Pérez de Ayala | Belarmino y Apolonio | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 166, 192 Seiten

Reihe: Narrativa

Pérez de Ayala Belarmino y Apolonio


1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9816-270-7
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 166, 192 Seiten

Reihe: Narrativa

ISBN: 978-84-9816-270-7
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Con Belarmino y Apolonio (1921) empieza el segundo periodo estilístico de Ramón Pérez de Ayala. En esta etapa abandona el realismo en favor del simbolismo caricaturesco y el lenguaje se recarga con componentes ideológicos propios del ensayo. Belarmino y Apolonio analiza el tema de la duda trascendental en un alma profundamente religiosa. A través de esta obra Ramón Pérez de Ayala nos ofrece la doble perspectiva: filosófica (la de Belarmino) y poética (la de Apolonio) de la vida. La acción de la novela avanza entre digresiones sobre lo dionisíaco y lo apolíneo con enorme valor simbólico. La trama argumental relata la rivalidad entre los dos zapateros que dan nombre a la novela -uno, disparatadamente gongorino; el otro, dramaturgo aficionado-. Estos personajes, más que una ejemplificación de dos teorías contrapuestas, representan diferentes perspectivas para interpretar el pequeño universo en el que se mueven. La humanidad y complejidad de Belarmino y Apolonio es contemplada por el autor con una lente crítica y a la vez humorística. Por demás, el romance quebrado que mantienen la hija del primero, Angustias, y el hijo del segundo, el seminarista Pedro (o Guillén) da para mucho.

Ramón Pérez de Ayala
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PRÓLOGO. EL FILÓSOFO DE LA CASAS DE HUÉSPEDES


Don Amaranto de Fraile, a quien conocí hace muchos años en una casa de huéspedes, era, sin duda, un hombre fuera de lo común, no menos por la traza corporal cuanto por su inteligencia, carácter y costumbres. Algún día quizá se me ocurra referir por lo menudo lo que hube de averiguar de su vida, y sobre todo recoger por curiosidad sus doctrinas, opiniones, aforismos y paradojas; de donde pudiera resultar un libro que si no emula las «Memorabilia» en que Jenofonte dejó reverente y filial recuerdo de su maestro Sócrates, será de seguro porque ando yo tan lejos de Jenofonte como don Amaranto se aproximaba, tal cual vez, a Sócrates: un Sócrates de tres pesetas, con principio. Pero todo esto no conviene ahora a mi propósito.

Cuando yo le conocí pasaba ya de los sesenta este varón extraordinario.

Había vivido veinte años en la misma casa de huéspedes, aquella en donde yo di con él, y otros veinticinco en otras muchas casas de huéspedes. Es decir, que se había pasado la vida en casas de huéspedes. La tal casa, en donde al Destino plugo juntarnos pasajeramente, era repugnante de todo punto. Pasé allí solo dos meses, y eso porque la simpatía y deleitoso magisterio de don Amaranto me persuadieron a dilatar mi estada. Su irónica pedantería y pintoresca erudición me encantaban; pero lo que más me movía a venerar a don Amaranto era el hecho de que hubiera permanecido tantos años en semejante alojamiento, soportando como si tal cosa, sin perder de romana en lo físico ni la ecuanimidad interior, privaciones, entrometimientos, escándalos, desaliños, ponzoñas; en suma, un trato miserable y homicida. Y es que había profesado pertenecer a las casas de huéspedes, como a una orden religiosa, y hecho voto de pupilaje perpetuo. Él mismo me lo declaró un día, de sobremesa. Digo de sobremesa, que no de sobrecomida. Un detalle de las sobremesas de aquella casa, es que no había palillos de dientes; no por razones de economía, ni menos por escrúpulos de aseo y urbanidad, como es uso entre anglosajones, los cuales consideran el acto de mondar las rendijas de la dentadura como una necesidad de orden vergonzoso y clandestino, sino porque no había ocasión, y por ende los palillos holgaban. Condumios y viandas eran los primeros harto fluidos y las otras de estructura demasiado coherente y compacta para la herramienta dental humana, de manera que no permanecía residuo alguno entre los dientes.

