E-Book, Spanisch, 496 Seiten
Reihe: La caída de los reinos
Rhodes La marea de hielo
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-675-9094-4
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 496 Seiten
Reihe: La caída de los reinos
ISBN: 978-84-675-9094-4
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
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Morgan Rhodes vive en Ontario, Canadá. Desde que era una niña, siempre quiso ser una princesa -de las que sabe cómo manejar una espada para proteger reinos y príncipes de dragones y magos oscuros. En su lugar, se hizo escritora, una cosa igual de buena y mucho menos peligrosa. Además de la escritura, Morgan disfruta con la fotografía, los viajes y los realities en televisión, además de ser una exigente y voraz lectora de toda clase de libros. Bajo otro pseudónimo, es una autora de bestsellers a nivel nacional con diversas novelas paranormales. La Caída de los Reinos es su primer gran libro de fantasía.
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CAPÍTULO 1
MAGNUS
«Todas las mujeres son criaturas engañosas y letales. Cada una de ella es una araña colmada de ponzoña, capaz de matar de una sola picadura. Recuérdalo siempre».
De pie en aquel muelle limeriano, observando cómo la nave kraeshiana se perdía en la distancia, Magnus recordó la advertencia que su padre le había dirigido hacía tantos años.
El Rey Sangriento nunca había confiado enteramente en ninguna mujer. Ni en su reina consorte, ni en su antigua amante y consejera, ni en la inmortal que le susurraba secretos mientras dormía. Normalmente, Magnus ignoraba las lecciones de su padre; pero ahora se daba cuenta de lo acertada que era aquella frase. Lo que era más, había conocido a la mujer más engañosa y letal de todas.
Amara Cortas había robado un vástago –un orbe de aguamarina que contenía la esencia de la magia del agua–, dejando a su espalda una estela de sangre y destrucción.
La nieve caía con fuerza, azotando la piel de Magnus y amortiguando el dolor de su brazo roto. Aún quedaban varias horas para el alba, y la noche era lo bastante fría para matarle si no buscaba cobijo.
Y sin embargo, le resultaba imposible hacer nada más que escrutar las negras aguas, buscando en vano el tesoro que le habían arrebatado.
Al fin, fue la voz de Cleo lo que lo sacó de sus oscuros pensamientos.
–¿Qué hacemos ahora?
Por un momento, Magnus había olvidado que no se encontraba solo.
–¿Ahora, princesa? –masculló, viendo cómo el vaho de sus palabras cristalizaba delante de su boca al pronunciarlas–. Bueno, supongo que podríamos disfrutar del escaso tiempo que nos queda antes de que los hombres de mi padre lleguen y nos ejecuten.
En aquel país, todo traidor pagaba su crimen con la vida, aunque fuera el mismísimo heredero del trono. Y no cabía duda de que Magnus había cometido una traición al ayudar a la princesa Cleo a evitar su ejecución inminente.
Otra voz rasgó el aire helado:
–Tengo una sugerencia, alteza –dijo Nic–. Si ya has acabado de inspeccionar el agua en busca de pistas, ¿por qué no te zambulles y persigues a nado a esa alimaña traicionera?
Como de costumbre, el esbirro favorito de Cleo se dirigía a Magnus con un desprecio apenas disimulado.
–Si pensara que así puedo atraparla, lo haría –contestó él, con tanto veneno en la voz como su interlocutor.
–Recuperaremos el vástago del agua –dijo Cleo–, y Amara pagará por lo que ha hecho.
–Me temo que no comparto tu optimismo –replicó Magnus, mirándola al fin por encima del hombro.
Los bellos rasgos de la princesa Cleiona Bellos, tan familiares ya para Magnus, estaban iluminados por la luz de la luna y la de los fanales dispuestos a lo largo del muelle.
Magnus aún no lograba pensar en ella como en una componente de la familia Damora. Ella le había pedido conservar su apellido de soltera –era la última de su estirpe, y si renunciaba, el nombre se perdería–, y él había accedido. El rey, su padre, le había criticado duramente por aquella concesión; al fin y al cabo, Cleo era la representante de una dinastía derrotada, obligada a casarse con el heredero del monarca vencedor para hacer la conquista algo más aceptable y aplastar cualquier conato de rebelión.
A pesar de la capa forrada de piel en la que se había arropado para proteger su dorada melena de la nieve, Cleo temblaba. Pálida como su entorno, se envolvía estrechamente en la prenda, con los brazos cruzados.
Durante el veloz viaje desde el templo de Valoria hasta la ciudad, no se había quejado ni una sola vez. De hecho, Magnus y ella apenas habían cruzado palabra hasta ahora.
Por otra parte, la noche anterior habían cruzado demasiadas, antes de que el caos descendiera sobre ellos.
–¿Por qué lo hiciste? –le había preguntado ella en la habitación de huéspedes de lady Sofía.
