Ragougneau | La madona de Notre Dame | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 280, 176 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Ragougneau La madona de Notre Dame


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16120-68-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 280, 176 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-16120-68-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Mañana del 16 de agosto, un día después de la fiesta de la Asunción. Notre-Dame de París acaba de abrir sus puertas a los numerosos visitantes que acuden a ella con fines religiosos o turísticos. Una joven de belleza deslumbrante e indumentaria poco adecuada para una catedral parece dedicar su entera concentración y devoción a una de las estatuas de la Virgen. El sacristán y el supervisor no dejan de vigilarla. Pero cuando una turista americana la empuja levemente, su cuerpo se derrumba: está muerta. El comandante Landard y el teniente Gombrowicz, junto con la fiscal adjunta Claire Kauffmann, son los encargados de la investigación. Cuando llegan a la escena del crimen los testigos han desaparecido. La autopsia revela un horrible detalle: que el sexo de la víctima había sido sellado postmortem con cera de cirio, como para reconstruir su virginidad. ¿Quién es la muchacha? ¿Quién cometió el crimen? ¿Fue uno de los fanáticos religiosos obsesionado por la Virgen María que el día anterior participó en la tradicional procesión de la Virgen? ¿Fue uno de los miembros del personal, o una de las almas extraviadas que vaga alrededor de la catedral y conoce bien sus rincones?

Alexis Ragougneau (1973) es actor y dramaturgo. Sus obras de teatro se han estrenado en Francia y Suiza. Durante muchos años trabajó como guía de la catedral de Notre-Dame, por lo que conoce bien todos los secretos y los curiosos personajes que la frecuentan a diario. Ese material le ha servidopara escribir La madona de Notre-Dame, su primera novela.

