Plutarco | Consejos a los políticos para gobernar bien | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 341, 193 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Plutarco Consejos a los políticos para gobernar bien


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16854-74-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 341, 193 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-16854-74-5
Verlag: Siruela
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¿Un Gobierno o un buen gobierno? Un manual clásico para políticos modernos. «En primer lugar, no se debe elegir la política por un impulso repentino, por no tener otras ocupaciones o por afán de lucro, sino por convicción y como resultado de una reflexión, sin buscar la propia reputación, sino el bien de los demás». En estos lúcidos tratados, Plutarco, una de las más destacadas figuras del pensamiento helénico, ofrece una serie de acertados consejos para gobernar con ecuanimidad. Y es que entonces, como en nuestros días, la cuestión no residía tanto en que hubiese o no quien dirigiera los asuntos de Estado, sino en tener un buen gobierno y unos buenos gobernantes.

Plutarco nació en Queronea (Beocia), en la Grecia central, y vivió y desarrolló su actividad literaria y pedagógica entre los siglos I y II d. C., cuando Grecia era una provincia del Imperio romano. Se educó en Atenas y visitó, entre otros lugares, Egipto y Roma, relacionándose con gran número de intelectuales y políticos de su tiempo. Ocupó cargos en la Administración de su ciudad, donde fundó una Academia de inspiración platónica, y fue sacerdote en el santuario de Delfos.

