Otón | Simone Weil: el silencio de Dios | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 76, 224 Seiten

Reihe: Fragmentos

Otón Simone Weil: el silencio de Dios


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-10188-69-3
Verlag: Fragmenta Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, Band 76, 224 Seiten

Reihe: Fragmentos

ISBN: 978-84-10188-69-3
Verlag: Fragmenta Editorial
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Con una trayectoria inmersa en el contexto de la II Guerra Mundial, y a la sombra de Auschwitz y de la pregunta por el silencio de Dios, Simone Weil (1909-1943) nos ofrece uno de los legados filosóficos y espirituales más relevantes y sugerentes de la primera mitad del siglo xx. En este libro, Josep Otón prosigue su estudio de la interioridad de místicos, artistas y pensadores centrándose en el análisis de la experiencia personal weiliana. Con la convicción de que no hay ninguna ruptura entre la Weil revolucionaria y comprometida con la lucha obrera y la Weil dedicada a la búsqueda religiosa, Otón se centra en un texto enigmático -el llamado «Prologue»-, cuyo análisis le permite desvelar algunos rasgos fundamentales de la relación entre el ser humano y el Misterio. El «Prologue» refleja la contradicción que empapa el recorrido vital de Weil porque narra dos experiencias contrapuestas: un encuentro y una ausencia. La escritora describe el encuentro con un personaje desconocido y, después, cómo este misterioso visitante la abandona. Es una metáfora de la vida espiritual: Dios se revela y se oculta, se manifiesta y se esconde.

Josep Otón (Barcelona - 1963) es doctor por la Universitat de Barcelona con una tesis sobre la filosofía de la historia de Simone Weil. Es catedrático de enseñanza secundaria y docente en el Institut Superior de Ciències Religioses de Barcelona. Ha recibido diversos premios por sus obras de ensayo. Es autor de una veintena de libros sobre interioridad, espiritualidad y pensamiento religioso, algunos publicados en catalán, portugués (Brasil) y francés. Entre sus obras, cabe destacar Vigías del abismo. Experiencia mística y pensamiento contemporáneo (Sal Terrae, 2001), El reencantamiento espiritual posmoderno (PPC, 2014), La mística de la palabra (Sal Terrae, 2015), Misterio y transparencia (Herder, 2017), Interioridad y espiritualidad (Sal Terrae, 2018), Búsqueda (San Pablo, 2019) y Tabor: el Dios oculto en la experiencia (Sal Terrae, 2020). En Fragmenta ha publicado el ensayo Simone Weil: El silencio de Dios (2021).
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i el silencio de dios


¿Por qué Dios guardó silencio ante las atrocidades de Auschwitz?1 ¿Es posible permanecer impasible ante semejante escándalo? ¿Podemos afrontar este desatino colectivo sin que ni un ápice de desesperación invada nuestra conciencia? ¿Se puede plantear dónde estaba Dios en ese momento sin que un escalofrío conmueva nuestras más firmes convicciones? ¿Por qué Dios toleró esa sofisticada matanza? ¿Tenía razón Primo Levi, superviviente de los campos de exterminio, al afirmar que «solo por el hecho de haber existido un Auschwitz, nadie debería hablar en nuestros días de Providencia»?2 ¿Por qué increíble motivo el silencio de Dios era la única respuesta a los lamentos de unas víctimas despojadas de su voz en la culta civilización europea? ¿Cómo debe interpretarse su enmudecimiento? ¿Una señal de aprobación, indiferencia, indignación, impotencia o abdicación ante unos acontecimientos que superaban sus previsiones?

La tragedia de Auschwitz nos interpela y los ideales más nobles se tambalean al afrontar una calamidad de tal envergadura. Además, es lícito cuestionarse por el silencio de Dios en tantos momentos de la historia, ya que Auschwitz no fue una anomalía, una excepción, un error, un desenfreno transitorio totalmente solucionable, una alteración subsanable del transcurso normal de la historia. Muchos ejemplos de hasta dónde llega la crueldad humana han precedido a los horrores de los campos de exterminio nazis. Y la victoria aliada de 1945 tampoco pudo evitar la repetición de estas sangrientas muestras de impiedad.

