación a través de una sucesión de metamorfosis y adaptaciones, durante las cuales algunos asuntos habrían quedado anticuados y habrían surgido otros nuevos. Cuáles son esos principios fundamentales probablemente solo se descubrirá a través de un examen cuidadoso de su comportamiento a través de su historia y del examen de lo que sus mentes más reflexivas y filosóficas han dicho en su nombre; y solo un análisis histórico preciso y un análisis juicioso podrá discriminar entre lo permanente y lo transitorio; entre aquellas doctrinas y principios que debe siempre y en toda circunstancia mantener, o denunciar como un fraude, y aquellos marcados por circunstancias especiales, que solo son inteligibles y justificables a la luz de esas circunstancias.
T. S. ELIOT, «The Literature of Politics»
Desde que empezó la era moderna, los hombres y las mujeres que estaban en posiciones subordinadas se han manifestado contra sus superiores en el Estado, la Iglesia, el lugar de trabajo y otras instituciones jerárquicas. Se han unido bajo banderas diferentes —el movimiento obrero, el feminismo, el abolicionismo, el socialismo— y han gritado eslóganes distintos: libertad, igualdad, derechos, democracia, revolución. En prácticamente todos los casos sus superiores han ofrecido resistencia, de forma violenta y no violenta, legal e ilegal, de modo abierto y encubierto. Esos avances y repliegues de la democracia conforman la historia de la política moderna, o al menos una de sus historias.
Este libro trata de la segunda mitad de la historia, del repliegue: las maniobras y las ideas políticas —llamadas conservadoras, reaccionarias, revanchistas, contrarrevolucionarias— que crecen de él y lo originan. Estas ideas, que ocupan el lado derecho del espectro político, se forjan en la batalla. Siempre ha sido así, al menos desde que emergieron por primera vez como ideologías formales durante la Revolución francesa. Las batallas de las que surgen no son entre naciones, sino entre grupos sociales, o, en términos generales, entre aquellos que tienen más poder y aquellos que tienen menos. Para entender esas ideas, tenemos que entender la historia. Porque eso es lo que es el conservadurismo: una meditación, así como una versión teórica, sobre la experiencia de tener el poder, verlo amenazado e intentar recuperarlo de nuevo.
A pesar de las diferencias reales que existen entre ellos, los trabajadores de una fábrica se parecen a las secretarias de una oficina, a los campesinos de una finca, a los esclavos de una plantación —incluso a las mujeres en un matrimonio— en que todos ellos viven y trabajan en condiciones de poder desigual. Se someten y obedecen en atención a las exigencias de sus gerentes y sus amos, sus maridos y sus señores. Son disciplinados y castigados. Hacen mucho y reciben poco. A veces su suerte es libremente elegida —los trabajadores firman contratos con sus empleadores, las esposas con sus maridos—, pero su vinculación pocas veces lo es. ¿Qué contrato, después de todo, podría detallar los entresijos, los dolores diarios y el sufrimiento continuado de un trabajo o un matrimonio? A lo largo de la historia de Estados Unidos, el contrato ha servido a menudo como conducto para una coerción y restricción imprevistas, en particular en instituciones como el lugar de trabajo y la familia, donde los hombres y las mujeres pasan una gran parte de su vida. Los jueces, favorables a los intereses de los empleadores y los maridos,[3] han interpretado que los contratos de trabajo y de matrimonio contenían toda clase de cláusulas no escritas de servidumbre que tanto las esposas como los trabajadores consentían tácitamente, aunque no tuvieran conocimiento de ellas o hubieran deseado estipularlas de otro modo.