—En el Ática —me dijo aquel día de sobremesa don Amaranto, ostentando didácticamente un tenedor de peltre, al modo de férula— se iba a buscar la sabiduría al mercado o bajo el pórtico de Júpiter Liberador, donde Sócrates, con palabra ligera y gesto sonriente, parteaba, como avezada comadrona, el alumbramiento de las ideas; al huerto umbrátil de Academo, donde Platón, de hombros anchos y labios melifluos, empollaba en las almas jóvenes los alados anhelos con que volasen de lo sensible a lo absoluto; en el Liceo, donde el seco Estagirita desmontaba en piezas la máquina del mundo, y mostraba sus relaciones, ensambladuras y modo de funcionar. En la Edad Media, los silos del saber de entonces y de lo poco que de la antigüedad aún quedaba fueron los monasterios. Luego, la ciencia se acogió a las universidades. En nuestros días, la mejor universidad, el verdadero convento, el más cumplido liceo, el más poblado huerto de Academo, y el más genuino trasunto del pórtico de Júpiter Liberador y del clásico mercado, todo esto es, amigo mío, la casa de huéspedes española, señaladamente la madrileña. La Naturaleza es un libro, ciertamente; pero es un libro hermético. La casa de huéspedes es un libro abierto. No se necesita sino saber leer, que es bien poca cosa. Ahora, que para morar de por vida en casas de huéspedes, como para profesar en una orden religiosa, necesítase asimismo una cualidad rara, aunque no tan rara entre españoles: vocación ascética. En las casas de huéspedes no cabe dar pábulo ni satisfacción a ningún linaje de voluptuosidad o apetencia de la carne mortal. El español tiene la piel tan recia, las entrañas tan enjutas y los sentidos tan mansuetos, que es ya asceta innato y por predestinación; ninguna aspereza le mortifica y apenas si hay placer sensual que apetezca, como no sea el genésico, y ése en su forma más simple y plena, el cual así considerado, aunque el vulgo ibérico lo denomine amor, y hasta el gran Lope de Vega escribió que no hay otro amor que éste que por voluntad de natura se sacia con el ayuntamiento de los que se desean, no es sino instinto y servidumbre, común a hombres y bestias, con que cumplimos en la propagación de la especie; en tanto el hombre, en sus placeres exclusivos, selecciona por discernimiento, que no por instinto, el objeto o propósito hacia donde se encamina, y perfecciona por educación los medios de alcanzarlo y el arte de gustarlo. Un placer humano, aunque de la más baja jerarquía, es el de la mesa. Los animales comen el alimento en crudo. El hombre hace pasar el alimento por la cocina; lo condimenta, lo sazona, le infunde sabores varios y sutiles. El buey come hierba ahora como en la edad de piedra, y la rumia como entonces, sin haberle añadido complicaciones ni gustos nuevos. En cambio, la ciencia y el arte culinarios son evolutivos y perfectibles; en Maxim, de París, no se come como se comía en las cavernas. Sí, amigo mío; el español es asceta «a nativitate». Por eso en España hay incontable número de conventos y casas de huéspedes, en los cuales se perpetúan bodrios y condumios cavernarios, cuando no se apenca con el alimento en crudo. Cierta vez me propuse acometer una investigación científica de sociología comparada, y aun de etnografía, tomando como tema y punto de arranque las casas de huéspedes en España y en las naciones extranjeras. Después de prolijas experiencias y estudios, llegué a este resultado inconcuso: la casa de huéspedes es una institución típicamente española, algo así como la lidia de reses bravas en coso, el cocido y el cultivo de las verrugas pilosas con fines estéticos. Entre el «boarding-house» inglés, la «pensión de famille», francesa o suiza, la «pensione» italiana, la «pensionshaus» alemana y la casa de huéspedes madrileña, hay tanta semejanza como entre el Támesis, el Sena o el Tíber, de una parte, y de otra el Manzanares; y en este parangón le corresponde el papel de Tíber, Sena o Támesis a la casa de huéspedes, claro está. El «boarding-house» inglés es un pequeño museo de figuras de cera, un número del «Punch», un breve repertorio de caricaturas, ya que los britanos, casi sin excepción, condúcense socialmente con fría y cómica simplicidad y rehuyen efusiones e intimidades. La pensión suiza, una cantina de estación; todos están de paso y ausentes entre sí. La «pensione» italiana, alhóndiga de interjecciones y de lugares comunes artísticos («¿han visto ustedes ya “La Primavera”, de Sandro Boticelli? ¡Ah!», exclama una pintora sueca, de volumen ciclópeo, en tanto ingurgita, con remilgo y primor, cucharadas de «minestrone». «¡Ah!», repite un yanqui de pecho abultado, como palomo buchón, que tiene voz de barítono y está adoctrinándose en el «bell canto», con miras económicas, por ver de ganar tanto como Caruso. «Pues, ¿y los frescos del Giotto? ¡Oh!», interpone una provecta dama rusa, que tiene ante sí un libro de Ruskin, abierto y apoyado sobre una panzuda botella de «Chianti»); vivero de filisteos estetas, de fementidos émulos de Apeles y Fidias y de presuntas estrellas operáticas, que con aullidos y fermatas martirizan al huésped sosegado e inofensivo. La «pensionshaus» alemana, reducido «pandemónium», o sea, lugar consagrado al culto de la democrática Afrodita tudesca, de cadera copiosa y relevado seno. Algunas pensiones familiares francesas justifican, en efecto, su título, mediante ciertas virtudes y todos los defectos de la vida familiar, y conservan la mesa única, la mesa redonda, que en la casa de huéspedes española es de rigor. En todos aquellos hospedajes y albergues forasteros no niego que se aprende algo; pero ese algo es anecdótico, superficial, inconexo, al modo de las monografías de la ciencia experimental. Mas la casa de huéspedes es enciclopedia de las ciencias, es «summa», es biblia. Hace ya no pocos lustros, durante mi noviciado como pupilo de casa de huéspedes, entablé pronta amistad con otro pensionista, estudiante de medicina, quien primero suscitó mi curiosidad hacia los misterios hipocráticos y luego me inició en ellos. Con él asistí a un parto, en San Carlos. Hay dos espectáculos que el hombre debe presenciar alguna vez: uno es la salida del Sol; otro es un parto. El primero nos enseña a respetar la idea de Dios; el segundo, a respetar a la mujer. Creo que la razón de que en los matrimonios españoles no se acate lo debido a la mujer estriba en que es uso entre comadrones y comadronas impeler y aun constreñir al padre a que permanezca fuera del recinto en donde se verifica el doloroso misterio. De esta suerte, el marido ignora por qué la maternidad es sacramento, martirio y santificación. La mujer, advierte San Agustín, «nisi mater, instrumentum voluptatis»; o vemos en ella la madre, o nos rebajamos a tomarla como mero instrumento de voluptuosidad. Cuando sucede esto último y del misterio de la maternidad el hombre no hace cuenta sino de los fugitivos instantes de epilepsia que acompañan a la cópula, al acto de engendrar y concebir, entonces el esposo envilece a la esposa, y ¿cómo ha de respetar aquello que envilece? Prosigo. Estudié bastante tiempo la medicina, libremente y conforme mi arbitrio. Desde aquel punto, siempre he estado suscrito a alguna revista médica. Lo primero es el conocimiento del hombre físico,...



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