Algunos responsabilizan a una humanidad que ha prescindido de la trascendencia para explicar tal cúmulo de horrores. En un mundo en el que supuestamente Dios ha muerto, parece que no haya ningún motivo que impida matar al ser humano. Privado de su dimensión trascendente, es un habitante más del universo, sin privilegios, sin prerrogativas y, por tanto, susceptible de ser eliminado a semejanza de los miembros de los reinos animal y vegetal. Degradado a la condición de simple ser vivo, puede arrebatársele la vida con total impunidad para quien ejerce de verdugo.

Tales atrocidades, realizadas con recursos técnicos más o menos sofisticados, han existido siempre, y también se han llevado a cabo en nombre de un Dios que parecía más un enemigo de la humanidad que su Creador. Ante esta divinidad terrible, el ser humano se ha visto despojado de sus derechos más básicos. La fe en un Dios personal no ha impedido que, a lo largo de la historia, la humanidad haya sido humillada, maltratada, subyugada y asesinada, incluso bajo el amparo de ese mismo Dios del que el hombre es imagen. No obstante, la sociedad laica tampoco ha sido capaz de garantizar la paz ni de erradicar las guerras. Si la religión era la supuesta causa de un sinnúmero de enfrentamientos armados, otras excusas ideológicas han servido de pretexto para cometer todo tipo de atropellos sin escrúpulo alguno. Así pues, la experiencia histórica muestra que tanto en un mundo en el que se invoca a Dios como en una civilización que lo rechaza, siempre ha existido el corazón endurecido del ser humano, capaz de comportarse como un lobo con sus congéneres, en especial con los más débiles.

Puede pensarse que el origen de los numerosos Auschwitzs construidos a lo largo de la historia radica en una forma de dominación social, en una estructura de poder, en una ideología agresiva, en una concepción religiosa o laica del mundo. Tal vez el problema gravita en la naturaleza humana, al tratar a los demás como un medio y no como un fin en sí mismos. No puede acusarse tan solo a los verdugos de haber actuado con el mayor grado de sadismo imaginable, siguiendo el dictado de motivaciones inconfesables. También son responsables los ciudadanos ordinarios que, sometidos a la inercia de los mecanismos sociales, no se han cuestionado el sentido de sus decisiones.3

En todo caso, esto no exime a Dios de su responsabilidad ni justifica su silencio. Si Él es verdaderamente el diseñador de la historia y el ser humano es la pieza clave de su proyecto, a la luz de la oscuridad de los diversos Auschwitzs, debe calificarse negativamente su tarea y denunciarse con valentía su extrema negligencia. O, por el contrario, con humildad, reconocer nuestra incapacidad para juzgar su forma de proceder. ¿No es una actitud infantil proyectar sobre una figura paterna la responsabilidad de los propios errores? Pero, en cualquier caso, ¿por qué calla?, ¿por qué no dice nada?, ¿por qué no se defiende de las acusaciones?, ¿por qué deja al ser humano desamparado e indefenso ante sus actos?, ¿es más importante la libertad que la vida humana?

El dolor forma parte de la existencia. Incluso en una sociedad perfecta, donde se hubiera alcanzado un óptimo nivel ético y la utopía perdiera su carácter platónico, las brumas del sufrimiento no se disiparían. La realidad continuaría sublevándose contra el Rey de la creación. Las enfermedades, las catástrofes imprevisibles, la caducidad de la vida y tantos otros flagelos de la naturaleza se ensañarían con la vulnerabilidad de la condición humana. Quedaría de manifiesto que no es más que una pieza débil y prescindible, cautiva de un entramado de causas que sumen a las mentes privilegiadas en una absoluta perplejidad.

