E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Reihe: Literatura
Potok Mi nombre es Asher Lev
1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-9920-747-6
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Reihe: Literatura
ISBN: 978-84-9920-747-6
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
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Asher Lev es un niño judío observante que pertenece a una familia profundamente religiosa.
Asher Lev también tiene un don: es un genio que no puede dejar de pintar el mundo que ve y siente. Pero en este don está la semilla del conflicto con lo que más quiere: su familia y su comunidad.
En esta novela conmovedora y visionaria, Chaim Potok realiza un agudo retrato del artista y de su mundo. Todo un clásico moderno.
El rabino y escritor Chaim Potok (nacido con el nombre de Herman Harold), nació el 17 de febrero de 1929, en el Bronx. Sus padres eran judíos inmigrantes de Polonia, y le facilitaron una educación ortodoxa que le llevó a aprender el Talmud tan bien como las materias seculares. En 1950 acabó sus estudios de Literatura Inglesa en la Universidad Yeshiva, se ordenó como rabino y se doctoró en Filosofía por la Universidad de Pennsylvania. Se unió a las fuerzas armadas estadounidenses y sirvió en Corea del Sur de 1955 a 1957. Este tiempo en Corea le transformó, haciéndole cuestionarse algunas de las cosas en las que creía. De 1964 a 1975, editó la publicación Conservative Judaism, y también fue editor, desde 1965 hasta 1974, de la Jewish Publication Society (Sociedad de Publicaciones Judías). Entre sus obras más conocidas se encuentran Los Elegidos, que recibió varios premios y fue llevada al cine, La promesa, editada por Encuentro, y la serie de Asher Lev. Además de su trabajo en los campos de la teología, la historia y la literatura, fue también pintor. Chaim Potok falleció en Pensilvania, el 23 de julio de 2002.
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Mi nombre es Asher Lev, el Asher Lev de quien tanto habéis leído en periódicos y revistas, de quien tanto habláis en vuestras cenas de negocios y cócteles, el famoso y legendario Lev de la Brooklyn Crucifixión. Soy un judío consecuente. Sí, los judíos consecuentes no pintan crucifixiones, por supuesto. De hecho, los judíos consecuentes no pintan en absoluto, al menos de la manera en que yo pinto. Se han dicho y escrito palabras tan fuertes sobre mí, se han generado tantos mitos: soy un traidor, un apóstata, alguien que se odia a sí mismo, alguien que inflige vergüenza a su familia, a sus amigos, a su pueblo. Me burlo de ideas que son sagradas para los cristianos, soy un manipulador blasfemo de usos y costumbres respetados por los gentiles durante dos mil años. Bien: no soy nada de eso. Y sin embargo, confieso con toda honestidad que mis acusadores no están completamente equivocados: soy, de alguna manera, todo eso. El hecho es que los chismes, rumores, mitos e historias de los periódicos no son vehículos adecuados para la comunicación de los diversos matices de la verdad, esas sutiles tonalidades que constituyen, a menudo, los verdaderos elementos cruciales de una cadena causal. Así que ha llegado el momento de la defensa de una larga sesión de desmitificación. Pero no me disculparé. Es absurdo disculparse por un misterio. Y de eso se ha tratado durante todo el tiempo: un misterio de la especie en que piensan los teólogos cuando hablan de conceptos como milagro y prodigio. Por cierto, todo comenzó como un misterio, ya que en los antecedentes de mi familia no había ninguna indicación de que yo pudiera venir al mundo con un don singular e inquietante. Mi padre podía seguir las huellas de su familia durante siglos, hasta los tiempos de la Peste Negra de 1347, que destruyó cerca de la mitad de la población de Europa. El tatarabuelo de mi padre fue, durante su juventud, administrador de vastas extensiones de tierra pertenecientes a un noble parrandero ruso que a veces, cuando estaba borracho, mataba siervos de la gleba; en una oportunidad, durante una violenta borrachera, incendió un villorrio y murió toda la población. Ya ves cómo se comportan los goy1 me decían mi padre y mi madre. Así se comportan. Representan el mal y pertenecen al otro lado. Los judíos no nos comportamos de semejante manera. El tatarabuelo de mi padre transformó esas extensiones de terreno en fuente de inmensa riqueza tanto para su empleador como para sí mismo. Al alcanzar la madurez, comenzó a viajar. ¿Por qué viajaba tanto?, preguntaba yo. Para llevar a cabo buenas acciones y traer a este mundo al Maestro del Universo, me respondía mi padre. Para encontrar gente necesitada y consolarla y ayudarla, me decía mi madre. Me hablaron tanto de él durante mi primera infancia, que comenzó a aparecer en mis sueños con mucha frecuencia: un hombre de dimensiones míticas, alto, de barba oscura, poderoso de cuerpo y alma, brillante, un mecenas que mantenía academias, un viajero legendario, autor de la obra hebrea Viajes a tierras lejanas. El gran hombre penetraba en mis sueños y se hacía eco de las quejas de mi padre sobre la última pared vacía que yo había decorado y los márgenes de imágenes sagradas que yo había llenado de dibujos. No era ningún placer despertarse después de haber soñado con ese hombre. En mi boca quedaba un sabor a trueno. El padre de mi padre, cuyo nombre llevo, fue un erudito que se recluyó durante su juventud y madurez, un habitante de las salas de estudio de sinagogas y academias. Nunca me lo describieron, pero lo imaginé delgado de cuerpo y con una gran cabeza, con los párpados hinchados por la falta de