Y en vez de seguir ignorando o negando lo que había hecho –matar a Cronus, el guardia al que el rey Gaius había ordenado terminar con la vida de Cleo–, él le había dado al fin una respuesta; unas palabras que habían salido de su garganta de forma casi dolorosa, como si se desgarraran de ella.
–Eres la única luz que soy capaz de ver – le había dicho en un susurro estrangulado–. Y pase lo que pase, me niego a extinguir esa luz.
Magnus sabía que, en ese instante, le había otorgado a Cleo un poder excesivo sobre él. Ahora, se resentía de ese sentimiento de debilidad. El resto de lo ocurrido la noche anterior lo empeoraba más aún, comenzando por el estremecedor beso que había seguido a la confesión de Magnus.
Por suerte, aquel beso se había interrumpido antes de que Magnus perdiera el control de sí mismo por completo.
–Magnus, ¿te encuentras bien? –preguntó Cleo rozándole el brazo.
Él se tensó y se apartó, como si el contacto de la princesa lo quemara. En los ojos verde azulado de la princesa apareció una mezcla de perplejidad y preocupación.
–Estoy perfectamente –repuso.
–Pero tu brazo...
–Estoy perfectamente –repitió él con mayor firmeza.
Ella apretó los labios y su mirada se endureció.
–De acuerdo –dijo.
–Tenemos que planear nuestros próximos movimientos –intervino Nic–. A ser posible, antes de morir congelados aquí fuera.
Su tono insolente desvió la atención de Magnus. Se volvió y miró directamente a aquel muchacho pelirrojo y pecoso, que siempre se había mostrado débil e incapaz... hasta aquella noche.
–¿Planear? –replicó Magnus–. Vale, ahí tienes un plan: márchate junto a tu querida princesa. Tomad un barco que os lleve a Auranos, caminad hasta Paelsia... Lo que prefiráis. Yo le diré a mi padre que estáis muertos. La única forma de que conservéis la vida es que os exiliéis.
Por los ojos de Nic pasó un destello sorprendido, como si aquello fuera lo último que esperaba oír de Magnus.
–¿En serio? ¿Dejas que nos vayamos?
–Sí. Vamos, marchaos.
Era lo mejor para todos. Cleo se había convertido en una peligrosa distracción; en cuanto a Nic, en el mejor de los casos era una molestia, y en el peor, una amenaza.
–Es una orden –añadió.
Desvió la mirada hacia Cleo, esperando ver alivio en sus ojos. Pero lo que encontró fue un brillo de indignación.
–¿Ah, sí? ¿Una orden? –siseó–. Claro: para ti, todo sería mucho más fácil si nos quitamos de en medio, ¿verdad? Así podrías reunirte con la hechicera que es tu hermana y apoderarte de las gemas restantes.
La mención de Lucía, que había huido a Limeros en compañía de Alexius –el vigía que le hacía de tutor–, supuso un golpe inesperado para Magnus. A su llegada al templo, habían descubierto un charco de sangre en el suelo, sangre que muy bien podía ser de Lucía.
Pero no. Su hermana tenía que estar viva; Magnus se negaba a creer lo contrario. Estaba viva, y cuando la encontrase, mataría a Alexius.
–Piensa lo que te plazca, princesa –replicó volviendo bruscamente al presente.
Al fin y al cabo, era cierto que ambicionaba los vástagos para sí. ¿De veras esperaba Cleo que los compartiera con ella, quien, desde el mismo momento en que se habían conocido, había conspirado contra él? Si Cleo se apoderaba de los vástagos, dispondría de poder no solo para retomar Auranos, sino para conquistar cualquier otro reino que se le antojase.
Magnus necesitaba aquel poder. Así, por fin tendría control absoluto sobre su vida y su futuro, y no necesitaría temer ni rendir cuentas a nadie.
Ni siquiera lo que había ocurrido entre Cleo y él horas antes –fuera lo que fuese aquello– podía cambiar ese hecho. La princesa y él eran adversarios; los dos ambicionaban lo mismo, pero solo uno podía obtenerlo. Y Magnus no estaba dispuesto a renunciar a aquello que llevaba la vida entera anhelando.
La princesa se había ruborizado, y en sus ojos había una mirada de obstinación.
–No voy a irme a ninguna parte –le espetó–. Tú y yo vamos a regresar al castillo para buscar a Lucía. Y cuando tu padre venga a buscarnos, nos enfrentaremos juntos a su cólera.
Magnus fulminó con la mirada a la muchacha y ella le pagó con la misma expresión, impertérrita. Con su postura erguida y su barbilla alzada, parecía una antorcha encendida en medio de aquella noche helada y eterna.
Ah, cuánto le habría gustado a Magnus ser lo bastante fuerte para odiarla...
–De acuerdo –dijo con los dientes apretados–. Pero recuerda: has sido tú quien se ha empeñado en seguirme.
Poco después del amanecer, su carruaje alcanzó el puesto de guardia que marcaba el límite de los terrenos del castillo limeriano. El negro edificio, encaramado en un acantilado...