E-Book, Spanisch, 160 Seiten
Reihe: Minerva Mint
Puricelli Guerra La isla de Merlín
1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-675-6208-8
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 160 Seiten
Reihe: Minerva Mint
ISBN: 978-84-675-6208-8
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
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Autora, traductora y editora italiana, nacida en Milán. Estudió Historia Medieval en la Universidad de Milán, aunque su vocación varió hacia la literatura infantil, a la que se dedica de un modo u otro desde 1998. Vivió varios años en Londres, a la que considera su hogar literario, y donde a veces trabaja como traductora. En el año 2000 comenzó a colaborar con la editorial Fabbri y luego, de 2001 a 2004, también fue editora de Il Battello A Vapore. En la actualidad, además de escribir, edita y traduce como free-lance. Publicó su primer libro infantil en 2009, Principesse a Manhattan, al que siguió Un príncipe azzurro a Central Park, aunque su trabajo más destacado es la colección infantil de misterio y aventuras Minerva Mint, editada en español por SM y protagonizada por una niña pelirroja, una característica que destaca en sus personajes. La propia Elisa Puricelli tiene el cabello de este color, además de afirmar que su amor por los libros surgió a raíz de las historias de Pipi Calzaslargas, de Astrid Lindgren, que su madre le leía de pequeña. Entre sus aficiones, además de leer y escribir, le encanta el teatro. Prefiere escribir por la mañana, y si le preguntan por sus autores y obras favoritas de literatura infantil y juvenil, además de Lindgren, destacan Julio Verne, J. R. R. Tolkien, Neil Gaiman, Diana Wynne Jones Peter Pan, Mary Poppins y Alicia en el país de las maravillas, entre otros.
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Minerva saltaba alrededor de la cama calzando solo una bota. Llegaba tarde y, al pasar rápidamente delante del espejo, se dio cuenta de que se había puesto el vestido del revés, con las costuras a la vista.
-¡Uf! -resopló.
Se lo quitó de golpe y se lo volvió a poner del derecho mientras bajaba corriendo las escaleras.
La otra bota estaba en el salón número tres, debajo del sofá. Debía de haberla cogido alguno de los cachorros de zorro, porque tenía el borde totalmente mordisqueado. Minerva se la puso de todas formas. Eran sus botas de la suerte y ese día las necesitaba porque iba a llevar a cabo una importante expedición junto a sus amigos.
La ventana de la habitación favorita de Jengibre, Canela y sus cachorros, cinco preciosos zorros de pelaje leonado, estaba abierta. Fuera estaba amaneciendo y una tenue neblina inundaba el jardín. Era primavera, desde el mar se levantaba una dulce brisa salada y la pradera estaba salpicada de florecitas amarillas y rosas, aún húmedas de la noche.
Una gran lechuza blanca alzó el vuelo hacia el tejado e hizo:
-¡UH-UH!
-¡Hola, Augustus! -gritó Minerva asomándose.
La lechuza siguió elevándose, solemne y silenciosa como un fantasma, para reunirse con sus trece compañeras, que habían anidado en las muy torcidas chimeneas de la casa.
Minerva fue corriendo hasta el vestíbulo, ocupado en gran parte por una gigantesca armadura a la que le faltaban un brazo y una pierna, y abrió la puerta de la calle de par en par.
-¡Oh, no, se me ha olvidado! -exclamó mientras volvía a entrar.
Subió las escaleras, entró corriendo en su habitación y cogió algo de debajo de la almohada de una cama alta con cabecero de latón. Era su fiel tirachinas. Minerva lo observó un instante: lo había hecho con sus propias manos y se sentía muy orgullosa. Luego, se lo metió en el bolsillo. ¡Ahora sí que estaba lista para la expedición!
La señora Flopps iba de acá para allá por la pradera. Llevaba una de sus capas escocesas y una gorra que caía a un lado de la cabeza.
Llevaba un caballete bajo el brazo. Como cada mañana, inspiraba y espiraba profundamente el aire salino del océano para afrontar el nuevo día.
-¡Nos vemos para el té! -le gritó Minerva mientras corría hacia la cancela de la entrada-. ¡Voy a buscar un escondite con Ravi y Thomasina!
La señora Flopps, totalmente concentrada en la respiración, solo dijo:
-Mmm, vale, vale, muy bien.
Minerva corrió casi sin aliento por el atajo que descendía hasta el pueblo. Ese día no había tenido que preocuparse de que la pillara la «banda de Gilbert», que controlaba aquella parte del acantilado: Gilbert y su feroz perro mastín, Guillermo el Conquistador, estaban en Londres visitando a un tío.
Minerva celebró esa nueva libertad con unas cabriolas y después retomó la carrera. Sus rizos pelirrojos bailaban al viento como si quisieran expresar su alegría por aquel día magnífico.
Villa Lagartija, donde vivía Minerva, estaba enclavada en la cima del Peñasco del Almirante, un espolón de roca desde donde se disfrutaba de una vista magnífica sobre el mar verde turquesa y la costa de Cornualles. Se trataba de una antigua construcción que tenía cincuenta y cinco habitaciones. Los ventanales escudriñaban amenazantes el mundo y en toda la casa flotaba un aire de misterio. En el pueblo se rumoreaba que la habían construido contrabandistas y piratas y, de hecho, su situación era óptima para avistar los barcos de la marina inglesa y los veleros españoles cargados de doblones de oro.
