E-Book, Französisch, Spanisch, 287 Seiten
Phan El despertar del Señor Dubois
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-18556-13-5
Verlag: Editorial Siglantana
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Una ficción meditativa
E-Book, Französisch, Spanisch, 287 Seiten
ISBN: 978-84-18556-13-5
Verlag: Editorial Siglantana
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Pensar que la felicidad está en el exterior es algo completamente humano. Pero cuando miramos hacia el interior y nos aceptamos a nosotros mismos, es cuando verdaderamente podemos encontrar la felicidad. En esta novela, el autor nos invita a un viaje del despertar hacia la introspección y el crecimiento personal.
El señor Dubois, un vagabundo alcohólico que busca consuelo en la prostitución, está al borde de una crisis personal. Su vida da un giro cuando El Chico del Arroz le ayuda a salir de una pelea. Este acto desinteresado provoca que el protagonista se adentre en una faceta desconocida de su vida. Dubois empezará a indagar en el autoconocimiento y a comprender mejor su sufrimiento: un camino espiritual que le transformará por completo.
Dat Phan se graduó en la Universidad de Texas, en Austin, donde obtuvo el título de licenciatura en ciencias. Fue un monje ordenado en el Monasterio de Plum Village, dirigido por el venerable maestro budista Thich Nhat Hanh, y es miembro de la Orden del Interser. Reside actualmente en Francia, donde comparte la práctica de la atención plena en escuelas y corporaciones. Es cofundador de Les Cèdres Bleus, centro secular de atención plena y aprendizaje continuo.
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CAPÍTULO 2
El traqueteo y el zumbido del tráfico en la hora pico por fin cesaron al caer la noche. Entre los largos intervalos de los motores los grillos comenzaron la overture de su sinfonía, a la que se unió una suave brisa con un suspiro. El sonido de algunos pasos estableció un ritmo lento a través de las calles de la ciudad. La noche aportó una sensación de conclusión. No era el estallido de energía del nuevo día sino un sentimiento de cierre completo. La naturaleza tenía sabiduría. Se renovaba con cada estación y cada momento. Este era un tiempo para que la gente deambulara y corriera de una forma cruda y desenfrenada. Sin estar ya bajo el control del orden del día, en el que reinaban las imágenes proyectadas del yo y los demás o donde la conducta se insertaba en el marco de un contexto social y las personas tenían que actuar de determinada manera, ahora eran libres para expresar sus represiones cotidianas. Los deseos ocultos o los motivos sin acción que reptaban bajo la superficie veían ahora su oportunidad de asomarse sin que los encadenaran juicios acerca de lo correcto o incorrecto. A diferencia del educado manierismo del día, la noche hacía de los hombres unos incivilizados. En lo alto, la luna en su cuarto creciente parecía el ojo de un gato. Abajo, las luces de neón de los restaurantes, los clubes y los bares alumbraban el centre ville. El señor Dubois dirigía sus pasos hacia un bar llamado Les Verts, en honor del equipo de fútbol de la ciudad. Tenía él cerca de cincuenta años. Se incorporó y se vistió con un traje negro. Su cabello rubio y corto peinado hacia atrás lo hacía ver como un miembro de la mafia. “¿Qué hay de nuevo, Jean-François?”, lo saludó el cantinero. “No mucho; demasiados inmigrantes en este país quitándonos el trabajo. Ponme lo de siempre”, dijo el señor Dubois descargando su frustración. El barman le sirvió un whisky con cola. Él alzó su aperitif y humedeció sus labios. “¿Conoces a ese chino de más allá, por esta calle, el que tiene una tienda de abarrotes? Se cree que es el rey de la ciudad solo porque tiene dinero y demás”, expresó, frustrado, el señor Dubois. “De alguna manera admiro a ese viejo camarada. Nunca hay un momento en que no esté trabajando. Increíble, ¿no? Nos caería bien alguien como él por aquí. Ya sabes, Jean-François, hay muchas personas aquí y allá que solo están rascándose el ombligo y les pagan por eso. Ve, por ejemplo, a ese guardia de seguridad ahí afuera. Solo está ahí haciendo bulto y coqueteando con las chicas bonitas toda la noche. Además, Lee empezó de la nada. Hay que admirarle eso.” El señor Dubois se guardó su opinión y lentamente echó una mirada a la sala. Una pareja hablaba de forma íntima en el rincón opuesto. Un grupo de estudiantes estaban de pie, cerca de él, conversando acerca de la huelga más reciente. De las bocinas que estaban colocadas en la pared surgía rock francés. Era Johnny Hallyday cantando Marie. Se respiraban perfume y sensualidad: un ambiente vibrante. Era una atmósfera que él conocía bien, casi demasiado bien. “Su esposa, sin embargo… ¡Vaya dama que tiene! Obediente. Esa es una palabra que las francesas jamás quieren oír. Por eso hay tantos divorcios en estos días”, comentó el señor Dubois, con su limitada experiencia en relaciones. “No sé qué esté pasando por tu mente, Jean-François, pero ten cuidado, muchacho.” El barman era buen amigo del señor Dubois. Habían trabajado juntos durante cinco años antes de que lo despidieran. Cuando el problema de alcoholismo del señor Dubois se volvió más grave él era una de las pocas personas que no lo criticaban. Lo aceptaba como era sin tratar de cambiarlo o de empujarlo hacia el “camino correcto.” El cantinero le proporcionaba apoyo emocional con tan solo escucharlo abiertamente cuando se quejaba de cuestiones triviales y conflictos