Rhodes | El abrazo de las tinieblas | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 448 Seiten

Reihe: La caída de los reinos

Rhodes El abrazo de las tinieblas


1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-675-7625-2
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 448 Seiten

Reihe: La caída de los reinos

ISBN: 978-84-675-7625-2
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Los reinos han caído. Los rebeldes se han alzado. Pero los inmortales ya no se limitan a vigilar. Los más poderosos entre ellos pueden obtener al fin lo que ambicionan. Y lo harán cueste lo que cueste. CLEO Perdida en un mar de intrigas, la princesa dorada está dispuesta a agarrar un clavo ardiendo. Aunque tal vez el clavo sea una víbora camuflada. MAGNUS Cada vez más separado de su hermana, el príncipe de la cicatriz lucha por dominar sus impulsos. Sobre todo, sus buenos impulsos. JONAS El joven rebelde es famoso por los crímenes que no ha cometido. Tal vez, sin saberlo, tenga a su lado verdaderos criminales... La guerra por los vástagos se recrudece. Las tinieblas se ciernen sobre Mytica.

Morgan Rhodes vive en Ontario, Canadá. Desde que era una niña, siempre quiso ser una princesa -de las que sabe cómo manejar una espada para proteger reinos y príncipes de dragones y magos oscuros. En su lugar, se hizo escritora, una cosa igual de buena y mucho menos peligrosa.  Además de la escritura, Morgan disfruta con la fotografía, los viajes y los realities en televisión, además de ser una exigente y voraz lectora de toda clase de libros. Bajo otro pseudónimo, es una autora de bestsellers a nivel nacional con diversas novelas paranormales. La Caída de los Reinos es su primer gran libro de fantasía.
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CAPÍTULO 1

JONAS

Tengo un mal presentimiento.

La voz de Rufus era tan molesta como un moscardón. Jonas le lanzó una mirada de impaciencia a su compañero en el bando de los rebeldes.

–No me digas. ¿Respecto a qué?

–A todo. Tenemos que salir de aquí mientras podamos –Rufus estiró el cuello grueso y sudoroso y escudriñó los árboles oscuros que los rodeaban. La única luz procedía de una antorcha que habían clavado en la tierra–. Dijo que sus amigos vendrían en cualquier momento.

Se refería al guardia limeriano que habían capturado cuando se aventuraba demasiado cerca del bosque. Lo habían atado a un árbol, y ahora estaba inconsciente.

Pero un soldado inconsciente no le servía de nada a Jonas. Necesitaba respuestas, aunque estaba de acuerdo con Rufus en algo: no tenían mucho tiempo. El pueblo vecino estaba infestado de los esbirros uniformados de granate del rey.

–Claro que lo dijo –gruñó–. ¿No sabes lo que es un farol?

–Ah –Rufus enarcó las cejas como si no se le hubiera ocurrido–. ¿Tú crees que era eso?

Había pasado una semana desde que los rebeldes atacaron el campamento base de la calzada, al este de Paelsia, junto a las Montañas Prohibidas. Una semana desde que el último plan de Jonas para derrotar al rey Gaius fracasara estrepitosamente.

Cuarenta y siete rebeldes habían entrado en el campamento de madrugada mientras todo el mundo dormía, y habían tratado de capturar a dos rehenes para presionar al rey Gaius: el ingeniero de las obras de la calzada, Xanthus, y el heredero del trono de Limeros, el príncipe Magnus.

Habían fracasado. Un repentino incendio de extrañas llamas azules había arrasado con todo, y Jonas apenas había conseguido escapar con vida.

Rufus era el único rebelde que le esperaba en el punto de encuentro. Jonas lo encontró con marcas de lágrimas en su rostro sucio, temblando de miedo y diciendo cosas sin sentido sobre las brujas, la magia del fuego y la brujería.

De los cuarenta y siete que habían sido, solo quedaban dos. Había sido una derrota aplastante; si Jonas se paraba a pensarlo, se le nublaba la visión y apenas podía reaccionar, cegado por la culpa y el dolor.

Su plan. Sus órdenes.

Su culpa.

Una vez más.

Desesperado, intentando mitigar el dolor, Jonas había empezado de inmediato a recabar información sobre los posibles supervivientes: cualquiera que hubiera sido capturado vivo y enviado a otra parte.

Habían encontrado a un guardia de librea granate. Un enemigo.

Que iba a darles respuestas útiles; Jonas no estaba dispuesto a pasar por menos.

Finalmente, el soldado abrió los ojos. Era mayor que de lo que solían ser los guardias y cojeaba: por eso había sido fácil de atrapar.

–Tú... Te conozco –masculló, con los ojos brillantes a la escasa luz de la antorcha–. Eres Jonas Agallon, el asesino de la reina Althea.

Jonas se estremeció al oír sus palabras afiladas como cuchillos, pero se esforzó por aparentar que aquella calumnia no le causaba ningún daño.

–Yo no maté a la reina –gruñó.

–¿Por qué te voy a creer?

Haciendo caso omiso de los temores de Rufus, Jonas paseó en un círculo en torno al guardia atado. ¿Sería difícil hacerle hablar?

–Me da igual que me creas o no –se acercó a él–. Pero vas a responder a unas cuantas preguntas.

El soldado alzó el labio superior con un gruñido, mostrando sus dientes amarillos.

