E-Book, Spanisch, Band 127, 320 Seiten
Reihe: Impedimenta
O'Grady Matemos al tío
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16542-15-4
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 127, 320 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-16542-15-4
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Barnaby Gaunt tiene diez años y acaba de quedarse huérfano. Solo y desamparado en la vida, ha de vivir con su tío, por lo que viaja a una preciosa isla remota de la costa de Canadá, llena de amables ancianitos y donde hay hasta un policía montado. A primera vista, todo indica que le espera un verano perfecto. Salvo por un pequeño problema: su tío está tratando de matarlo. Heredero de una fortuna de diez millones de dólares, Barnaby se cansa de decirle a todo el mundo que su tío, un hombre misterioso y aterrador, anda detrás de su herencia, pero nadie le cree. Nadie salvo Christie, una niña rara y de poco comer, que llega a la conclusión de que Barnaby solo puede detener a su demoniaco tío de una manera: matándolo primero a él. Y así, con la ayuda de Una Oreja, un puma salvaje a quien los isleños atormentan desde hace años, Christie y Barnaby traman un plan infalible. Una lectura deliciosamente perversa. Oscura y mortalmente ingeniosa, 'Matemos al tío' es un clásico de culto que nunca hasta ahora se había publicado en español.
Rohan O'Grady (seudónimo de la novelista canadiense June Skinner) nació en Vancouver (Canadá) en 1922. Sus padres, emigrantes irlandeses, se mudaron a esa ciudad en 1900 tras regentar durante años un hotel en la isla de East Thurlow durante la fiebre del oro del Klondike.
Weitere Infos & Material
Christie echó un vistazo a la cocina de la cabrera. Un reloj despertador con forma de Big Ben hacía tictac de forma ruidosa sobre el alféizar de la ventana y, bajo esta, un gato y un perro sesteaban sobre un viejo sofá de cuero negro. El gato, un macho grande, estaba hecho un ovillo en un extremo del sofá y tenía la cabeza, marcada por sus citas amorosas, medio enterrada entre las patas. En el otro extremo, una diminuta perra blanca y marrón se despertó y abrió la boca como si fuese a ladrar. Pero no se escuchó nada, excepto unos roncos resuellos. La niña dirigió una expresión perpleja a la cabrera. —No hace ningún ruido. —Nunca lo ha hecho —dijo la cabrera—. Ni siquiera cuando era una cachorrita. Nadie sabe por qué. Se llama Trixie. Christie alargó la mano y luego la apartó. —¿Muerde? La cabrera sonrió. —No. ¿Quieres cenar? La niña acarició las sedosas orejas de Trixie mientras negaba con la cabeza. —No, gracias. —Entonces voy a prepararte un chocolate caliente. La cabrera se cambió sus prácticos Oxford negros por un viejo y cómodo par de zapatillas de estar por casa. Había pollos en la granja, le contó mientras preparaba el chocolate, patos y unos cuantos gansos. Tenía un perro viejo llamado Shep, que en su día la había ayudado a cuidar de las cabras. Ya no tenía cabras porque no había suficientes personas en la Isla que compraran la leche. Ahora hacía pan y se lo vendía a los vecinos. También tenía a Trixie y a Tom, que estaban en la casa y, por supuesto, a la vaca Gudrun, que vivía en el establo. Sospechando que la niña tendría nostalgia de su casa, continuó hablando, pero si Christie la estaba escuchando, no lo demostraba. Parecía absorta mientras su carita de solterona insoportable estudiaba la cocina, tan distinta del pequeño e inmaculado apartamento en el que vivía con su madre. La cocina, aunque limpia, estaba alegremente desordenada, y olía a cedro. En el alféizar de la ventana había un revoltijo de cupones de detergente, agujas de coser, lana y botones extraviados flanqueado por un puñado de rosas silvestres, apretujadas en un bote vacío de mermelada. La leña de la enorme estufa de hierro negra crujía felizmente y, de fondo, el relajante sonido del agua hirviendo hizo que a Christie, víctima de un repentino agotamiento, se le empezaran a cerrar los ojos. Volvió a parpadear para despertarse y se quedó mirando fijamente el paño bordado que había encima de la mesa de la cocina. En el centro había una jarra de leche a rayas azules y blancas y un azucarero. Detrás de ellos, con aspecto de estar fuera de lugar en aquel sencillo entorno, había una aceitera de vidrio tallado en un soporte de plata, cuyas superficies brillaban como diamantes bajo la luz de la lámpara. El suelo era liso, de tablones fregados y sin barnizar, y delante de la estufa, del sofá y de una vieja mecedora, había alfombras hechas con distintas telas de alegres colores tejidas a mano. Dentro del cristal en forma de flauta de la lámpara de queroseno, ardía una llama delicada, estrecha, alta y naranja. Casi hipnotizada por ella, Christie la observaba titilar. La cabrera, al no percibir interés alguno ni recibir ninguna respuesta a su conversación, acabó por rendirse. Puso la humeante taza de chocolate encima de la mesa, la señaló e hizo una señal a Christie con la cabeza. La niña se levantó sin entusiasmo, se sentó a la mesa y, obediente, empezó a beber. Su mirada descansaba en las dos ventanitas que enmarcaban unas frívolas cortinas adornadas con ramilletes. En la distancia, un enorme abeto dentado, uno de los últimos de las antiguas reservas