Prieto del Egido | La novela de la Patagonia | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 325 Seiten

Reihe: 1

Prieto del Egido La novela de la Patagonia

Viajes y aventuras australes hacia 1920
Edición Digital Revisada
ISBN: 978-84-941251-6-4
Verlag: 42 Links Ediciones Digitales
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Viajes y aventuras australes hacia 1920

E-Book, Spanisch, 325 Seiten

Reihe: 1

ISBN: 978-84-941251-6-4
Verlag: 42 Links Ediciones Digitales
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Harto de su vida y su trabajo en la gran ciudad, Germán decide emprender su gran aventura personal. Un espíritu joven en busca de nuevas experiencias en una tierra que se abre a la modernidad y que ofrece oportunidades de todo tipo. Germán descubrirá la libertad de las tierras amplias y semi salvajes, el aire limpio y libre de las tierras australes. Descubrirá los valores y tradiciones de sus primigenios habitantes, los indios, oprimidos y explotados por los blancos, los conquistadores, los nuevos propietarios. LA NOVELA constituye un magnífico fresco de la Patagonia de los años 1915-1930, de las tierras altas del Neuquén en un momento o clave de su cambio desde el abandono secular hacia los nuevos tiempos modernos. Es también un libro de viajes, ubicado en plena naturaleza, un continuo vagar por los paisajes abiertos, de una naturaleza salvaje e indómita como la raza que la habita. En cierto sentido es un libro de aventuras , de conflictos sociales, de luchas personales, de sucesos imprevistos que moldean la vida de Germán. Pero es también un libro de aventura personal, de cambio en la vida de un muchacho en sus mejores años, de sus experiencias y amarguras, de sus sueños e ilusiones, hasta convertirse en el gran escritor que aspira a ser.

IGNACIO PRIETO DEL EGIDO (Astorga 1895 - Buenos Aires 1966), fue un escritor, ensayista y poeta astorgano, afincado en Argentina. De familia de prósperos comerciantes, concluyó su carrera de Perito Mercantil en León y decidió emigrar a Argentina donde tenía parientes y amigos. Tras dos años en Buenos Aires, su espíritu aventurero le llevó a la Patagonia donde pasó 20 años. Habitó en diversos parajes del Chubut y Neuquén, para asentarse finalmente en Buta Ranquil donde vivió 12 años. Trabajó como tenedor de libros y 'bolichero' de compañías comerciales, experiencias que narra en 'La novela de la Patagonia'. Vivió de los números pero su gran pasión eran las letras y fue autor de poesía, teatro y ensayo, al tiempo que articulista en revistas y diarios. Escribió poesía: 'Canto de amor' (1919); 'De la vida '(1929); 'Nieve volada: poemas patagónicos' (1949). En obras de teatro: 'Vidas trágicas' (1935); y 'Tres obras patagónicas' (1946). Como ensayista: 'Bartolomé Mitre, figura universal' (1964). Redactó artículos para las revistas 'Claridad', 'La Chacra' y 'La Prensa'; y fue colaborador de 'La Nación' de Buenos Aires y de 'El Pensamiento Astorgano' hasta sus últimos años. Su obra más conocida 'La novela de la Patagonia' publicada en 1938, se reedita en segunda edición, revisada por su sobrina la Dra Julia Gómez Prieto.
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VI. HACIA SAÑI-CÓ


Después de un día de permanencia en Catan—Lil, Germán salió hacia Sañi—Có, a caballo, en un picazo ensillado con recado de bastos, sobre los que se acomodó con la ropa pueblera que llevaba. Como baquiano y acompañante iba con él un peón indígena.

Era la primera vez que Germán hacía una de esas jornadas de a caballo, y no sabía como hacer para sostenerse sobre los bastos y no perder a cada instante los estribos. El indio le daba lecciones de equitación. A cada poco le recomendaba:

—No aflojando piernas, patrún, apretando fuerte los bastos; no agachando, no aflojando riendas…

El picazo era manso, como que era viejo, y blando de boca además, por lo que galopaba sereno, sin alborotarse. No así el bayo que montaba el indio, que medio redomón y gordo como estaba, se alborotaba y pedía rienda insistentemente. El indio iba firme en las riendas para acompañar el galopito del picazo. Germán se detenía a cada poco, se afirmaba en los estribos y estiraba los encogidos pantalones y las acalambradas piernas; a la vez se retorcía e inclinaba a un lado y otro, cada vez más dolorido. El indio se desmontaba, tanteaba la cincha, le ayudaba a acomodarse y proseguían.

