E-Book, Spanisch, 136 Seiten
Reihe: Gran Angular
Ramos Revillas Arcade Club
1. Auflage 2024
ISBN: 978-607-24-5019-6
Verlag: Ediciones SM
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 136 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-607-24-5019-6
Verlag: Ediciones SM
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La Ciudad de México recibe a Aníbal con una potente mezcla de asombro y miedo. Tras el divorcio de sus padres, Aníbal se muda con su madre de la tranquila ciudad de Irapuato a esa colosal urbe, donde ingresa a la Prepa 8. Ahí conoce a un peculiar grupo de amigos que ha desarrollado una excéntrica teoría en contra de la tecnología posterior a 1986. La amistad que Aníbal entabla con ellos lo conducirá al emocionante Arcade Club, pero también lo acercará a la delgada línea que separa la diversión del peligro.
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12
Quedamos en vernos afuera del metro San Pedro de los Pinos, junto al puesto de revistas que está enfrente de El Globo. No sabía qué llevar. Sólo me armé de una mochila y algunos billetes para comprar en el camino algo de agua o lo que se ofreciera. Esa mochila era un clon de una Nike, negra, con muchos cierres. La había comprado en Irapuato y era mi preferida; tanto que ya parecía una parte de mí. Dudé en llevar mi celular, pero, al final, pensé que si lo mantenía bien guardado no se iba a notar. Llegué temprano. Para no parecer desesperado, me di una vuelta y estuve viendo los puestos de comida del otro lado de la estación. Regresé al punto de partida y leí los encabezados de los periódicos colgados de cables: los deportivos y los tradicionales. Me iba a poner los audífonos cuando aparecieron. No sabía cómo saludarlos, si debía darles la mano o qué, pero ninguno hizo nada por extender el brazo, así que metí las manos en las bolsas del pantalón. Esperé a que León me presentara. Me hirvió un poco la sangre cuando mencionó que era de los pueblitos. Luego, precisó que era de Irapuato y Abel sonrió. —Ah, ahí tenemos unos parientes. Está chida esa ciudad. No tiene tantos centros comerciales. Se vive más como antes. León asintió y sentí un poco de orgullo de que le dieran algo de crédito a mi ciudad. Volvimos a bajar las escaleras y tomamos el metro en dirección a Tacuba. Dijeron que iríamos al Centro, a la Plaza de la Tecnología. Sólo había ido en una ocasión al Centro, poco después de llegar a la ciudad. Mamá me llevó en nuestro segundo o tercer fin de semana aquí. Dijo que debíamos conocer el Zócalo y la Catedral Metropolitana. Fue un gran momento para sentirme…, no sé…, mexicano, por cursi que suene. La calle de Madero estaba tan llena que casi no se podía caminar: cuerpos, hombros, bolsas, todo apretado; gente que iba y venía, se detenía, tomaba fotos, se cruzaba para meterse a restaurantes o cafeterías. A los lados encontré palacios de la época virreinal y casas tan antiguas como la misma ciudad. Casas con columnas y balcones. Casas que se mantenían en pie desde hacía trescientos años. Casas con relieves de santos y flores tallados en las columnas. Casas del color del lodo. Inmensas. Casas vueltas negocios. Casas hundidas hacia la derecha o la izquierda, dependiendo de cómo les había ido en el último temblor. La Torre Latinoamericana se veía sucia y triste, pero otros edificios tenían una dignidad que sus piedras viejas delataban. Entramos al Sanborns de los Azulejos y al Palacio de Iturbide. ¡Qué grande era por dentro! Cuando llegamos al Zócalo y vi la bandera, pasé saliva. La plaza era inmensa y el Palacio Nacional estaba vallado porque había manifestaciones con gente que quería tirar sus puertas. La Catedral era imponente, con sus torres y puertas. No puedo ni describir lo grande que es. Desde un costado de la plaza, me llegó el sonido de los danzantes mexicas y el olor de los tamales que vendían en muchos triciclos junto a las jardineras, a un lado de la Catedral. Mamá compró varios y nos sentamos a comerlos en una escalinata alta, cerca de donde una mujer vendía silbatos aztecas, adornos de pedernal, calendarios mayas y cualquier baratija que pudiera parecer prehispánica. También había una maqueta grande, de un material que parecía metálico, la cual mostraba cómo había sido la antigua Tenochtitlán. Una paloma picoteaba la parte alta del Templo Mayor en miniatura. Caminamos detrás de la Catedral, donde había un negocio que vendía afiches con diferentes tamaños e imágenes. —Ten, compra algunos para que adornes tu cuarto. Te gustan, ¿cierto? Compré varios de ciencia ficción que no tardé en pegar en los muros de mi habitación. Eso fue lo que conocí del Centro en aquel paseo: la avenida Madero, el Palacio de Bellas Artes, el Zócalo, la Catedral Metropolitana y sus alrededores, y el metro, que luego volvió a escupirnos en otra ciudad: Mixcoac. La misma estación, el mismo micro. Como esa vez, salimos de la estación Bellas Artes del metro, que tiene en sus paredes algunas imágenes prehispánicas. Afuera, nos recibió la Alameda, llena de ruido y vendedores, gente que ofrecía tres hot