E-Book, Spanisch, 336 Seiten
Reihe: Pensamiento Herder
E-Book, Spanisch, 336 Seiten
Reihe: Pensamiento Herder
ISBN: 978-84-254-5032-7
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Corine Pelluchon (1967) es una pensadora de referencia en cuestiones de ética aplicada, animalismo y ecología. Desde hace unos años destaca como una figura clave del movimiento animalista. Es doctora en Filosofía por la Universidad de París-Sorbona y profesora en la Universidad Gustave Eiffel de la región de París. Ha publicado 15 libros entre los que se encuentran, en español, Manifiesto animalista. Politizar la causa animal, Reparemos el mundo. Humanos, animales, naturaleza, La esperanza o la travesia de lo imposible y Ecología como nueva Ilustración (Herder, 2022).
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Introducción
Para que un pueblo naciente pueda apreciar las sanas máximas de la política […] sería necesario que el efecto se convirtiese en causa, que el espíritu social, que debe ser obra de la institución, presidiese a la institución misma, y que los hombres fuesen ante las leyes lo que deben llegar a ser por ellas.
JEAN-JACQUES ROUSSEAU, El contrato social ¿POR QUÉ UNA ÉTICA DE LAS VIRTUDES?
Es en la conciencia individual donde la sociedad se juega su destino.1 Las instituciones más admirables no son más que vestigios si las personas que deben preservarlas no respetan su espíritu y no son capaces de adaptarlas a las circunstancias. Y a la inversa, sin una educación que ayude a desarrollar el espíritu crítico y a tener discernimiento, y sin el concurso de las leyes, los ciudadanos tienen dificultades para orientarse en su vida personal, elegir buenos representantes y ejercer una presión sensata sobre sus gobiernos para que los pongan sobre una trayectoria que lleve a la paz, a la prosperidad y a la justicia. Esta reciprocidad entre los caracteres y los regímenes políticos, muchas veces destacada por Platón, y esta circularidad de leyes que nos modelan, pero que necesitan de «las costumbres, de los usos, y sobre todo de la opinión […] que forma la verdadera constitución del Estado»,2 plantean una dificultad contra la que tropieza el contrato social.3 Una vez que se han enunciado los principios de la justicia y los fines de la política, hay que preguntarse qué puede llevar a los individuos a aceptar los esfuerzos necesarios para contribuir al bien común: la teoría política debe completarse con la teoría moral —el problema está en saber qué moral puede dar al ser humano el sentido de la obligación y le permita a la vez realizarse a sí mismo—. ¿Cómo conseguir que integre el interés general con su interés personal, en lugar de sentirse continuamente dividido entre la felicidad y el deber? ¿Qué disposiciones morales se requieren en los ciudadanos para que encuentren satisfacción haciendo el bien, para ser sobrios, para que la cooperación sustituya a la desconfianza y actúen conjuntamente para transferir un mundo habitable? La ética de la consideración intenta responder a estas cuestiones. La pregunta sobre la vida buena y la articulación de la moral con la política que aquella implica ponen de manifiesto su anclaje en la tradición de las éticas de las virtudes heredadas de Platón y de Aristóteles, aunque su contexto y la filosofía en la que se apoya la distinguen de las morales antiguas y hasta de las éticas contemporáneas neoaristotélicas. En lugar de determinar los principios que deben guiar nuestras decisiones o de actuar en función de las consecuencias previsibles de nuestros actos, este enfoque de la moral pone el acento en las personas, en lo que son y en lo que las mueve a actuar. Antes de hablar de prohibiciones y de imperativos, de deberes y de obligaciones, del bien y del mal, debemos preguntarnos por las maneras de ser de los agentes morales.4 Porque las más grandes leyes y los principios más nobles no tienen sentido a menos que sean reconocidos por los individuos a los que se aplican. Debemos también interpretarlos y ponerlos en práctica en un contexto particular. Los códigos deontológicos y el derecho suministran ciertamente coordenadas para la acción, pero nadie llega a ser buen médico o buen juez aprendiendo esos textos de memoria. También la utilidad o la maximización del bienestar colectivo pueden servir de criterio cuando se busca saber la manera de distribuir bienes escasos.5 Es igualmente necesario, cuando nadie sabe a priori cómo actuar, tener en cuenta el impacto que una decisión puede ejercer en una sociedad, en sus instituciones e incluso en las disposiciones morales que su buen funcionamiento requiere. Este enfoque pragmático, que exige no adherirse a una concepción fija del bien y del mal, posibilita resolver ciertos dilemas eligiendo, entre las distintas soluciones igualmente viables desde el punto de vista teórico, la que más se adapta a la situación.6 En todo caso, esas normas sirven sobre todo para justificar racionalmente nuestras decisiones, pero no constituyen el motivo principal de nuestras acciones. Estas