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Martes
De rodillas ante el gran crucifijo de la pared sur, con las manos unidas bajo la barbilla y moviendo los labios en silencio, Gombrowicz rezaba. Pero lo que oía no era en absoluto la voz de Dios. La voz que le hablaba por el pinganillo era la de su superior en la brigada criminal, el comandante Landard. –No te pases, Gombrowicz. Pareces una niña de primera comunión, con sus calcetincitos blancos. Gombrowicz levantó las manos unos centímetros y murmuró por el micrófono que llevaba prendido del puño de la camisa. –Empiezan a dolerme las rodillas. ¿Cómo pueden quedarse tanto tiempo sin moverse? Tengo al lado a una vieja santurrona que lleva una hora por lo menos rezando sin parar. Parece una estatua. Landard ahogó una carcajada. –A lo mejor es que también está muerta. Empújala un poco a ver si cae. –Qué va. Esta te aseguro que todavía tiene intacta la virginidad. No hace falta tapársela con cera. Poco antes de la apertura, Landard había colocado su dispositivo. Además de Gombrowicz, al que había situado junto a la puerta de Santa Ana para vigilar la entrada, había repartido por la nave a tres jóvenes tenientes de aspecto atlético, camuflados como fieles o como turistas de pacotilla, con el arma de servicio oculta en una riñonera. A intervalos regulares, un carterista pillado in fraganti pagaba el pato de esa concentración cuando menos inhabitual de fuerzas de policía en ese enclave tan tentador para el hampa parisina. Landard se había instalado a los mandos de la cabina de audio y vídeo de la catedral, situada encima de la sacristía. Ante la consola llena de diodos parpadeantes, con su walkie-talkie al alcance de la mano, el comandante, cual reyezuelo vigilando su reino, jugaba con las cámaras automáticas repartidas por toda la nave que habitualmente servían para filmar la misa solemne del domingo, que retransmitía la cadena católica kto. A su lado estaba Mourad, al que Landard había reclutado por así decirlo para que lo guiara por el mosaico de planos y de vistas de NotreDame desplegado ante él. Llegado el momento, Mourad sabría –al menos así lo esperaba Landard– señalar la cabeza rubia del sospechoso en alguna de las pantallas de control de la cabina, entre la multitud anónima de turistas. Los policías aguardaban desde el principio de la mañana, y la catedral entera, sumida en un continuo zumbido de murmullos, parecía contener el aliento, a la espera de aquel al que todo el personal de Notre-Dame llamaba ya «el ángel rubio». Un cura había venido a decir las dos misas matutinas, interpretando con curiosa falsedad un papel que sin embargo era el suyo desde hacía muchos años. El sacristán de servicio, los vigilantes, el personal de recepción, los guías voluntarios, las santurronas de la mañana, hasta los turistas venidos de la otra punta del mundo… Todos parecían comportarse cual autómatas, como ausentes, con la mirada vuelta hacia ese punto al que tampoco quitaba ojo Gombrowicz: el pórtico de Santa Ana, por el cual, más tarde o más temprano, según fuentes policiales, el principal sospechoso de un sórdido caso de asesinato entraría para caer en las redes de la brigada criminal. Mientras tanto, fuera, en la explanada, un equipo regional de France 3 instalaba su cámara para el informativo de mediodía, y no tardó en unírsele una furgoneta de la cadena LCI. –Landard para Gombrowicz… Landard para Gombrowicz… –Te escucho, Landard… –¿Todavía nada? –Japoneses, alemanes, más japoneses… –¿Dónde coño está, joder? Todos atentos, chicos… Algo me dice que el chaval no anda lejos… Sentado en una de las capillas del ala sur que bordeaban la gran nave, a unos metros apenas del crucifijo bajo el cual Gombrowicz revisaba su catecismo, el padre Kern esperaba. Esperaba a aquellos fieles, franceses o extranjeros, que quisieran hablar con un sacerdote. Unos años antes se había erigido en la capilla dedicada a la confesión una amplia jaula de cristal, supuestamente para asegurar silencio y confidencialidad tanto al confesor como al confesado. Desde entonces, los curas de la catedral llamaban a esta capilla «la pecera». Sentado al fondo de su pecera, el padre Kern esperaba: como casi todo el mundo esa mañana, esperaba a un joven de cabello rubio y rizado, de aspecto vagamente romántico y grácil, que dos días antes había atacado a una muchacha a golpes de crucifijo. La muchacha había sido hallada muerta, y el ángel rubio parecía estar metido en un lío bien gordo. Sentado ante su mesita de confesor sobre la que acostumbraba a colocar dos diccionarios, uno de inglés y otro de español, el padre Kern esperaba: esperaba la noche, que caería inexorablemente sobre la ciudad. Al cabo de unas diez horas como máximo, las marcas rojas volverían a invadirle los brazos, los tobillos y las pantorrillas, como el día anterior, pero esta vez irían acompañadas de una violenta subida de fiebre. Los dolores articulares, agudos, insoportables, serían sin duda para el día siguiente. Lo sabía ya por experiencia. El mal había vuelto, recorría su cuerpo noche tras noche, creciendo en intensidad con el transcurso de los días. ¿Cuánto tiempo duraría la crisis? Una semana, un mes, un año, el padre Kern no habría sabido decirlo. * * * Claire Kauffmann apenas había pegado ojo en toda la noche. Había mirado las horas pasar en la pantalla fluorescente de su despertador, dando vueltas en la cama sin cesar, entre suspiros, hasta tal punto que su gato Peanuts, que cada noche se acurrucaba junto a su dueña, había optado por cambiar la mullida suavidad del edredón por el suelo más tranquilo de la cocina. Por lo general, la joven fiscal adjunta conseguía dejar a las puertas de su habitación las imágenes acumuladas durante sus horas de permanencia en el Palacio de Justicia. Había visto de todo. Y había amueblado, decorado y concebido su habitación para que le ofreciera, lo que dura la noche, unas horas de amnesia y para que constituyera una fortaleza eficaz contra la violencia de la ciudad. La persiana metálica estaba siempre bajada. Las cortinas, de pesado terciopelo, siempre corridas. La puerta estaba acolchada. La moqueta era gruesa. En las paredes o sobre los estantes, recuerdos de infancia, dos o tres peluches, un par de zapatos de cintas blancas calzados una única noche, en el umbral de la adolescencia, objetos de los que le gustaba saberse rodeada cuando, sola en la oscuridad, se sentía aspirada al fondo de sus pensamientos, sus angustias y su memoria. Pero, esa noche, Claire Kauffmann no había logrado cubrir con el velo negro del sueño la imagen de esa virgen blanca hallada estrangulada en el suelo de damero de Notre-Dame. A la más mínima señal de adormecimiento, cada vez que su cuerpo parecía a punto de abandonarse, volvían a su cabeza las imágenes de la catedral. No las de su mañana de trabajo, no las de la investigación en curso, no las de un espacio lleno de la presencia tranquilizadora de uniformes y técnicos con mono blanco, iluminado por potentes focos que hacían desaparecer hasta el último rincón oscuro. Lo que veía Claire Kauffmann en cuanto cerraba los párpados, acurrucada en su cama, era la noche sin fin que las había precedido, los gritos de esa muchacha de blanco resonando en la negrura de esa inmensa iglesia, dejándola sin respuesta, sin auxilio, sola frente a su asesino. Era como si una mano de hierro la obligara, a ella, la fiscal de la República, a mirar el inmundo espectáculo de la muerte pasando por el cuerpo de una mujer, abriéndole las piernas, acariciando un sexo curiosamente lampiño y adolescente, y acercándole por fin una vela que vertía en su piel una luz obscena. Después, como un escalón más hacia el fondo de la pesadilla, Claire Kauffmann abandonaba su posición de espectadora; la mano que le sujetaba la muñeca, tan fuerte que a su vez ella sentía ganas de gritar, la obligaba a acercarse a esa silueta oscura que se afanaba sobre un cadáver vestido de blanco. Y, de pronto, la joven fiscal se daba cuenta de que el cabello de la víctima ya no era negro sino rubio, como el suyo, y acto seguido sentía los torpes tocamientos del asesino en su propia piel, la quemazón de la vela en sus propios muslos; trataba ella también de gritar, sin que su boca lograra emitir sonido alguno; trataba de debatirse, pero su cuerpo, como muerto, ya no le pertenecía. Por fin abría los ojos, jadeante, entre las sábanas húmedas de sudor, encendía la luz, trataba de llenarse de aire los pulmones, de sosegar su respiración y de aferrar con la mirada algún objeto familiar en las paredes de su habitación. Las mujeres tenían siempre que pagar el precio de las pulsiones de los hombres, sexuales o asesinas. Hasta en la muerte había tenido esa muchacha que padecer los ultrajes de un depravado. Con cera de cirio. Y ¿qué más? Sin contar las miradas intensas, ambiguas, de todos aquellos –agentes de policía, científicos, curiosos, turistas– que se habían sucedido alrededor de su cuerpo. Y el suplicio no había terminado del todo. Quedaba la autopsia, que todavía la desfloraría un poco más. Claire Kauffmann volvía a ver al forense, un buen profesional sin embargo con el que ya había coincidido varias veces en el pasado, rascarse el cuero cabelludo tras quitarse el guante de látex. Entonces, por enésima vez, daba vueltas en su cama y se acurrucaba aún más. Cuando por fin sonó el timbre del despertador, la fiscal se levantó de la cama aún grogui por su...



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