E-Book, Spanisch, 190 Seiten
O'Flaherty Deseo
1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-15564-59-1
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 190 Seiten
ISBN: 978-84-15564-59-1
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Este delicioso libro es una de las obras más importantes escritas en gaélico. La traducción es directa del irlandés y es la primera vez que se publica fuera de Irlanda.
Estos dieciocho relatos tratan temas diversos con un hilo conductor en todos ellos: el 'deseo', ese vínculo afectivo entre un niño y su soñado traje nuevo, entre el gato y el ratón que ansía cazar, entre el sediento y la botella de cerveza..., que, no en vano, da título al primer relato. En todos ellos está muy presente la dura relación del hombre con la naturaleza y todos ellos tienen una importante carga moral; quizá por eso muchos de los protagonistas son niños, jóvenes y animales. Al terminar la lectura podremos decir que conocemos mejor el alma profunda de los irlandeses.
Liam O'Flaherty (Inishmore, 1896 - Dublín, 1984). Escritor irlandés. Vivió en varios países del mundo, desde Brasil hasta Estados Unidos, en los que tuvo experiencias y trabajos muy diversos. Regresó a Irlanda en 1921 para recuperar el contacto con la gente y los lugares de su infancia. Inició entonces una larga e intensa carrera literaria que le convirtió en una de las figuras más representativas de la narrativa irlandesa contemporánea.
Sus obras, caracterizadas por una gran riqueza verbal y por un estilo ágil, retratan las clases populares de la ciudad de Dublín, así como a la gente del campo irlandés. Sus historias y sus conocidos relatos se estructuran a menudo alrededor de la figura de un protagonista, generalmente caracterizado por una fuerte personalidad rebelde, que se opone a los vínculos morales, políticos y sociales que el ambiente le impone.
John Ford llevó al cine su novela El delator.
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EL HALCÓN Se elevó sobre el borde del acantilado, volando con veloz vehemencia, y se internó en las más elevadas alturas del cielo, dando vueltas y vueltas alrededor de una larga meseta, hasta que notó que las brumosas regiones bajas de las nubes le helaban y mojaban el lomo. Después bajó directamente en picado a tierra. Aunque ahora no daba sino algún ocasional batir de alas, sin propósito, dejándose caer perezosamente para aprovechar las corrientes de aire, suspenso en el techo del mundo, el ímpetu y la gula mortal del halcón lucían en sus ojos amarillos; estos observaban con atención la resplandeciente superficie de la tierra que se extendía bajo el vientre vacío del cielo, sin que ni siquiera lo más mínimo se pudiera ocultar a su vista terrible. Brilló el sol un momento sobre su lomo cuando pasaba entre dos nubes, a través de la claridad del aire. De nuevo no hubo sino una humedad invisible que se movía sin hacer ruido entre la bruma, un hermoso pájaro mortífero, sin piedad ni miedo en su corazón, que buscaba una presa en el magnífico amanecer. Se sobresaltó de repente y, cuando vio una alondra que venía hacia él más abajo desde un verde prado, con el rocío resplandeciendo sobre el lomo del ave canora bajo la luz transparente, se puso en movimiento en el mismo instante en que posó su vista sobre la presa. Reunió toda la fuerza de la que fue capaz, y directamente sobre la alondra, que se fue. Entonces empezó a dar vueltas lentamente, sin agitar las alas desplegadas y con los ojos hinchados de deseo. Su piel temblaba bajo el denso plumaje, como un perro que vigila una madriguera. La alondra ascendió torpemente al principio, sin emitir más sonido que un trino esporádico, sin ritmo y entrecortado. Después empezó a cantar hermosamente, a plena garganta, y se elevó en línea recta sin dificultad, como si el don de su voz la remontara en el firmamento. Ahora volaba como hacen las mariposas, con un ligero batir de alas. El cielo se llenó de su música. El halcón esperó a que la alondra estuviera casi fuera de su alcance. Entonces apuntó sobre ella y descargó su fuerza. Se lanzó desde lo alto de las nubes como si fuera un meteorito. La música se interrumpió en su garganta cuando la otra vio que el halcón se aproximaba. Dejó escapar un grito y viró a un lado. No es exacto decir que tuvo la suficiente rapidez como para poder evitar el ataque letal. El golpe casi acaba con su vida. Encogió las alas y se dejó caer de cabeza, tratando de alcanzar el suelo, antes de que su enemigo le asestara un segundo golpe. Dejó un puñado de plumas arrancadas de su cola flotando tras ella en el aire. Cuando el halcón vio que estuvo a punto de matarla en el primer intento, desplegó sus alas y las dispuso contra el viento para evitar su acometida. Entonces volvió a dar una vuelta sobre su presa, apuntó velozmente y descargó su fuerza. En esta ocasión no tuvo oportunidad la alondra de hacer nada para esquivar el golpe. Pereció en el mismo momento de ser golpeada. Se desplomó, con