descansan sobre un conjunto complejo de representaciones, emociones, afectos y rasgos de carácter. Cuando estos últimos designan una manera de ser estable, una disposición adquirida (héxis) y no un estado efímero o una pasión, y proceden además de una elección deliberada y van acompañados, en el individuo, de la impresión de sentirse realizado actuando de esa forma, se denominan virtudes.7 Quien las posee se comporta en cualquier ocasión de una manera animosa, prudente o moderada, sin que exista contradicción entre el ser y el deber ser, el pensamiento y la acción. De modo que una persona honesta no es la que más a menudo lleva a cabo acciones honestas, sino la que las hace en virtud de una decisión reflexiva y porque esa disposición se ha convertido en una segunda naturaleza o en un habitus. Las virtudes suponen el desarrollo progresivo de capacidades que atañen al conjunto de las representaciones de un ser humano, a su manera de percibirse a sí mismo y de percibir el mundo y sus propios afectos. La ética de las virtudes presentada en este libro busca determinar las maneras de ser que deben fomentarse para que los individuos lleven una vida buena y sientan respeto por los otros, humanos y no humanos, como un componente del respeto hacia sí mismos. No se apoya exclusivamente en la argumentación racional, sino que otorga un lugar importante a la afectividad, al cuerpo y al inconsciente. La ética de la consideración es una manera de ser adquirida en el transcurso de un proceso de transformación de sí, cuyas etapas indicaremos mientras analizamos lo que puede serle un obstáculo. No se trata de decir que podemos prescindir de normas, sino de comprender cómo pueden ser incorporadas por los individuos para que accedan a ellas desde su interior y se sientan involucrados tanto emocional como intelectualmente. Si no nos alejamos del dualismo entre la razón y las emociones, el espíritu y el cuerpo, el individuo y la sociedad, jamás comprenderemos por qué las personas tienen dificultades para actuar en consonancia con los principios y los valores que estiman. Es, pues, precisando qué maneras de ser deben promoverse y cómo hacerlo que se hace posible superar la paradoja de Ovidio, que reconoce el fracaso de la mayoría de las teorías morales y políticas: «¡Veo lo mejor, estoy de acuerdo con ello, sigo lo peor!».8 Es además indispensable estudiar los mecanismos psicológicos que explican que las personas se enclaustran en la negación y se habitúan a disociar su razón de su sensibilidad si queremos comprender sus resistencias a los cambios. Así que la ética de la consideración no se opone a las morales deontológicas y consecuencialistas; las completa. Su objetivo es salvar la distancia entre la teoría y la práctica, el pensamiento y la acción, una brecha que, teniendo presentes los retos a los que nos enfrentamos actualmente, se ha convertido en el mayor problema de la moral y de la política. LOS RETOS MEDIOAMBIENTALES Y LA CAUSA ANIMAL
Esta brecha es particularmente clamorosa en los tres dominios que forman el contexto de nuestra investigación: el medioambiente, la causa animal y la democracia. Las personas y los Estados están en conjunto convencidos por los numerosos informes que refieren las consecuencias geopolíticas, sanitarias, económicas y sociales del calentamiento global y de la erosión de la biodiversidad. Sin hacer siquiera referencia al Antropoceno, que designa una nueva era marcada por el impacto geológico de las actividades humanas y sus consecuencias negativas en el sistema Tierra, todos somos conscientes de la alteración de la biosfera causada por la vertiginosa explosión de los flujos de materia y de energía debido a nuestras actividades económicas y a nuestro peso demográfico. Los efectos en bucle del calentamiento global amenazan la supervivencia de los individuos y los Estados democráticos pueden desestabilizarse por la gestión de fenómenos meteorológicos extremos que afectan a la agricultura o a las infraestructuras y por los flujos migratorios. Pronto llegaremos a un punto de no retorno: si no tomamos ya desde ahora las decisiones que se imponen para limitar la elevación de las temperaturas, las consecuencias no solo serán dramáticas; serán también irreversibles. Sin embargo, la cuestión de si los Estados harán los esfuerzos necesarios está por verse. Para reducir sustancialmente la huella ecológica de la humanidad, es indispensable la participación activa de los individuos. Deben abandonar ciertos hábitos de consumo e influir en sus gobiernos para que den muestras de voluntarismo político y la protección de la biosfera se eleve a deber del Estado. En efecto, la transición medioambiental no se reduce a un conjunto de prácticas que privilegien los circuitos cortos de comercialización y un modo de vida decreciente. Transcurre también por la reorganización de la economía, de la producción y del comercio y por innovaciones institucionales que permitan a las democracias representativas integrar los retos medioambientales en lugar de centrarse...