A cada rato, Germán preguntaba al indio cuanto habrían galopado ya y si faltaba mucho para llegar a Sañi—Có. El indio le indicaba siempre la distancia exacta, por conocer bien el camino y saber, además, calcularlo con precisión por estar familiarizado con la cordillera.

El indio animaba a Germán.

—Usted haciendo gaucho, patrún, ahora, —decía el indio, que como todos los de su raza, hablaba siempre en gerundio.

Germán se iba haciendo a los machucones y tanto por curiosidad, como por conversar de algo con el indio y acortar el viaje, le hacía mil preguntas.

—¿Cómo se llama usted? —fué la primera que le espetó.

—Pichimán, patrún.

—¿Pichimán?

—Si, patrún.

Luego de una pausa originada por un mal movimiento de Germán, que casi va al suelo, pues galopaba «como maleta 'e loco», se reanudó el diálogo:

—¿Cuantas leguas hay de Catan—Lil a Sañi—Có?

—Quince, patrún.

—¿Que quiere decir Sañi—Co?

—Agua del zorrino, patrún.

El indio a cada respuesta repetía con todo respetuosidad la palabra «patrún».

Se hizo el silencio. Germán calló un momento para considerar la curiosa circunstancia de ir acompañado por un indio araucano; de estar a solas, en un paraje tan solitario, con un indio de los que tan mala fama tienen entre los que no los conocen, y a los que tantos malones y fechorías injustificadas se les atribuyen. Luego meditó en los caprichos del destino, diciéndose mentalmente: «¡Quién me iba a decir a mi cuando estaba en el Banco Mercantil, en Buenos Aires, que, meses después, iba a cruzar estos desiertos a caballo con un indio al lado!» Y hasta pensó en la suerte que correría, si a aquel indio le diese la loca por dejarlo solo entre aquellos cerros, que eran más o menos iguales en todas las direcciones. Y en lo fácil que le sería al indio apartarlo un poco de la huella y dejarlo allí degollado entre peñascos, sin que nadie, nunca, diese con sus restos. Pero no podía pensarse eso de un hombre noble como Pichimán, que tenía el alma a flor de piel y que pertenecía a una raza resignada, que, como las abejas, sólo atacan cuando se les hostiliza, en verdadera actitud defensiva.

No, de ese hombre sano no podía esperarse eso. ¡Tal vez si se tratase de un producto de nuestra refinada civilización!… Desechó, Germán, pues, tales pensamientos y volvió a preguntar en seguida:

—¿Cómo se dice cristiano en su lengua?

—¿Cristianu? , patrún.

—, —repitió Germán—.¿Y casa?

—, patrún.

—¿Río?

—, patrún.

Y se fue enterando Germán de los siguientes nombres en indígena:

Piedra, ; lazo, ; mujer, ; hombre, ; cordillera, ; zorro, ; tigre, ; oveja, ; zorrino, ; guanaco, ; avestruz, ; pasto, ; agua, ; boleadora, ; pájaro, ; perro, ; nieve, ; sol, ; viento, ; recado, …

Se acercaba el mediodía y Germán sintió cierto cosquilleo en el estómago, que le hizo preguntar al indio:

—¿Y no hemos traído nada para comer?

—No, patrún, pero estando cerca casa Don Juan.

—¿Usted conoce a ese señor?

—Si, patrún.

—¿Y tardaremos mucho en llegar?

—Poco, patrún. Estando detrás aquella loma.

A simple vista la loma parecía próxima y a Germán le sonreía el alma, al pensar que encontrarían, por fin, una casa en el viaje, donde poder comer y descansar un rato. Y los caballos continuaban renovando paisajes, midiendo con su galope aquella amplitud inconmensurable, limitada por sierras andinas y llena de montañas y altibajos de todas las alturas, que parecía más bien un inmenso mar alborotado, cuyas empinadas olas se hubiesen petrificado repentinamente. Imperaba en torno a la más absoluta soledad y el más augusto silencio, que turbaban, tan solo, el tableteo de los caballos en su marcha, y los relinchos, que de tanto en tanto, partían de algunas tropillas y que el eco repetía y multiplicaba por el éter.