sueño, la cara pálida, los labios secos, las venas azules corriendo por sus mejillas y sus sienes. Durante su juventud mereció el apodo de «ilui», genio, un término que no otorgan ligeramente los judíos de la Europa Oriental. Cuando tenía veinte años era conocido como Genio de Mozyr, nombre de la ciudad rusa en que vivía. Poco después de cumplir cincuenta años abandonó Mozyr, abrupta y misteriosamente, con su mujer y sus hijos. Llegaron a Ladov y se convirtió en miembro de la Secta Hasidi Rusa, presidida por el Rabino de Ladov. Comenzó a viajar por toda la Unión Soviética como comisario del rabino. ¿Por qué viajaba tanto?, pregunté una vez. Para traer al mundo al Maestro del Universo, replicó mi padre. Para encontrar personas que necesitaran ayuda, dijo mi madre. Un sábado por la noche, mientras volvía a casa desde la sinagoga, fue asesinado por un borracho que esgrimía un hacha. Por alguna razón, mi abuelo había olvidado que era la noche anterior a Pascua. Mi madre proviene de una familia de importantes hasidis de Sadegerer, piadosos judíos seguidores de la gran dinastía hasidi de Europa Oriental, fundada por Israel de Rizhin. En su rama paterna, mi madre puede seguir las huellas de su familia hasta el Rabino de Berdichev, uno de los más sagrados entre los directores hasidis. En lo que respecta a su rama maternal, el árbol genealógico está compuesto por grandes eruditos y se remonta hasta las matanzas de Chmelnitzki, en la Polonia del siglo XVII, donde se desvanece envuelto en sangre y muerte. Así, el pequeño Asher Lev —nacido de Rivkeh y Aryeh Lev, en 1943, en el sector de Brooklyn conocido como Crown Heights— fue el punto de unión de dos importantes ramas de familia, el ápice, por así decirlo, de un triángulo seminal con potencialidad judía y cargado de responsabilidad judía. Pero, además, había nacido con un don. *** No recuerdo el momento en que comencé a usar ese don. Pero puedo rememorarme, a la edad de cuatro años, empuñando con firmeza mi lápiz de niño y transfiriendo el mundo circundante a hojas de papel, márgenes de libros, espacios vacíos de la pared. Me veo pintando los contornos de ese mundo: mi estrecha habitación, la cama, el tocador, el escritorio y la silla del tipo «píntelos usted mismo», la ventana abierta al patio de cemento. También nuestro apartamento, las blancas paredes y los suelos cubiertos de alfombras y el retrato del rabino cubierto por un gran marco, cerca de la ventana de la sala. La ancha calle que era Brooklyn Parkway, sus ocho carriles de circulación, el ladrillo rojo y la piedra blanca de las casas, las claras franjas de cemento que bordean las viviendas, los baches ocasionales en el asfalto. La gente de la calle, los hombres de barba, viejas mujeres chismeando en los bancos bajo los árboles, pequeños niños con gorros por debajo de los que asomaban los rizos, jóvenes esposas con vestidos de manga larga y pelucas de fantasía. Todas las mujeres casadas de nuestro grupo cubren su cabello natural con pelucas por razones de pudor. Crecí rodeado de carbonillas y cubierto de lápices. Mis mejores compañeros Eberhard Faber y Caran d’Ache. Lavarme antes de las comidas constituía una empresa cósmica. Recuerdo haber dibujado a mi madre. Nacida en Crown Heights, y criada por una familia de alto rango social en la aristocracia Ladover, había asistido a una escuela de niñas que empleaba ese sistema, y se había casado con mi padre una semana después de graduarse en la escuela secundaria. Cuando yo nací tenía diecinueve años y me parecía más una hermana que una madre. Recuerdo mis primeros dibujos del rostro de mi madre: nariz recta bastante larga, ojos pardos claros, pómulos salientes. Era pequeña y liviana; sus brazos eran delgados y de piel tersa, sus dedos largos y de delicados huesos. Su rostro era suave y olía a jabón. Me encantaba sentir su cara cerca de la mía cuando me oía recitar el Krias Shema antes de cerrar los ojos para dormirme. Recuerdo esos primeros años de mi vida, esos primeros años de mis esfuerzos con los lápices, las plumas y las tizas. Fueron años muy dichosos: la risa nos brotaba con facilidad a mi madre y a mí. Jugábamos. Dábamos largas caminatas. Era una apacible hermana mayor. La dibujé caminando conmigo por Brooklyn Parkway, con el cuello de su abrigo hasta el mentón, las mejillas sonrojadas por el viento otoñal; los redondos lunares rosados contra la tersa piel clara de su rostro. En el invierno, la dibujé arrojando bolas de nieve a los árboles que delineaban la amplia avenida, los movimientos de sus brazos parecidos a los de una criatura. A menudo corríamos juntos atravesando la ventisca, pateando la nieve con nuestros chanclos, que también dibujé. —¡Oh, qué hermoso! —me dijo repentinamente, mirando el dibujo donde aparecía saltando sobre la nieve—. Me gusta éste, Asher. Has reflejado muy bien la nieve. ¡Qué salto! ¿Salté así? Parece que estuviera volando. En primavera, a veces íbamos a remar a Prospect Park, no muy lejos de donde vivíamos. Era una remera bastante torpe y reía nerviosamente cada vez que caía hacia atrás en su asiento por el empuje de los remos. Pero de todos modos íbamos, y yo a menudo llevaba mis lápices y papeles y la dibujaba mientras remaba y también dibujaba el agua bajo el cielo y los movimientos de la superficie sacudida por sus poco expertos golpes de remo. —Asher, no está bien que dibujes a tu mamá así. —Pero fue el momento en que te caíste en el bote, mamá. —No está bien. No es muy respetuoso. Aunque la playa está muy bonita. ¿Cómo la hiciste? —Usé arena de la playa, mamá. ¿Ves la arena? En verano la dibujé con sus livianas blusas de...