–No pienso decirte nada.

Por supuesto: como esperaba, no sería fácil. Nada lo era.

Jonas sacó la daga enjoyada del cinto. Su hoja ondulada refulgió bajo la luz de la luna y el guardia se fijó en ella de inmediato.

Era la misma arma que le había quitado la vida a su hermano mayor. Aquel arrogante y pomposo noble auranio la había dejado clavada en la garganta de Tomas. Para Jonas, esa daga era un símbolo: representaba la línea que había dividido su pasado –cuando era el hijo de un pobre vinatero y se deslomaba trabajando de sol a sol en la viña de su padre– y su futuro como rebelde, dispuesto a dar la vida por un mundo en el que sus seres queridos se liberaran de la tiranía. Sus seres queridos, y miles más a los que ni siquiera conocía.

Un mundo en el que el rey Gaius no estrangulara a los débiles e impotentes.

Jonas apretó el filo contra la garganta del guardia.

–Te sugiero que contestes a mis preguntas si no quieres sangrar esta noche.

–Sangraré mucho más si el rey descubre que te he ayudado.

Tenía razón: sin lugar a dudas, el delito de colaboración con un rebelde le conduciría a la tortura o la ejecución. Seguramente, a ambas. Aunque el rey se entretuviera pronunciando discursos bonitos sobre la unión de los reinos de Mytica, no le llamaban el Rey Sangriento por ser justo y amable.

–Hace una semana hubo un ataque rebelde en el campamento base de la calzada, al este de aquí. ¿Qué sabes de eso?

El soldado le sostuvo la mirada sin pestañear.

–Que los rebeldes murieron aullando de dolor.

A Jonas se le encogió el corazón. Apretó el puño, conteniendo a duras penas las ganas de hacer daño al guardia. Los recuerdos de la semana anterior lo estremecían, pero intentó centrarse en la tarea que tenía entre manos. Solo en ella.

Rufus se pasó los dedos por el cabello revuelto y paseó de un lado a otro, nervioso.

–Necesito saber si capturaron a algún rebelde vivo –continuó Jonas–. Y dónde los tiene el rey.

–No lo sé.

–No te creo. Empieza a hablar o te juro que te corto la garganta.

No había miedo en los ojos del guardia; solo un asomo de burla.

–He oído rumores terribles sobre el cabecilla de los rebeldes paelsianos. Pero los rumores no son hechos, ¿verdad? Puede que no seas nada más que un muchacho campesino, no lo bastante despiadado para matar a alguien a sangre fría. Aunque sea tu enemigo.

Jonas ya había matado. Demasiadas veces; tantas, que había perdido la cuenta. Primero, en la estúpida guerra contra Auranos en que los habían metido los limerianos con engaños; luego, en la batalla del campamento base de la calzada. Había peleado para destruir a sus enemigos y para hacer justicia. Por sus amigos, por su familia, por sus compatriotas de Paelsia. Y para protegerse a sí mismo.

Aquellas muertes tenían un sentido, aunque resultara confuso. Jonas luchaba por un propósito, creía en algo.

No le había producido ningún placer arrebatar aquellas vidas, y confiaba en no cambiar.

–Déjalo, Jonas. Es inútil –suplicó Rufus, nervioso–. Vámonos de aquí mientras podamos.

Pero Jonas no se movió. No había llegado tan lejos para rendirse ahora.

–Había una chica en esa batalla: Lysandra Barbas. Necesito saber si sigue viva.

Los labios del guardia se torcieron en una mueca cruel.

–Ah, eso es lo que te pone tan ansioso por obtener respuestas. ¿Es tu chica?

Jonas tardó un instante en entenderle.

–Es como una hermana para mí.

–Jonas –gimió Rufus–. Lysandra está muerta. ¡Tu obsesión por ella hará que nos maten a nosotros también!

El líder rebelde le echó una mirada que hizo que el chico se encogiera. Suficiente para que cerrara la bocaza.

Lysandra no estaba muerta. Era imposible. La muchacha era una luchadora excepcional, más hábil con el arco que nadie que Jonas hubiera conocido en su vida. También era obstinada, molesta y exigente, algo evidente desde el día en que la conoció. Si seguía viva, haría cualquier cosa por encontrarla.

La necesitaba. Como compañera, como rebelde y como amiga.

–Tienes que saber algo –apretó la daga contra la garganta del guardia–. Y vas a decírmelo.

No pensaba rendirse. No hasta su último aliento.

–Esa chica... –masculló el guardia con los dientes apretados–. ¿Su vida vale la tuya?

–Sí –respondió Jonas sin pensárselo dos veces.

–Entonces, no tengo la menor duda de que está tan muerta como tú –el soldado sonrió, aunque la sangre goteaba de su cuello–. ¡Aquí! –gritó.

El único aviso de la llegada de la media docena de guardias fue un crujido de tierra suelta y el chasquido de una rama. Los soldados irrumpieron en el pequeño claro del bosque, con las espadas desnudas. Un par de ellos llevaban antorchas.

–¡Suelta el arma, rebelde!

Rufus intentó darle un puñetazo a un guardia que se acercaba, pero no acertó ni de lejos.

–¡Jonas, haz algo!

En lugar de soltar la daga, Jonas la envainó y sacó la espada que le había...



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