El sitio donde había quedado con Ravi y Thomasina, la oficina de correos del agradable pueblo de Pembrose, estaba en el Paseo de los Ciruelos, la calle principal; allí también se encontraban La Raspa –que era la única fonda del pueblo–, la pequeña iglesia de piedra gris, la tienda de ropa de las señoritas Bartholomew y el consultorio del doctor Gerald.
El pueblo se encontraba muy animado porque estaba a punto de comenzar el Festival del Mar, una fiesta de todo lo que era típico de Cornualles: leyendas, comida, música y bailes. Coincidía con el comienzo de la temporada turística, cuando turistas armados con cámaras de fotos –que, además de en La Raspa, se alojaban en las casas de los lugareños– invadían las somnolientas callejuelas empedradas, flanqueadas por cottages pintados de blanco.
Abajo, en el puertecito, en la pequeña playa atestada de redes, cuerdas y nasas para la pesca de la langosta, ya se estaban montando los puestos del mercado de pescado.
Por la chimenea de La Raspa salía un hilo de humo verduzco. Timothy, el dueño, ya se había levantado y estaba cocinando su legendaria sopa de merluza a la pimienta, impregnando el aire de un hedor insoportable.
Ravi estaba esperando en el exterior de la oficina de correos con las manos metidas en los bolsillos del pantalón vaquero. Parecía impaciente y se apartaba con soplidos los cabellos demasiado largos que le cubrían los ojos.
Minerva llegó jadeando. Había venido corriendo todo el camino y estaba sin aliento. Se dobló en dos e intentó respirar. Cuando se sobrepuso, se dio cuenta de que había tres bicicletas apoyadas en la pared y lanzó a su amigo una mirada interrogativa.
-Estas son para Thomasina y para ti -le explicó él mientras señalaba las dos bicicletas que estaban en mejor estado. La suya era una chatarra de frenos chirriantes-. Las he pedido prestadas en el colegio. Solo para hoy -precisó-. Así podremos ir más lejos.
La cara pecosa de Minerva se iluminó y sus grandes ojos verdes brillaron de alegría. Nunca se había subido a una bicicleta. Con lo que sacaban de vender a los turistas los cuadros y las mermeladas de la señora Flopps, a duras penas conseguían mantener en pie Villa Lagartija, y no sobraba nada para comprar cosas maravillosas como una bicicleta.
Justo entonces, la madre de Ravi salió al umbral de la oficina de correos. Llevaba en la mano una gran cesta de picnic que desprendía un aroma delicioso.
-¡Os he preparado algo para comer! -anunció mientras sonreía a Minerva.
-¡Oh, gracias, señora Kapoor!
A Minerva le gustaba mucho la madre de Ravi. Le parecía guapísima. El largo pelo negro le caía suelto por la espalda. Tenía un puntito rojo en la frente y vestía el sari, el típico vestido de las mujeres indias. Siempre estaba alegre y de buen humor, aunque tenía que encargarse ella sola de la oficina de correos y de la única tienda de alimentación del pueblo.
La mujer ató la cesta al portapaquetes de la bicicleta de Ravi e hizo ademán de apartarle el oscuro pelo de la cara. Luego lo pensó mejor y solo dijo:
-¡Pasadlo bien, queridos!
Y entró de nuevo en la tienda, haciendo tintinear las campanillas de la cortina.
Ravi masculló un «gracias» y su gesto se volvió menos tenso. Estaba en una fase en la que ya no aguantaba las monerías de su madre.
-¡Eh, vosotros dos! -ordenó una voz a sus espaldas-. ¡No os atreváis a iros sin mí!
Ravi y Minerva se sobresaltaron.
-¡Thomasina, me has dado un susto de muerte! -protestó el muchacho.
-Muy mal: ¡quien forma parte de una sociedad secreta, como nosotros, siempre tiene que estar preparado para todo! -le reprochó Thomasina.
Estaba perfecta, como de costumbre, con un vestido vaporoso. Llevaba los rizos rubios sujetos por una cinta y calzaba unas bailarinas que parecían incómodas. Colgado del brazo llevaba su inseparable bolso, donde guardaba todo lo necesario para salir de un aprieto durante una aventura.
«Aventura» era, de hecho, la contraseña del Club de las Lechuzas, el club secreto que los tres habían fundado para resolver el misterio de los orígenes de Minerva y encontrar a sus padres.
Solo que en los últimos meses habían estado demasiado atareados como para ocuparse de ello.
Aparentemente, Pembrose era el pueblo de pescadores más tranquilo de todo Cornualles, pero, hay que ver, ¡siempre pasaba algo que requería la intervención del Club de las Lechuzas!
Aquel día, los tres amigos habían decidido salir de expedición para encontrar un escondite secreto. Al principio usaban el refugio de Minerva, un faro abandonado que se hallaba en una lengua de tierra bajo el Peñasco del Almirante; pero la banda de Gilbert lo descubrió y ya no era seguro, así que tenían que encontrar uno nuevo.
Thomasina sacó un mapa del bolso y señaló un punto justo en el centro del Páramo de Bodmin.
El páramo era un lugar desértico, una gran extensión de yermos promontorios de granito y brezo violeta. Estaba prácticamente deshabitado y no era recomendable adentrarse en él sin un guía.
-En mi opinión, este sería un sitio ideal para nuestro escondite... -propuso Thomasina-. La Colina del Caballero.
Ravi se acercó a mirar el punto que había señalado. Lo sabía: ¡justo el lugar más apartado de...