Rivera / Loveluck | La vorágine | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 245, 254 Seiten

Reihe: Narrativa

Rivera / Loveluck La vorágine


1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9953-272-1
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 245, 254 Seiten

Reihe: Narrativa

ISBN: 978-84-9953-272-1
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
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La vorágine (1924) es una novela naturalista de José Eustasio Rivera. Aquí se relata la aventura de Arturo Cova, quien en una huida alucinante se interna en Los Llanos orientales, extensa región de ríos caudalosos, y pierde a Alicia, su amante. El afán de recuperar a Alicia lo llevará a la Amazonia colombiana. Allí Arturo conocerá la esclavitud de los trabajadores del caucho. Su viaje es un descenso a un infierno particular. Los protagonistas de La vorágine son la selva, sus rituales y la lucha por la supervivencia. La novela está ambientada en la selva que separa Colombia y Venezuela. Tal es la importancia de este escenario en la trama que se convierte en un auténtico personaje capital de la historia. Los hechos suceden, posiblemente, en cuatro o cinco años. Si bien no se incluyen referencias temporales exactas en el libro, por lo que perfectamente podría haber pasado más tiempo. Rivera logró en esta narración desembarazar la novela nacional del localismo detallista propio del costumbrismo. Con expresión original, Rivera supo plasmar a través de la tragedia de Arturo Cova la dura lucha del hombre con la naturaleza. Por ello la obra literaria de José Eustasio Rivera está marcada por la importancia que toman en ella las representaciones del mundo natural. Tanto en los sonetos de Tierra de promisión (1921), como en La vorágine, la naturaleza en sí misma, y su relación con el hombre, aparecen en un primer plano, condicionando la construcción del imaginario poético o transformándose en uno de los leitmotiv de la narración.

José Eustasio Rivera Salas (San Mateo, hoy Rivera; 19 de febrero de 1889-Nueva York; 1 de diciembre de 1928) Colombia. José Eustasio estudió en los colegios Santa Librada de Neiva y San Luis Gonzaga de Elías, y después en la Escuela Normal Central de Bogotá, en donde fue maestro en 1909, así como en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia, graduándose de doctor en Derecho y Ciencias Políticas el 3 de marzo de 1917. José Eustasio ejerció como abogado, fue diputado al Congreso e inspector del gobierno en las zonas petrolíferas del Magdalena. También fue representante de su país en México (1921), Perú (1924) y Cuba (1928) y participó en la fijación de las fronteras entre Venezuela y Colombia lo que le permitió conocer Los Llanos y también la selva tropical. Escribió una Oda a san Mateo en honor del héroe de la independencia Antonio Ricaurte, y numerosos sonetos de estilo parnasiano, que expresan su amor y admiración por la naturaleza.