de monarcas, se erguía con orgullo entre los bosques enanos de segundo crecimiento. Al salir la luna por detrás de él, sus ramas plumosas se grabaron como encaje negro en el cielo de verano que iba, poco a poco, oscureciéndose. —¿Te gusta? De mala gana, la niña apartó los ojos de la ventana. —Es precioso. La cabrera se quedó perpleja, y después se rio. —Me refería al chocolate. Christie volvió su estrecha carita hacia la cabrera. —Yo me refería al árbol. La cabrera suspiró. Parecía que ella y Christie no iban a compartir muchas charlas alegres durante el verano. —Debes de estar muy cansada. —Con ternura, puso la mano sobre el pelo lacio y sin brillo de la niña—. Es hora de irse a la cama. Vamos, dormirás en la habitación de Per. En su propia cama. Señaló una escalera de mano que había en una esquina de la habitación y que llevaba a un ático situado encima de la cocina. —Aquí arriba. Per es mi hijo. Es pescador y estará fuera hasta noviembre. Señaló una puerta situada al lado de la estufa. —Mi habitación está ahí. Si tienes miedo o te sientes sola, solo tienes que llamarme; te oiré y vendré a ver qué te ocurre. Sin embargo, en aquel instante la señora Nielsen tuvo el presentimiento de que era poco probable que esa niña, autosuficiente y arisca, la llamara para pedirle ayuda. Encendió una vela, agarró la bolsa de papel marrón que contenía las posesiones de Christie y empezó a subir por la escalera. Christie la siguió. La habitación del ático era diminuta, más incluso que la cocina, y la niña miró alrededor con interés. Había una cama estrecha de madera profusamente tallada debajo de la ventana de celosía, y Christie comprobó que desde allí se veía el gran abeto, erguido como un centinela en la distancia. —¿Me está diciendo que esta será mi habitación mientras esté aquí? Se sentó sobre la colcha de patchwork con la mirada suspicaz de una niña que escuchase un cuento de hadas. —Sí. ¿Te gusta? Christie asintió. —Bien —la cabrera suspiró aliviada—. Es especial, ¿verdad? Christie levantó la mirada hacia las inclinadas vigas del techo, solo unos cuantos centímetros por encima de la cabeza de la cabrera. Entre las sacudidas de los cedros se vislumbraban los diminutos destellos del cielo del atardecer. Christie levantó el dedo índice. —¿La lluvia se cuela por aquí? —No. Ahora, desvístete y lávate. Sobre una cómoda de madera tallada con cajones que se encontraba cerca de los pies de la cama había una jarra grande de agua y una jofaina. Grandes rosas de jardín, rosas y rojas, decoraban con profusión la porcelana blanca. La niña alargó la mano para acariciarlas. La cabrera puso la vela sobre la cómoda, sacó el camisón de Christie de la bolsa de papel y le dio a la niña una toalla blanca. Al secarse la cara, Christie olisqueó la toalla. —Huele bien —dijo. Luego, señalando la jarra y la jofaina, añadió en tono condescendiente—: Son bonitas. Una brisa, en la que flotaban los cálidos aromas del bosque, sopló suavemente por la ventanita. —Ahora ponte el camisón y reza tus oraciones. Recuerda, estaré abajo si me necesitas. Christie la miró sorprendida. —Yo no rezo. —¿No? ¿No vas a la iglesia? —No. A mi madre la educaron en la fe presbiteriana y MacNab, mi padre, era católico, así que mi madre dice que conmigo era mejor dejar las cosas como estaban. Sus modales eran buenos, pero irritantes. Eran modales de adulto. —De acuerdo, buenas noches, Christie. Se inclinó para besarla en la mejilla, pero Christie se apartó. —Apaga la vela cuando hayas terminado. He dejado cerillas al lado, en la mesita de noche, por si quieres volver a encenderla, pero ten cuidado. La cabrera bajó con pesadez las escaleras y dejó a la niña de pie en el centro de la habitación. Ahora que estaba sola, Christie se sintió pequeña y abandonada. Sopló para apagar la vela y se metió sigilosamente en el camastro de mantas perfectamente ajustadas. A la luz de la luna, podía ver los pequeños y extraños duendecillos tallados en el cabezal, que reían y se escondían detrás de unos helechos. Los tocó con delicadeza y después volvió a hundirse bajo las mantas, de las que tiró hasta que le llegaron al cuello. Permaneció acostada durante mucho tiempo pensando en su madre. Aunque sabía que su madre no querría que se sintiera triste durante la primera noche de sus vacaciones, su cara, feúcha y pequeña, no tardó en afligirse. Se sorbió las lágrimas al pensar en los suelos del hospital, los mismos que fregaba su madre, en las interminables camas de hospital que hacía cada mañana para que ella pudiera escapar de aquel pequeño apartamento situado en el corazón de la ciudad y en el que siempre hacía un calor asfixiante. Pero darle vueltas sin cesar a los sacrificios que hacía su madre solo consiguió que Christie se sintiera todavía más triste, así que, hundiendo la cabeza en la almidonada funda de almohada, decidió pensar en lo mucho que odiaba al maldito niño del barco. Se durmió pronto, y para cuando la luna salió como una gran moneda de oro y brilló sobre su rostro, Christie estaba sonriendo en sueños.
Cuando se despertó, hacía horas que el sol había salido y el abeto, ahora de un verde brillante, permanecía inmóvil en el calor de la mañana. Los sonidos del día llegaron como una tromba hasta su pequeña ventana,...