AUTOBIOGRAFÍA
Llueve..., llueve a cántaros. El agua cae desde el borde del tejado y va formando charcos de agua alrededor de la casa. Las nubes cubren las cimas de las montañas y las nubes invaden los valles. No se ven ya contornos, no se divisa ya la lejanía..., es un caos gris, turbulento. El ser humano es condenado a permanecer bajo techo y a sumirse en su pasado. Este es el tiempo apropiado para pensar en sí mismo y para decir algunas cosas con respecto a su propia persona.
La lluvia subtropical en las laderas de los Alpes me recuerda otra lluvia torrencial en las laderas de las cordilleras, en un campamento de buscadores de oro. La lluvia caía tan ininterrumpidamente que durante días cesó todo trabajo en el campamento. Apenas una docena de hombres iluminados por una luz caótica y en el centro de ellos, como una pálida linterna, el rostro blanco de una mujer. Tratábamos de matar el tiempo, permanecíamos con los codos apoyados sobre el tablero de la mesa y dábamos la impresión de querer permanecer en esta pose por toda una eternidad.
Aquellas fueron las grandes lluvias del año 1912, y hoy bajo la lluvia en el valle de Maggia escribimos en el año 1953. Allí como aquí son las mismas aguas, los mismos vientos y el mismo pasado. Pero han transcurrido cuarenta años y una vida con mucho sol, pero también con tormentas de arenas, con nieves y un frío tan intenso que las cornejas caían muertas del aire. Unos años en el curso de los cuales se entablaron muchas amistades, en los que se celebraron dos bodas y hubo dos divorcios, en los que lloramos la muerte de una hija pequeña y de un hijo ya adulto, en los que nos detuvimos junto a las tumbas de amigos inolvidables que habían desaparecido para siempre más, en los que se concertó una boda y vino al mundo una hijita. Unos años de huidas y emigraciones y nuevas huidas y una nueva vuelta al hogar. La lucha por el pan nuestro de cada día. Entre las dos grandes lluvias asistimos a dos guerras mundiales, a levantamientos populares, a revoluciones. Monarquías que se hundieron y Repúblicas que no supieron hacer frente a los problemas actuales. El mapa político fue cambiando y Europa se convirtió en un tenso torso, por lo menos, temporalmente, pero sólo temporalmente..., puesto que la luz sigue ardiendo en nuestro viejo continente desangrado por las crisis económicas y las guerras, pero el espíritu que continuamente da nuevas fuerzas al cuerpo sigue muy vivo. Y esta es la fe tan profundamente arraigada en mí que me ayudó a vencer todas las catástrofes personales y sociales.
¿Acaso podía ser de otro modo? La renuncia a esta fe sería renunciar a nuestro propio origen, sería renunciar a sí mismo y sería una muerte psíquica que luego la muerte física convertiría en realidad. Cuando hablo de Europa pienso en Berlín, en Pomerania, en Ámsterdam y en muchos otros lugares en los que late el corazón de nuestro continente y tampoco me olvido de aquellas espaciosas regiones que hoy, aisladas de nosotros, sueñan en el día de su integración. Pienso en Berlín, en donde di mis primeros pasos y en mi primer viaje de descubrimientos, cuando solo tenía cinco años de edad, desde la plaza de Wedding hasta el Kupfergraben y Unter den Linden en donde al son de los tambores y en sus uniformes de gala asistí al relevo de la guardia. Una grandeza pasada desaparecida como el centenar y más de martillos con sus extraños mangos retorcidos en las paredes del viejo taller en la pequeña ciudad de Labes, en Pomerania, en donde mi padre y el abuelo por parte de la madre durante dos generaciones habían realizado tan buen trabajo de artesanía. Mi padre, un artesano llegado de Ámsterdam, conoció allí a mi madre con la que se trasladó posteriormente a Berlín. El relato de mi padre de que en cierta ocasión y por el solo hecho de haber cometido una travesura sin importancia su padre le había arrojado al canal, me produjo una profunda impresión, pero mucho mayor impresión me causaba el abuelo por parte paterna, que solamente se presentaba una vez al año como una tormenta en casa de los suyos para zarpar de nuevo a los pocos días con su barco y permanecía desaparecido hasta la vez siguiente.