dogs por diez pesos, esquites y artesanías. Una estatua que se veía fastidiada sobresalía apenas por encima de los toldos que la rodeaban, aferrados a sus piernas con mecates para dar sombra a quienes vendían abajo. —¿Y qué vamos a comprar? —quise saber. —¡Oh, ya verás! —exclamó León. Me hubiera gustado que trajeran las patinetas. Así habríamos podido avanzar más rápido entre el gentío. Caminamos unas cuadras hasta dar con la Plaza de la Tecnología. Era un edificio de unos cinco pisos con locales minúsculos donde se vendía cualquier clase de aparatos electrónicos y celulares. Los chicos avanzaron sin mirar ninguno y subimos hasta el último piso. Aquél era el paraíso del anime. Por todos lados había cómics, figuras de acción, miniaturas de mechas, novelas gráficas japonesas, ropa y dulces del Lejano Oriente. Los productos eran caros. No se parecían en nada a lo que había visto en los puestos afuera del metro Tacuba. En cada piso de la plaza había secciones bien definidas: televisores, celulares, consolas de videojuegos…, pero en ese último piso se hallaba todo lo que un gamer puede anhelar en la vida. —¿Venimos por algo de la Play? —quise saber, con cierta desilusión de que ellos, que no usaban celulares ni nada por el estilo, fueran a comprar cosas como ésas a ese sitio. —¿Dónde te dijeron que era? —preguntó Lucio—. ¿Y si ya se fueron? —No se desesperen. Aquí debe estar —los tranquilizó Abel. Quién sabe qué buscaban, pero recorrimos los pasillos con tranquilidad. En Irapuato no había una Plaza de la Tecnología, así que íbamos a comprar cosas electrónicas y videojuegos al Soriana y algunos sitios cerca del Centro. Por eso, todo lo exótico de esos pasillos —los colores, las figuras, los videojuegos, un Mario gigante, los funkos de nueve mil series de televisión y caricaturas, las voces femeninas en japonés que emergían de los amplificadores, el olor del ramen en algunos puestos de comida, las vitrinas con muñequitas vestidas con faldas minúsculas y rifles de alto poder al hombro— me provocó un pasón gamer. Recorrimos el piso sin encontrar el sitio, hasta que Abel sugirió que comiéramos. Nos sentamos en un lugar de comida japonesa, pero no traía tanto dinero, así que sólo pedí una botella de agua. Al parecer, los demás sí tenían a montones, ya que terminaron invitándome unos fideos udon, que devoré con prudencia. El sabor era demasiado salado, pero al instante supe que se convertirían en uno de mis platillos favoritos. Como a la hora, volvimos a recorrer el sitio y ahora sí estaba el puesto que buscábamos. Era un cubículo gris, sin tanto color como los otros negocios. No tenía una televisión para anunciar los videojuegos ni demasiadas luces estridentes ni música japonesa de fondo. Lo atendía un señor de unos cuarenta años, delgado, con un cigarro sin encender entre los labios que empujaba con la lengua, cada cierto tiempo, de un lado a otro de la boca. Nos quedamos detrás de Abel cuando se acercó al mostrador, pero pude ver bien lo que vendía. Había muchos cartuchos de Atari, uno de los primeros videojuegos que existieron. No reconocí ninguno, pero tenían ilustraciones que iban de lo muy infantil a lo más elaborado. Las imágenes de naves espaciales, Indiana Jones, Oink!, Mega Force, Carnival y Cosmic Ark estaban alineadas con otras que no reconocí, pero cuyos títulos sí alcanzaba a leer: Pitfall!, Asteroids, River Raid… —Estoy buscando un cartucho —empezó a decir Abel—. Es el de E. T. —continuó. El hombre sonrió. —Ése no existe. Al menos, no uno original. Los enterraron en el desierto cuando el juego fue un fracaso. —Sí, eso lo sabemos, pero no tiene que ser original, al menos por esta ocasión. Luego me contaron la historia de ese cartucho. Cuando la película E. T. se estrenó, el boom de los videojuegos apenas empezaba, aunque en Japón ya había muchos negocios de juegos de video, “maquinitas” o “chispas”, como se les llamó en México. Allá eran una locura, al igual que en Estados Unidos. Cuando se anunció la película, causó tal expectativa que los directores quisieron lanzar al mismo tiempo un juego para el Atari. Se le encargó a Howard Scott Warshaw, uno de los mejores diseñadores de videojuegos de aquel tiempo, pero lo apuraron. El resultado: un fracaso que contribuyó de manera importante a la quiebra de Atari. Por la vergüenza, la empresa decidió tirar el lote de cartuchos de E. T. en el desierto. Nadie sabe en qué parte están y es uno de los grandes misterios del mundo gamer. —Lo que sí tengo es una reproducción del cartucho —dijo el hombre. Luego, giró su silla, abrió una gaveta y lo sacó. Tenía en la portada, de color plata, al famoso E. T. y a Elliott, el niño de la película, ilustrados en tonos anaranjados. El objeto se veía casi nuevo, como si hubiera salido directamente de la fábrica de Atari cuarenta años atrás. Abel lo pagó y le entregó al hombre una lista de otros juegos que estaba buscando. El señor leyó el papel y le pasó otros tres cartuchos. Después, se comprometió a buscar los demás y nos dijo que volviéramos en una semana. Salimos apurados de la Plaza de...