Los argumentos de los pensadores más brillantes no consiguen calmar la angustia del vacío. Quien pretendiera guarecerse bajo el amparo de la lógica descubriría que esta se muestra indefensa para protegernos ante la embestida de la sinrazón. La inteligencia, el bien más preciado, no siempre puede salvarnos de la tragedia. Todo el mundo reclama una explicación adecuada, una respuesta que aporte la dosis de esperanza necesaria para hacer frente al día a día. Sin embargo, la realidad es lo suficientemente aterradora como para desconfiar de Dios. Todo invita a no creer. Etty Hillesum, víctima del Holocausto, se pregunta si «no es casi impío creer todavía con tanta intensidad en Dios, en una época como la nuestra».4

Se puede argumentar que el silencio de Dios es un hecho puntual y extraordinario, que responde a unas circunstancias particulares. Podemos consolarnos pensando que, en un pasado más o menos lejano, otros seres humanos disfrutaron del privilegio de escuchar su voz. Y, tarde o temprano, sucederá lo mismo en un futuro esperanzador. Entonces, superada la negrura de nuestro tiempo, algunos volverán a hablar con Él y oirán por fin una explicación convincente y tranquilizadora. Mientras tanto, habrá que sufrir con resignación su grosera indiferencia.

No está de más recordar que el grito de desesperación ante el silencio de Dios no es patrimonio exclusivo del hombre contemporáneo. De hecho, es tan antiguo como el propio ser humano. Durante siglos, todo aquel que ha afrontado la pregunta sobre Dios ha tenido que asumir a su vez la pregunta sobre su silencio.

El pueblo redactor de la Biblia no es ajeno a la desazón provocada por unos acontecimientos que lo hacen dudar de las promesas divinas. Frente a la incomprensibilidad de este misterio, no son pocos los que recurren a la teoría del castigo: Dios calla porque está molesto. Al proyectar sobre Dios una imagen antropomórfica, se le atribuyen rasgos propios de la psicología humana. Dios no calla porque sí: tiene motivos que justifican su silencio, está enfadado y retira la palabra como represalia ante comportamientos inadecuados. Los mitos antiguos, como el diluvio universal, recogen este punto de vista. No es exclusivo del mundo bíblico, también aparece en textos provenientes de las más diversas civilizaciones de la Antigüedad.

El salmista interpela a Dios y le pregunta «¿hasta cuándo te esconderás, Señor, y arderá tu furor por siempre como el fuego?» (Sl 89,47). La oración se convierte en lamento, porque Dios ha abandonado a su pueblo. Ya no interviene en la historia como antes, prueba fehaciente de que se ha cansado de amarlo (Sl 77,8-11).

Ahora bien, si ese fuera el problema, existiría una solución, habría esperanza. En la medida en que el ser humano cambiara de actitud, mejorara su conducta, Dios volvería a ser propicio, se olvidaría de su enojo y hablaría de nuevo. El silencio de Dios serviría de escarmiento para provocar una reacción positiva. Se trataría de un correctivo aplicado para enmendar un comportamiento sancionable.

Sin embargo, la experiencia muestra que la realidad difiere de este planteamiento. El justo también sufre el silencio divino y se siente ignorado por Dios sin ningún motivo. Job es el arquetipo bíblico de esta actitud. Golpeado por todo tipo de desgracias, maldice su existencia y el día de su nacimiento (Job 3). Entonces, el autor del libro reconduce la narración para mostrar un cambio interior del personaje, víctima de todo tipo de desgracias. Finalmente, se retracta, reconoce su ignorancia; todo lo supera, no puede entender la manera de actuar de Dios; se hace cargo de su limitación y acata la realidad (Job 42,1-6).

Pero la conclusión de este relato bíblico no es la única posible. El cuento de Andersen El traje nuevo del emperador nos ofrece una valiente moraleja. Nadie osaba admitir que el monarca estaba desnudo salvo un niño que, sin malicia, se atrevió a decir en voz alta lo que era evidente. De igual manera, algunos, agotados de tanto esperar un futuro que no es para ellos, optan por plantear abiertamente que quizá Dios nunca haya hablado. El auténtico problema sería, pues, no que Dios calle en Auschwitz, sino que nunca haya dejado oír su voz. Entonces, la revelación no sería otra cosa que un espejismo —o,...



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