Germán interrogó al aborigen:

—¿Pero por aquí no hay casas ni árboles?

—No, patrún; pichi y piedras nomás.

Y de eso se componía el paisaje: de coironales, pichis, chilas y piedras abundantes.

El indio indicaba a cada momento el nombre del paraje en que se hallaban, así como señalaba desde muy lejos la aparición o huída de manadas de guanacos o avestruces. Germán nunca podía verlos sino cuando estaban muy próximos, en cambio el indio los distinguía a distancias increíbles. Y cuanto más trató después a los indios, más admiró Germán la vista de privilegio que tenían estos hombres acostumbrados a mirar a la distancia.

Por fin llegaron al rancho de Don Juan, viejo poblador del lugar, chileno, que invitó, según el uso, a desmontarse a los viajeros. El indio aflojó y removió las monturas a los mancarrones y les dio un poco de pasto seco ofrecido por el dueño de casa. Atendidos los caballos, el indio pasó a la cocina, donde los peones estaban mateando, y Germán a la pieza del dueño de casa. Comido y descansado que hubieron, jinetes y pingos, se dispusieron a reemprender el viaje.

Antes de despedirse de Don Juan, Germán, echó mano a la billetera y le preguntó cuánto debían. Don Juan soltó una sonora carcajada.

—No, amigazo, no es nada —contestó. En el campo no se cobra la comida.

—¿A nadie? —inquirió Germán.

—A nadie. Aquí la carne es abundante y barata y no valdría la pena cobrar un asado. Además es costumbre establecida en estos sitios. Hoy come usted en mi casa, mañana yo en la suya, y así sucesivamente.

—Pero entonces sería fácil por aquí el vivir sin trabajar.

—Si, efectivamente, hay gente que vive así, «tumbeando»; hoy una «tumba» aquí, mañana otra allá… pero son pocos. El campo invita al trabajo y el que más y el que menos quiere tener sus pilchas, sus caballitos, sus ovejitas. Y eso no se obtiene tumbeando, sino conchabándose. Germán asintió convencido, aunque sin penetrar bien lo de tumbear e ignorando en absoluto lo de conchabarse. Y se reanudó la marcha.

Al iniciarse de nuevo el viaje, Germán, se sintió más molesto y dolorido, en primer lugar por tener el estómago lleno, y luego, porque el descanso perjudicó sus machucones, sin duda por haberse enfriado. El indio y los caballos, en cambio, galopaban de mejor gana.

De tanto en vez, los avestruces y los guanacos, en tropillas, se cruzaban y corrían a perderse entre los riscos y las cumbres de los cerros. El indio tuvo una buena idea para entretener a Germán amenizando el viaje. Conteniendo el galope del caballo preguntó así a Germán:

—Patrún ¿queriendo que bolear avestruces?

Se adivinaba en tal pregunta los deseos del aborigen por tirar las boleadoras a los y la formulaba como pidiendo autorización para poner a prueba al bayo, que tenía aspecto de lijerón, al par que su habilidad para manejar las bolas.

—Bueno, cómo no —le autorizó Germán.

Y desatando el indio de los tientos las «tres marías», se dispuso para la prueba.

No se hizo esperar mucho, ciertamente, el momento propicio, pues al dar vuelta a la punta de una loma, que contorneaba el camino, y tras la que se extendía un espléndido mallín, se aparecieron dos avestruces.

El indio como una luz, apenas las divisó, clavó las púas al bayo a la vez que inició el revoleo de las boleadoras, y se lanzó vertiginosamente en persecución de una de las corredoras que no tardó mucho en estar al alcance de las avestruceras esgrimidas por Pichimán. A los doscientos metros, más o menos, de carrera desenfrenada, Germán vio desprenderse las boleadoras de la mano de su acompañante y enroscarse en las patas del avestruz, que rodó por el suelo. Germán se acercó al trotecito y se apeó para...



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