Hace pocos días sentí el deseo de revivir ese pasado. Desde París me trasladé a Perpiñán y de allí a Barcelona para visitar a mi hermano mayor al que no había vuelto a ver desde hacía cuarenta años. Llevado por la ira se había marchado de casa y nunca más supimos de él. Cuando yo todavía era un niño le recordaba como un joven indomable que no sabía qué hacer con sus fuerzas. Pero en Barcelona me encontré con un anciano que se inclinaba hacia adelante y apenas tenía fuerzas para levantarse de su silla. No tenía dientes y cuando le pregunté por qué motivo no se mandaba hacer una dentadura nueva, me contestó, lacónico: «¿Para qué los dientes... para el cementerio?». Por supuesto, para ir al cementerio no se requiere una dentadura nueva. Cuarenta años más tarde me encontraba con un anciano que había terminado con la vida y que allí en Barcelona esperaba la hora de su muerte. Esto se desprendía claramente de sus palabras: «Quiero que te lleves el reloj de nuestro padre». Me llevé el reloj que le habían regalado a él cuando cumplió los diecinueve años de edad. Pero no era solamente el reloj de nuestro padre, era el reloj también de aquel abuelo que ya en vida se había parecido a un fantasma marino. Cuando levanté la tapa del viejo reloj de plata y descifré la inscripción en francés, hallé entonces el hilo que confirmaba mi origen, a través de mi padre y de mi abuelo, hasta la región francesa de Flandes, hasta la región de Dunkerque en donde, de hecho, aún hoy día saludamos en las tabernas de los pueblos a ese u otro Plievier.
Mi hermano mayor nació en Labes, en Pomerania y yo doce años más tarde, en el año 1892, en Berlín. Cuando cumplí los diecisiete años no me regalaron ningún reloj (el padre solo tenía un reloj) pero sí un sonoro bofetón. Fue este el primero y el último que me dio mi padre. Al día siguiente me lancé carretera adelante y vagué por Alemania, Austria y Hungría, regresé a Alemania y de allí pasé a Rotterdam en donde encontré trabajo en un barco. Los barcos habían de convertirse en un segundo hogar para mí. Navegué hasta que estalló la Primera Guerra Mundial y la diferencia, a partir de aquel momento, fue solo que de un barco mercante pasé a bordo de un navío de guerra y que durante cuatro años prestara servicio en la Marina imperial. Durante ese período pasé también parte del tiempo en tierra, sobre todo, en la costa occidental americana. Entre Pisagua e Iquique me dediqué a la pesca, es decir, lo mismo que mis lejanos parientes en el Paso de Calais venían haciendo desde hacía generaciones.
Para mí, sin embargo, representaba solo un compás de espera. Todo lo que hiciera, tanto si era dedicarme a la pesca, o pintar puentes de ferrocarril, o trabajar de secretario con el vicecónsul alemán en Pisagua, o de cocinero en una mina de cobre, vaquero, camarero o buscador de oro, todo era episodio, todo era transición. No hubiese podido decir hacia dónde señalaba la brújula de mi vida. Cuando un ingeniero inglés de las minas de nitrato le preguntó en cierta ocasión a aquel europeo que tenía aproximadamente su misma edad, pero que allí se sentaba descalzo en medio de los indígenas de piel curtida por el sol: «No puede usted seguir viviendo aquí, ¿qué piensa hacer usted? Debe tener algún plan», no supe entonces qué responderle.
Di la vuelta al Cabo de Hornos... dos veces, tres veces. Mientras hice un viaje a Australia y regresé a la costa occidental. Mis compañeros que habían navegado conmigo en los barcos de vela regresaron a casa. Algunos fueron a la Academia Naval para sacar provecho de sus años de navegación y aprender un oficio. Pero yo no regresé a casa, seguía deambulando por el mundo. En uno de mis viajes llegué a la región en donde nace el Amazonas. Recorrí ciudades y países. No veía lo que tenía ante mis ojos, sabía, única y exclusivamente, que tras el horizonte se levantaban nuevos e inexplorados espacios. Fue mucho más tarde cuando comprendí, por ejemplo, que aquellas ruinas en las que había dormido alguna que otra vez, eran viejos monumentos y restos de una cultura desaparecida, la civilización de los incas. Y fue mucho más tarde también cuando descubrí que el largo camino no había sido en vano y que el sin fin de imágenes que se acumulaban en mí no se habían perdido. Un célebre escritor ruso calificó una vez la carretera como la escuela en la que más había aprendido. Lo más probable es que reconociera este hecho cuando llegara al final de su ruta y viviera entonces de sus experiencias. Aquel caminar sin objetivo adquiría un sentido muy concreto tan pronto cogía la pluma y el papel y descubría en ellos los instrumentos para expresarme. Se demostró que dar la vuelta al mundo y el haber cruzado los cinco mares y el conocimiento que había trabado con infinidad de personas, a cada cual más diferente, me proporcionaba una rica paleta. Pero no por ello había nacido ya el escritor.
Era necesario que madurasen otros componentes. Estos otros componentes eran la rebeldía, la rebeldía contra el bofetón del padre, contra la autoridad de fuerzas sobreimpuestas, contra las arbitrariedades del Estado policíaco, contra un orden que hacía que los pobres fueran cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos, que permite la explotación del ser humano por sus semejantes y que como único remedio a todos los males sólo ve la guerra. La rebeldía contra lo existente, que exige una entrega total y sacrificios, incluso tal vez el sacrificio de la propia vida, esta rebeldía que se convirtió y fue para mí mi...