Rahner | La Gracia como libertad | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 344 Seiten

Reihe: Biblioteca Herder

Rahner La Gracia como libertad


1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-254-2708-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 344 Seiten

Reihe: Biblioteca Herder

ISBN: 978-84-254-2708-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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Los artículos teológicos y espirituales aquí reunidos fueron escritos por Karl Rahner para muy diversas circunstancias -conferencias, artículos, emisiones televisivas, entrevistas, meditaciones y alocuciones- y reunidos por él mismo en forma de libro. En ellos, Rahner se enfrenta con mirada positiva y actitud optimista a uno de los más intrincados problemas de la teología: el de la exposición de la cooperación de Dios y el hombre para la salvación, de modo que se salvaguarde por un igual la omnipotencia de la acción divina y la autonomía de la libertad y de la responsabilidad humana. O, con un planteamiento más bíblico, cómo precisar la función que desempeña la libertad humana cuando el cristiano sabe y confiesa que es la gracia de Dios 'la única que justifica'. Sobre estas cuestiones, de tan abierta actualidad, se deslizan claras, penetrantes, serenas, las reflexiones del gran teólogo del siglo XX, Karl Rahner. Pero no a modo de fórmulas científicas, sino desde la óptica de la libertad como 'el acontecimiento personal y espiritual, único e irrepetible, de cada hombre en su valor definitivo delante de Dios'.

Karl Rahner (Friburgo, 1904 - Innsbruck, 1984) es uno de los teólogos católicos más influyentes del siglo xx. Su pensamiento, fruto de una apropiación creativa de diversas fuentes teológicas y filosóficas, contribuyó a crear un innovador marco de referencia para el entendimiento moderno de la fe católica y las antiguas teologías neoescolásticas. Fue teólogo consultor del Concilio Vaticano II y miembro de la Comisión Teológica Internacional. De su extensísima obra cabe destacar Oyente de la palabra (1945), Escritos de teología (1954-1975) y Curso fundamental sobre la fe (1977).