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SEGUNDA PARTE
¡Oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que sólo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven su oleaje, a la hora de tus crepúsculos angustiosos. ¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea las lomas? ¿Aquellos celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes, por qué no tiemblan en tu dombo?62 ¡Cuántas veces suspiró mi alma adivinando al través de tus laberintos el reflejo del astro que empurpuraba las lejanías, hacia el lado de mi país, donde hay llanuras inolvidables y cumbres de corona blanca, desde cuyos picachos me vi a la altura de las cordilleras! ¿Sobre qué sitio erguirá la Luna su apacible faro de plata? ¡Tú me robaste el ensueño del horizonte y sólo tienes para mis ojos la monotonía de tu cenit, por donde pasa el plácido albor, que jamás alumbra las hojarascas de tus senos húmedos! Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturos. Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus gestaciones. Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu sólo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea lánguida, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión. Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras formadas con el hálito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad. ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas! ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vida no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre! ¡Quiero el calor de los arenales, el espejeo de las canículas, la vibración de las pampas abiertas! ¡Déjame tornar a la tierra de donde vine, para desandar esa ruta de lágrimas y sangre que recorrí en nefando día, cuando tras la huella de una mujer me arrastré por montes y desiertos, en busca de la Venganza diosa implacable que sólo sonríe sobre las tumbas! •••• Olvidada sea la época miserable en que vagamos por el desierto en cuadrilla prófuga, como salteadores. Sindicados de un crimen ajeno, desafiamos a la injusticia y erguimos la enseña de la rebelión. ¿Quién osó desafiar el rencor bárbaro de mi pecho? ¿Quién habría podido amansarnos? Las sendas múltiples de la pampa quedaron chafadas en aquellos días al galope de nuestros potros, y no hubo noche que no prendiéramos en distinto paraje la fugitiva llamarada del vivac.63 Después, bajo moriches inextricables, improvisamos un refugio. Allí amontonábanse los enseres que Mauco y Tiana salvaron de la ignición, y que pusieron en nuestras manos antes de irse a Orocué, en misión de espionaje. Mas no sabíamos qué suerte hubieran corrido. Fidel y el mulato, el Pipa y yo nos turnábamos cada día en atalayar sobre una palmera la presencia de alguna gente en el horizonte o el triángulo de humo, convenido como señal. —Nadie nos buscaba ni perseguía. —¡Nos habían olvidado todos! Yo no era más que un residuo humano de fiebres y pesares. De noche, el hambre nos desvelaba como un vampiro, y porque ya venían las lluvias, concertarnos la dispersión para asilarnos luego en Venezuela. Pensé entonces que don Rafo vendría de regreso a La Maporita, y que con él podríamos volver a Bogotá. Muchos días lo esperamos en las llanuras aledañas a Tame. Mas apenas declaró Franco que continuaría su vida nómada, no por recelo de la justicia ordinaria, sino por el peligro de que algún Consejo de Guerra lo castigara como a desertor, desistí de la idea del viaje, para mancomunarnos en el destierro y afrontar vicisitudes iguales, ya que una misma desventura nos había unido y no teníamos otro futuro que el fracaso en cualquier país. Y nos decidimos por el Vichada. •••• El Pipa nos condujo a los platanares silvestres de Macucuana, sobre la margen del túrbido Meta, después de la desembocadura del Guanapalo. Moraba en esos montes una tribu guahiba, semidomada, que convino en acogernos, a condición de que admitiéramos el guáyuco, respetáramos a las pollonas y les ordenáramos a los wínchesters «no echar truenos». Aparecióse una tarde el Pipa con cinco indígenas, que se resistían a acercarse mientras no amarráramos los dogos. Acurrucados en la maleza, erguíanse para observarnos, listos a fugarse al menor desliz, por lo cual el ladino intérprete fue conduciéndolos de la mano hasta nuestro grupo, donde recibían el advertido abrazo de paz con esta frase protocolaria: «Cuñao, yo queriéndote mucho, perro no haciendo nada, corazón contento». Todos eran fornidos y jóvenes, de achocolatada cutis y hercúleas espaldas, cuya membratura se estremecía temerosa de los fusiles. Arcos y aljabas habíanlos dejado entre la canoa, que iba a mecernos sobre las aguas desconocidas de un río salvaje, hacia refugios recónditos y temibles, adonde un fátum implacable nos expatriaba, sin otro delito que el de ser rebeldes, sin otra mengua que la de ser infortunados. Había llegado el momento de licenciar nuestros caballos, que nos dieron apoyo en la adversidad. Ellos recobraban la pampa virgen y nosotros perdíamos lo que gozosos recuperaban, la zona donde sufrimos y batallamos inútilmente, comprometiendo la esperanza y la juventud. Cuando mi alazán sudoroso se sacudió, libre de la montura, y galopó con relinchos trémulos en busca del bebedero lejano, me sentí indefenso y solo, copié en mis ojos tristes el confín, con la amargura del condenado a muerte que se resigna al sacrificio y ve sobre los paisajes de su niñez arrebolarse el último Sol. Al descender el barranco que nos separaba de la curiara, torné la cabeza hacia el límite de los llanos, perdidos en una nébula dulce, donde las palmeras me despedían. Aquellas inmensidades me hirieron, y, no obstante, quería abrazarlas. Ellas fueron decisivas en mi existencia y se injertaron en mi ser. Comprendo que en el instante de mi agonía se borrarán de mis pupilas vidriosas las imágenes más leales; pero en la atmósfera sempiterna por donde ascienda mi espíritu aleteando, estarán presentes las medias tintas de esos crepúsculos cariñosos, que, con sus pinceladas de ópalo y rosa, me indicaron ya sobre el cielo amigo la senda que sigue el alma hacia la suprema constelación. •••• La curiara, como un ataúd flotante, siguió agua abajo, a la hora en que la tarde alarga las sombras. Desde el dorso de la corriente columbrábanse las márgenes paralelas, de sombría vegetación y de plagas hostiles. Aquel río, sin ondulaciones, sin espumas, era mudo, tétricamente mudo como el presagio, y daba la impresión de un camino oscuro que se moviera hacia el vórtice de la nada. Mientras proseguíamos silenciosos principió a lamentarse la tierra por el hundimiento del Sol, cuya vislumbre palidecía sobre las playas. Los más ligeros ruidos repercutieron en mi ser, consustanciado a tal punto con el ambiente, que era mi propia alma la que gemía, y mi tristeza la que, a semejanza de un lente opaco, apenumbraba todas las cosas. Sobre el panorama crepuscular fuese ampliando mi desconsuelo, como la noche, y lentamente una misma sombra borró los perfiles del bosque estático, la línea del agua inmóvil, las siluetas de los remeros... Desembarcamos al comienzo de una barranca, suavizada por escalones que descendían al puerto, en cuyo remanso se agrupaban unas canoas. Por un sendero lleno de barro que se perdía entre el gramalote, salimos a una plazuela de árboles derribados, donde nos aguardaba el rancho pajizo, tan solitario en aquel momento, que vacilábamos en ocuparlo, sospechosos de alguna emboscada. El Pipa alegaba con los nativos que a semejante vivienda nos condujeron, y nos transmitía la traducción de la jerigonza, según la cual los de la ramada se dispersaron al ver los mastines. Los bogas me pedían permiso para dormir entre las curiaras. Y cuando se fueron, Fidel le ordenó a Correa que se acostara con el Pipa en la barbacoa, por si intentaba traicionarnos esa noche; les quitó los collares a los perros, y, a oscuras, les mudó el sitio a nuestras hamacas. Ofreciéndole mi costado a la carabina, me entregué al sueño. •••• El Pipa solía hacerme protestas de adhesión incondicional, y acabó por relatarme la pavorosa serie de sus andanzas. Su mano sabía disparar la barbada flecha, en cuya punta iba ardiendo la pelota de peramán, que cruzaba el aire como un cometa, con el aullido de la consternación y del incendio. Muchas veces, para librarse del enemigo, se aplanó en el fondo de las lagunas como un caimán, y emergía sigiloso entre los juncales por renovar la respiración; y si los perros le nadaban sobre la cabeza, buscándolo, los destripaba y consumía, sin que...



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