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A un gobernante falto de instrucción
1. Los habitantes de Cirene1 pidieron a Platón2 que les dejara escritas unas leyes y les organizara su forma de gobierno, pero él lo rechazó, alegando que era difícil dar leyes a los cireneos, ya que tenían tan alto grado de prosperidad. «Pues nada hay tan arrogante», cruel e ingobernable, «por naturaleza, como un hombre»3, cuando posee lo que presuntamente es la prosperidad. Por eso es difícil dar consejos sobre asuntos de gobierno a los gobernantes. Ellos, en efecto, temen aceptar a la razón como guía, no sea que les recorte los privilegios de su poder, haciéndolos esclavos del deber. Pues no conocen la respuesta de Teopompo4, rey de los espartanos, que fue el primero en asociar a los éforos5 con los reyes, cuando, después de haber sido reprochado por su mujer, porque dejaba a sus hijos un poder menor que el que él había recibido, le dijo: «En todo caso, mayor, en cuanto que también es más seguro». Porque él, habiendo abandonado lo excesivo y absoluto, evitó a la vez la envidia y el peligro. Con todo, Teopompo, al desviar hacia otros el vasto caudal de su autoridad, cuanto entregaba a los otros se lo quitaba a sí mismo, mientras que la razón que procede de la filosofía se convierte en consejero y guardián para el gobernante, como si de una buena salud se tratara, y, librando a su poder de lo inestable, deja lo que es sano. 2. La mayoría de los reyes y gobernantes, que no son inteligentes, imitan a los escultores torpes, que piensan que sus estatuas colosales parecen grandes y fuertes, si las modelan con las piernas muy separadas, con los músculos tensos y con la boca bien abierta; estos gobernantes, en efecto, creen que con la firmeza de su voz, con la dureza de su mirada, con malas maneras y con una vida insociable imitan la grandeza y la majestad del poder, aunque en nada se diferencian de las estatuas colosales, que, por fuera, tienen la forma de un héroe o de un dios, pero, por dentro, están llenas de tierra, piedra y plomo; excepto que, en el caso de las estatuas, estas cargas las mantienen siempre derechas, sin inclinarse, mientras que los generales y gobernantes faltos de instrucción, por su ignorancia interior, con frecuencia se tambalean y se caen, pues, al construir su gran poderío sobre una base que no está bien asentada, se inclinan con ella. Y así como una regla, si es rígida e inflexible, endereza del mismo modo a las demás cosas, si se les aplica y yuxtapone, haciéndolas semejantes a ella, de la misma forma el gobernante debe conseguir primero el dominio sobre sí mismo, dirigir rectamente su alma y conformar su carácter, y, de este modo, hacer que sus súbditos se acomoden a él, porque, sin duda, uno que está caído no puede enderezar a otros ni, si es ignorante, enseñar ni, si es desordenado, ordenar, o, si es indisciplinado, imponer disciplina, o gobernar, si no está bajo ninguna norma. Mas, la mayoría cree neciamente que la primera ventaja de gobernar es el no ser gobernado. Así, el Rey de los persas creía esclavos suyos a todos, excepto a su propia mujer, de la que él, sin embargo, debía sobre todo ser su dueño. 3. ¿Quién, entonces, gobernará al gobernante? La «ley, rey de todos, mortales e inmortales»6, como dijo Píndaro, no una ley escrita afuera, en libros o en tablillas de madera7, sino la razón que vive en el gobernante, que habita siempre con él y lo vigila, no deja nunca su alma sin su liderazgo. El Rey de los persas tenía encargado especialmente a uno de sus chambelanes para que, por la mañana, entrara en su habitación y le dijera: «Levántate, mi rey, y piensa en los asuntos de los que el gran Oromasdes8 ha querido que tú te ocupes». Pero la voz que siempre le dice y recomienda esto está dentro del gobernante instruido y sabio. En efecto, Polemón9 decía que el amor era «un servicio de los dioses para el cuidado y la conservación de los jóvenes». Y se podría decir con mayor propiedad que la divinidad se sirve de los gobernantes para el cuidado y la conservación de los hombres, para que de las cosas bellas y buenas, que la divinidad da a los hombres, ellos unas las distribuyan y otras las guarden. ¿Contemplas tú la profundidad de este cielo infinito, que abraza la tierra con sus húmedos brazos?10 Él deja caer los principios de las semillas apropiadas; y la tierra las hace brotar; unas crecerán con las lluvias, otras con los vientos, otras calentadas por los astros y por la luna, pero el sol adorna todas las cosas y a todas les comunica el hechizo que brota de él. Mas, de todos estos dones y bienes, tan grandes y tan excelentes, que los dioses otorgan generosamente, no se puede disfrutar o disponer correctamente sin ley, sin justicia o sin un gobernante. La justicia es el fin y la meta de la ley, pero la ley es obra del gobernante y el gobernante es la imagen de la divinidad, que ordena todas las cosas, que no necesita de un Fidias11 ni de un Policleto12 ni de un Mirón13 que la esculpa, sino que él, por su virtud, se forma a sí mismo a semejanza de la divinidad y crea la estatua más bella y más digna de un dios. Y así como en el cielo la divinidad ha colocado al sol y la luna como la más bella imagen de sí misma, del mismo modo, en las ciudades, el gobernante «que a la manera de la divinidad mantiene las decisiones justas»14, esto es, el que tiene la sabiduría de la divinidad en su mente, no un cetro ni un rayo ni un tridente, como algunos gobernantes se hacen representar en esculturas y pinturas, haciendo odiosa su locura, por su quimérica pretensión, ya que la divinidad se indigna con los que imitan sus truenos, sus relámpagos y los rayos que lanza, pero con los que imitan su virtud e intentan asemejarse a ella en su excelencia y filantropía se alegra y los hace prosperar y participar de su equidad, justicia, verdad y dulzura. Nada hay más divino que estas virtudes, ni el fuego ni la luz ni el curso del sol ni los ortos y los ocasos de los astros ni su eternidad e inmortalidad. Pues la divinidad no es feliz por la duración de su existencia, sino por el gobierno de su virtud. Esto es, en verdad, divino, pero también es excelente lo que es gobernado por su virtud. 4. Anaxarco15, en efecto, intentando consolar a Alejandro, que sufría un gran dolor por la muerte de Clito16, dijo que la Justicia y el Derecho son compañeros de Zeus, para que todo lo que haga un rey parezca lícito y justo. En cambio, de forma incorrecta e inútil intentaba curar su arrepentimiento por los errores cometidos, animándolo a reincidir. Pero, si es preciso hacer conjeturas sobre estas cosas, Zeus no tiene como compañera a la Justicia, sino que él mismo es la Justicia y el Derecho, y la más antigua y la más perfecta de las leyes. Los antiguos así lo dicen, escriben y enseñan que sin la Justicia ni el mismo Zeus es capaz de gobernar bien. «Hay una virgen», según nos dice Hesíodo17, incorruptible, que vive con honor, prudencia y sencillez, por lo cual a los reyes los llaman «respetables»18, pues conviene, sobre todo, que sean respetados los que menos tienen que temer. Pero es preciso que el gobernante tema más hacer el mal que sufrirlo, pues lo primero es la causa de lo segundo, y este miedo del gobernante es humano y no está falto de nobleza temer que sus súbditos sufran sin él saberlo, como los perros vigilan penosamente los rebaños en el aprisco, cuando han oído a una fiera de crueles entrañas19, no por ellos mismos, sino por aquellos a los que ellos guardan. Epaminondas20, en una ocasión en la que los tebanos corrían en tropel a un festival y se daban sin moderación a la bebida, inspeccionaba él solo los arsenales y los muros, diciendo que se mantenía sobrio y despierto para que les fuera posible a los otros beber y dormir21. Y en Útica Catón22 ordenó enviar a todos los supervivientes de la derrota23 a la costa y, habiéndolos embarcado y pedido para ellos una feliz travesía, volvió a su casa y se mató con su espada, intentando enseñar a qué cosas debe el gobernante tener miedo y cuáles debe despreciar. Y Clearco24, tirano del Ponto, solía meterse en un cofre y dormir allí como una serpiente, y Aristodemo de Argos25 subía a una habitación elevada que tenía una puerta corredera y, colocando encima de ella su cama, dormía en ella con su concubina. La madre de esta retiraba desde abajo la escalera, que volvía a traer y poner por la mañana. ¿Podéis imaginaros cómo debía temblar en el teatro, en el palacio, en el Senado, en el banquete ese personaje que había hecho de su dormitorio una prisión? Pues, en realidad, los reyes temen por sus súbditos, pero los tiranos temen a sus súbditos; por eso, con el poder, aumentan su temor, pues temen a más personas, al tener poder sobre más súbditos. 5. Pues no es probable ni apropiado, como dicen algunos filósofos, que la divinidad esté mezclada con una materia que padece toda suerte de accidentes y con unos actos sometidos a innumerables necesidades, azares y cambios. Antes bien, arriba, en alguna parte, junto a la naturaleza, que, según los mismos principios, se mantiene eternamente idéntica, la divinidad está sentada sobre pedestales sagrados26, y, como dice Platón27, «dando vueltas conforme a su naturaleza, cumple derechamente su camino». Y así como el sol, su más admirable imagen en el cielo, parece como su representación a través de un espejo para aquellos que son capaces...



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