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Capítulo primero
DIOS, UNA PALABRA BREVE
MEDITACIÓN SOBRE LA PALABRA «DIOS»
Lo que pudiera decirse en una breve reflexión sobre la palabra «Dios» no sería sino una pequeña introducción al campo, inmenso de suyo, del problema de Dios. Tal meditación es un quehacer lleno de sentido a la vez difícil. Y ello porque, al fin y al cabo, no se puede pensar sobre una palabra más que dejándose arrastrar por lo que en realidad quiere decir. Pues, si bien la palabra posee una realidad autónoma, estudiada por las diversas ciencias del lenguaje, con todo, sólo descubrirá su íntima esencia quien, dejándola de lado, vaya no hacia lo que ella es, sino más bien hacia lo que ella significa. Si esto es verdad, una meditación sobre la palabra «Dios» tendría que ser una meditación sobre Dios mismo; lo cual sobrepasa, ciertamente, las posibilidades y objetivo de estas reflexiones. Es evidente también que no se nos debe echar en cara el que, pensando sobre la palabra «Dios» vayamos más allá de sus límites y consideremos la realidad misma expresada en la palabra. A pesar de ello, me parece un cometido razonable emprender una meditación sobre la palabra «Dios». Y esto no sólo, como bien podría suceder, porque a diferencia de tantas otras experiencias, que aun sin palabra llegan a hacerse oír, en nuestro caso únicamente la palabra es capaz de hacer patente su significado. Pero ya volveremos sobre esto. Por un motivo mucho más simple se puede y se debe empezar a pensar con la palabra en Dios mismo. De Dios no tenemos, desde luego, ninguna experiencia como podríamos tenerla de un árbol, de otro hombre y de otras realidades parecidas, exteriores a nosotros, que aunque tal vez nunca estén completamente mudas ante nosotros, por aparecer en un lugar «espacio-temporal» determinado, dentro del campo de nuestras experiencias, fuerzan por sí mismas la aparición de la palabra. Por eso se puede decir que en el problema de Dios lo más simple e ineludible para los hombres es el hecho de que se dé esa palabra en su existencia espiritual. No podemos escapar a este hecho sencillo, aunque ambiguo, preguntándonos si en un futuro posible podrá existir una humanidad en la que, en el peor de los casos, ya no aparezca la palabra «Dios», y así la cuestión de si tiene algún sentido y significa una realidad fuera de sí misma ya no surja, o bien brote en un lugar totalmente nuevo en el que lo que antes le había dado origen tendría que hacerse presente con un nuevo contenido y con una palabra nueva. Sea como fuere, la palabra está entre nosotros. El mismo ateo la crea continuamente cuando dice que no hay Dios y que algo parecido a Dios no tendría ningún sentido inteligible; cuando funda un museo del ateísmo, lo eleva a dogma partidista o se imagina otras cosas por el estilo. También el ateo contribuye de esta manera a que la palabra «Dios» siga existiendo. Si quisiese realmente evitarlo, no sólo tendría que esperar a que la palabra desapareciese definitivamente de la existencia del hombre y del lenguaje de la sociedad, sino que también debería contribuir a su desaparición callando por completo e incluso dejando de declararse ateo. Pero ¿cómo podrá lograrlo si aquellos con los que tiene que hablar y de cuyo campo lingüístico no puede escapar definitivamente, hablan de Dios y se preocupan por esa palabra? El mero hecho de que la palabra exista nos empuja a meditar sobre ella. Al hablar de esta manera sobre Dios; no nos referimos naturalmente sólo a la palabra alemana. Que se diga Gott o Deus en latín o El en semítico o Teotl en azteca es indiferente; a pesar de que constituiría un problema muy oscuro y difícil saber si con esas diferentes palabras se quiere expresar lo mismo o el mismo concepto, puesto que, en este caso, no es posible remitirse sin más a una experiencia común de lo expresado independientemente de la palabra. Mas dejemos de lado por el momento el problema de la equivalencia de las muchas palabras que designan a Dios. También hay naturalmente nombres de Dios o dioses en lugares como el panteón olímpico, donde Dios es adorado por politeístas, o allí donde, como en el Israel antiguo, el único Dios todopoderoso lleva un nombre propio Yahveh, porque se está convencido de haber tenido con él, en la propia historia, unas experiencias muy peculiares que le caracterizan sin menoscabo de su incomprensibilidad y de su inefabilidad, atribuyéndole de este modo un nombre propio. Pero no vamos a hablar aquí de estos nombres de Dios en plural. La palabra «Dios» existe. Esto solo es ya digno de ser meditado. No obstante, la palabra actual no dice nada sobre Dios. Si esto siempre ha sido así, aun en la historia más antigua de la palabra, es otra cuestión. En todo caso, hoy la palabra da la impresión de ser una especie de nombre propio; lo que se quiera decir con ella hay que averiguarlo por otros cauces. Ello no nos llama la atención la mayoría de las veces, pero es así. Si llamásemos a Dios, como ocurre muchas veces en la historia de las religiones, Padre, Señor, o cosa parecida, entonces la palabra expresaría algo de su contenido a través de su origen o de alguna otra experiencia nuestra surgida del campo profano, en la que se refleja de nuevo lo expresado. Pero aquí parece como si la palabra nos contemplase como lo haría un rostro ciego: no dice nada sobre lo expresado, ni puede actuar como dedo señalizador que indique algo que pueda encontrarse al borde de la palabra, y ni siquiera es capaz de decir nada al respecto, como cuando pronunciamos las palabras «árbol», «mesa», «sol». A pesar de todo será a esa palabra terriblemente indefinida a la que dirigiremos la primera pregunta: ¿qué quiere decir esta palabra en concreto? Desde luego, algo conforme al contenido, tanto si la palabra es originariamente «ciega» como si no lo es. Dejemos a un lado el hecho de si su historia parte de otra forma lingüística, en todo caso la palabra actual refleja lo que con ella se quiere significar: el Inefable, el Innominable, el que no puede ser encasillado en el mundo como uno de sus elementos; el Silencioso, siempre presente y siempre pasado por alto y desoído, que porque dice todas las cosas en totalidad y unidad, puede ser postergado como algo sin sentido; aquel que, en el fondo, ninguna palabra puede expresar debidamente, pues toda palabra sólo recibe limitación, sonido propio, y de esta manera una significación comprensible, dentro de un campo lingüístico. Así, la palabra «Dios», que se nos ha vuelto tenebrosa, es decir, que ya no apela desde sí misma a ninguna parte determinada de nuestras experiencias parciales, se encuentra en la condición precisa para podernos hablar de Dios, hablarnos en cuanto que es la última palabra más allá de la cual está el silencio, en el que, al desaparecer todo individuo concreto, nos hallamos enfrentados con la totalidad radical. La palabra «Dios» existe. Regresemos al punto de partida de nuestras reflexiones, es decir, a la comprobación del simple hecho de que en el mundo de las palabras, con las que construimos nuestro mundo y sin las cuales los que llamamos hechos no son nada para nosotros, se encuentra la palabra «Dios». Incluso para el ateo, como decíamos, para aquel que proclama que Dios ha muerto, incluso para él, existe la palabra «Dios», por lo menos como aquel a quien puede declarar muerto, y cuyo fantasma debe hacer desaparecer, pues teme su retorno. Sólo cuando la palabra deje de existir se podrá estar tranquilo, es decir, no habrá ya necesidad de preguntarse por Dios. Pero esa palabra está aún presente. ¿Tiene también futuro? Ya Marx pensaba que también el ateísmo desaparecería; es decir, que la palabra «Dios», usada tanto afirmativa como negativamente, no volvería a aflorar más. ¿Es imaginable ese futuro de la palabra «Dios»? Acaso sea ésta una pregunta sin sentido, pues un futuro auténtico implica siempre lo radicalmente nuevo, lo que no se puede calcular de antemano. Tal vez la pregunta sea más bien un problema teórico que se transforma en realidad tan pronto como se convierte en una llamada a nuestra libertad, a ver si mañana pronunciaremos la palabra «Dios» como creyentes o no-creyentes en un desafío mutuo, afirmando, negando o dudando. Cualquiera que sea el futuro de la palabra «Dios», el creyente sólo ve dos posibilidades: o desaparece la palabra sin dejar huellas ni residuos o permanece, de una manera u otra, como problema para todos. No cabe una tercera posibilidad. Reflexionemos sobre estas dos posibilidades. La palabra «Dios» ha desaparecido sin dejar rastro alguno, sin que sea visible el vacío de un olvido, sin haber sido reemplazada por otra palabra que provoque en nosotros las mismas resonancias, sin que ni siquiera nos plantee un problema, el problema, el hecho de no querer pronunciar o escuchar esa palabra como una respuesta. ¿Qué pasaría de tomar en serio esta hipótesis de futuro? Que el hombre no se enfrentaría...



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