Hasta 1980, por ejemplo, era legal en todos los estados de la Unión que un marido violara a su esposa.[4] La justificación se remonta a un tratado de 1736 del jurista inglés Matthew Hale. Cuando una mujer se casa, argumentaba Hale, acepta implícitamente «entregarse de este modo [sexualmente] a su marido». Se trata de un consentimiento tácito, aunque inconsciente, «del que no se puede retractar» mientras dure la unión. En una fecha tan avanzada como 1957 —en la época de la Warren Court—, un tratado legal estándar podía decir: «Un hombre no comete violación al tener relaciones sexuales con su esposa legal, aunque lo haga por la fuerza y contra su voluntad». Si una mujer (o un hombre) intentaba incluir en el contrato matrimonial el requisito del consentimiento explícito para que hubiera sexo, los jueces estaban legalmente obligados a ignorar o invalidar esa petición. El consentimiento implícito era un rasgo estructural del contrato que ninguna de las dos partes podía alterar. Como la opción del divorcio no estuvo ampliamente disponible hasta la segunda mitad del siglo XX, el contrato matrimonial condenaba a las mujeres a ser las esclavas sexuales de sus maridos.[5] Una dinámica similar funcionaba en el contrato de trabajo: los trabajadores aceptaban ser contratados por sus empleadores, pero hasta el siglo XX ese consentimiento abarcaba, según los jueces, condiciones de servidumbre implícitas e irrevocables; además, la opción de abandonar el puesto era mucho menos accesible, tanto en términos legales como prácticos, de lo que se podría pensar.[6]
De vez en cuando, sin embargo, los subordinados de este mundo discuten su destino. Protestan por sus condiciones, escriben cartas y peticiones, se unen a movimientos y plantean exigencias. Sus objetivos pueden ser mínimos y discretos —mejores normas de seguridad para las máquinas de las fábricas, poner fin a la violación dentro del matrimonio—, pero al plantearlos elevan el espectro de un cambio más fundamental en el poder. Dejan de ser sirvientes o suplicantes para convertirse en agentes que hablan y actúan en su propio nombre. Más que las propias reformas, es la asunción de un papel activo por parte de la clase sometida —la aparición de una voz de protesta insistente e independiente— lo que molesta a sus superiores. La Reforma Agraria de Guatemala de 1952 redistribuyó más seis mil kilómetros cuadrados de tierra entre cien mil familias campesinas. En la mente de las clases dirigentes del país, eso no era nada en comparación con la riada de debate político que la ley parecía desatar. Los reformistas progresistas, se quejaba el arzobispo de Guatemala, enviaban a campesinos locales «dotados de facilidad de palabra» a la capital, donde tenían oportunidad de «hablar en público». Ese era el gran mal de la Reforma Agraria.[7]
En su último discurso importante ante el Senado, John C. Calhoun, antiguo vicepresidente y principal portavoz de la causa sureña, calificó la decisión del Congreso de mediados de 1830 de recibir peticiones abolicionistas como el momento en que la nación se situó en un camino irreversible de confrontación en torno a la esclavitud. Tras una carrera de cuatro décadas, durante la cual había asistido a derrotas como la de la posición de los esclavistas sobre la Tarifa de las Abominaciones, la Crisis de la Nulificación y la Ley de la Fuerza,[8] la mera aparición del discurso de los esclavos en la capital de la nación le parecía al agonizante Calhoun la señal de que la revolución había comenzado.[9] Y cuando, medio siglo después, los sucesores de Calhoun intentaron volver a meter en la botella al genio abolicionista, su objetivo fue de nuevo combatir el papel activo de la población negra. Explicando la proliferación en las décadas de 1890 y 1900 de convenciones constitucionales que restringían el derecho a voto en todo el Sur, un delegado de una de ellas declaró: «El gran principio subyacente de este movimiento de las convenciones [...] era la eliminación de los negros de la política de este estado».[10]
La historia del movimiento obrero en Estados Unidos está plagada de quejas similares de parte de las clases empleadoras y sus aliados en el gobierno, no porque los trabajadores sindicados sean violentos, perturbadores o poco rentables, sino por ser independientes y organizarse por su cuenta. De hecho, su organización es tan potente que, a ojos de sus superiores, amenaza con convertir al Estado y al empleador en algo superfluo. Durante la Gran Huelga del Ferrocarril de 1877, los trabajadores ferroviarios que hacían huelga en San Luis empezaron a dirigir ellos mismos los trenes. Temerosos de que la población pudiera concluir que los trabajadores eran capaces de gestionar el ferrocarril, los dueños intentaron detenerlos lanzando su propia huelga para demostrar que ellos eran los dueños y que solo los dueños podían hacer que los trenes circularan con puntualidad. Durante la huelga general de Seattle de 1919, los trabajadores se esforzaron mucho en aportar los servicios gubernamentales básicos, incluyendo la ley y el orden. Tuvieron tanto éxito que el alcalde concluyó que la mayor amenaza era la capacidad de...