sin resolver que traía guardados de forma inadvertida en el corazón. En ese momento entró Summer. Su cabello oscuro de tono almendrado, su piel clara y su cuerpo esbelto revelaban juventud al máximo. Tenía unas caderas bien torneadas y sus labios destacaban tanto que atrapaban la atención de los hombres. Lucía un vestido negro ajustado que acentuaba su forma y caminaba con total confianza. El señor Dubois se olvidó de inmediato de la conversación y se dejó ir hacia Summer como una abeja hacia el polen. Primero fue la fragancia de su piel. Ella usaba un perfume leve, mezclado con lo que él reconoció como el tenue matiz del sexo. Irresistible. Después fueron sus ojos, de un castaño dorado, una ilusión ambarina en la que a ninguna palomilla le molestaría quedar petrificada. El cantinero sonrió y dijo: “Ojalá que hayas tomado tus vitaminas. Quizá estés anhelando que sea una noche larga.” Mientras el señor Dubois se apartaba de su confiable amigo le preguntó con cierta inocencia: “Oh, jefe, no traerás algún billete que me facilites, ¿o sí?” “Hombre, es la tercera vez este mes. En cuanto consigas trabajo lo primero que has de hacer es pagarme, eh”, pronunció a la vez que extraía de su bolsillo algo de dinero y se lo entregaba. “Gracias, te lo debo.” “Lo anoto en tu cuenta.” El señor Dubois enfiló hacia la atractiva joven, la ayudó a ponerse el abrigo y salieron del bar. Nubes grises se amontonaron y se entretejieron conforme llegaba la media noche. De vez en cuando se abría entre ellas un gran espacio por el que irrumpía la luz de la luna, bañando los tejados y colándose por las ventanas de las casas que ya dormían en la oscuridad. El suave sonido del trueno se escuchaba a la distancia. Sin duda llovería mañana. Las colinas del Pilat de St. Etienne se erguían en silencio, como gentiles gigantes, testigos del continuo drama de los hombres sin emitir la menor palabra de encomio o de juicio. El Chico del Arroz daba vueltas en la cama. Un sueño le perturbaba: se veía vestido con el manto de un monje budista. “¡¿Cuál es el sonido de una sola mano que aplaude?!”, le preguntaba el maestro mientras levantaba una taza de té del rey y bebía su cálido contenido de un solo trago. El Chico del Arroz miraba alrededor de la habitación sin contestar. Un vacío incorruptible llenaba el espacio, exceptuando al altar, en el que había una fotografía de un patriarca zen y ardía incienso en un cuenco. Dos enormes ventanales dejaban ver un paisaje nevado. Afuera pastaban las vacas en pequeñas praderas que resaltaban entre la tierra helada. Visualizó una imagen de la niñez y exclamó: “Es cuando una madre golpea a su hijo en la nalga izquierda porque se comió todas las galletas que había en el frasco.” Por lo regular el Chico del Arroz no era así de grosero. Los sueños le daban la oportunidad de expresar otra cara de su personalidad. El maestro asintió y lo atacó de forma verbal con otra pregunta: “Ya que hablas de madres, ¡¿cuál era tu rostro original antes de que nacieran tus padres?” “¡¿Mi rostro?! No lo sé pero el tuyo debe haber sido de veras espantoso, pues mírate ahora. Eres tan feo que has asustado a todos tus discípulos”, repuso el Chico del Arroz con algo de carácter, mirando a los ojos a su mentor con mucha intensidad. “Está bien”, sonrió el maestro y habló de nuevo. “¿Qué es lo que deseas pedirme?” “Maestro, no sé cómo decirte esto. Deseo marcharme.” “Has tomado los votos monásticos. Ahora debes intentar cumplirlos lo mejor posible. La vida de un monje es transformar su sufrimiento en felicidad y ayudar a otros a hacer lo mismo.” “¿Sabes?, durante el año pasado estuve escribiéndome con una joven monja. Estamos enamorados y queremos dejar los hábitos para vivir en la sociedad”, dijo el Chico del Arroz. “¿Estás seguro de que quieres volver al mundo del deseo y la aflicción? ¿No ves que estás viviendo aquí en un paraíso? ¿En dónde más vas a encontrar este tipo de calma y tranquilidad? Además, ¿alguna vez has visto una pareja feliz? La mayoría de ellas no puede resolver sus diferencias o mantiene una relación de control y autoridad.” “Como yo lo veo, vivir aquí no es tan diferente”, señaló el Chico del Arroz. “El monje tiene sus propios deseos de liberación, buen té y comida sabrosa. Están también los deseos sexuales ocultos y los de tener placeres o de estar ocioso. Deseo es deseo.” El maestro se sentó en la postura de loto completo y continuó escuchando a su discípulo perdido. “Por lo que respecta a la autoridad, hasta el monasterio tiene su propia jerarquía. Si alguien se pasa de la raya o se conforma o se va.” “El monacato es un camino seguro, hijo. Se ha practicado por siglos y muchos han probado el fruto de sus esfuerzos. ¿Enamorado de una monja? ¿No piensas en que tendrás que mantenerla? ¿No quieres alcanzar la verdad más elevada?” “Comprendo, maestro y respeto eso”, respondió el Chico del Arroz, “pero no creo que ella quiera seguir siendo una monja. En cuanto al camino seguro, siento que todos tenemos un maestro y un alumno en nuestro interior. Siempre estamos cometiendo errores y aprendiendo de ellos. Uno no puede nacer sabio pero la sabiduría crece a partir del suelo de la ignorancia. Veo que hay dos cosas que obstruyen mi camino hacia esta mujer. Una es que podría suceder que ella y yo terminemos discutiendo y llevando una vida mediocre entre el trabajo y los niños. La otra es que temamos no alcanzar el nirvana. Sin embargo, aun en esta libertad hay miles de imágenes falsas labradas a partir de...