las alas inertes y la cabeza colgando del largo cuello y garganta, que solo unos breves instantes antes emitían una hermosa música. Dejó el halcón que cayera la alondra, alrededor de la cual daba vueltas y más vueltas a una corta distancia, cerniéndose muy de cerca sobre ella, hasta que ambos tocaron tierra sobre un bancal de fina arena junto a un río. Allí el ave combativa se posó orgullosa sobre el pecho de la alondra muerta. Permaneció así detenida durante un rato, con los ojos casi cerrados, la lengua pendiendo obscena del pico y el corazón latiendo con fuerza bajo los negros barrotes de su costillar. Cuando hubo descansado, asió con las garras el cadáver y alzó el vuelo, y allí que se fue entonces hasta su nido, donde se hallaba empollando su pareja. Habían anidado en un lugar majestuoso, en el interior de una mole amarillenta bajo la ladera protuberante de un gran precipicio, en un punto que estaba sobre una larga y estrecha ensenada. Se alzaba a tal altura sobre el mar que el rugido iracundo de las olas apenas era un quedo susurro cuando alcanzaba la cumbre. No se oía ningún otro ruido en aquella alta hendidura que se elevaba directamente sobre el agua; una losa caliza se había desmoronado encima de otra losa parecida, cuatrocientos pies más abajo. Dos meses antes, una gran multitud de pájaros habitaba en la ensenada; todo tipo de pájaros se podía ver anidando en la parte inferior de la pared del acantilado. Allí aterrizaron los dos jóvenes halcones, procedentes del este, para aparearse, urgidos por la voluptuosidad. Aterrorizados, los pájaros del acantilado permanecieron observando la competición sexual de los halcones desde que alboreó hasta que el sol se halló en lo alto; estos hacían ataque tras ataque de amor por el aire encima de la ensenada; arrojándose juntos con fuerza desde las nubes hasta el borde del agua, y luego volviendo a subir simultáneamente en círculos; entrelazándose y moviéndose juntos; pechuga con pechuga y ala con ala; como si les vinculara un afecto. Al mediodía, vieron los espectadores cómo la hembra conducía al macho a una cueva, y los oyeron chillar cuando él iba a acoplarse con ella. Entonces supieron que las dos aves belicosas tenían intención de anidar en la ensenada y que, por esa razón, ellos no tenían otra opción que marcharse, cosa que hizo sin demora toda la pajarería. Por la tarde, los dos halcones se divirtieron sin propósito, entreteniéndose en la ensenada de la que se habían apoderado, donde no había quedado ni una sola otra criatura. Este hermoso lugar era como el reino de la bárbara pareja. Al ponerse el sol, el macho bajó a su compañera a la mole amarillenta, un lugar en que habían estado viviendo dos cormoranes antes de marcharse para evitar una calamidad. Ahora, cuando el macho arrogante llevó el cuerpo de la alondra junto al nido en el promontorio, nadie pudo asistir a ello. Su compañera estaba tan adormilada, empollando, que ni siquiera pudo darse cuenta. Se hallaba medio dormida en el nido a medio hacer; el pico le colgaba sobre una ramita, y contemplaba el océano con ojos entornados. Comenzó él a despertarla. Dejó colgando las alas junto a las patas y dio una vuelta al nido, llamándola cariñosamente, haciéndole mimos y apretándose a su costado con sus hombros. De vez en cuando picoteaba la cresta, acariciándole la espalda con el sedoso plumón de su cuello. Dio cuatro vueltas en torno a ella antes de que esta se despertara del todo. Entonces levantó ella la cabeza de repente, abrió el pico y chilló. Él también emitió un chillido y dio un brinco, colocándose encima de la alondra. Le arrancó rápidamente la cabeza, tiró del plumaje con las garras y le ofreció a su compañera la carne fresca y sanguinolenta. Ella abrió el pico y comió un gran bocado con un solo movimiento. Hecho esto, volvió a reposar la cabeza sobre la ramita, extendió de nuevo el cuerpo sobre los huevos y prosiguió empollándolos a conciencia. Fue entonces cuando empezó el halcón macho a jactarse con todo derecho; el macho ufano caminaba allá de un lado a otro de la roca ensangrentada; había allí huesos mondados bajo las patas y tiras de la piel seca adheridas a la piedra, y pequeñas bolas de carne regurgitada depositadas como provisiones para volver a ser comidas más adelante; un espantoso hedor llenaba el aire alrededor de la madriguera del depredador. Pero este solo percibía belleza en aquel terrible lugar. Su alma bárbara estaba llena de satisfacción y júbilo por realizar plenamente el deber que su naturaleza le había impuesto. Lo mismo que un perro se recuesta dormido frente a una fogata y tiene ensoñaciones con la caza del día, el pájaro combativo repasó la exultación y el juego de su acoplamiento, recordando mientras caminaba por entre la comida regurgitada los huevos a los que ella estaba dando vida en el nido. De vez en cuando se asomaba al borde del promontorio, hacía batir las alas contra el pecho y lanzaba un grito de arrogancia mientras contemplaba, allí bajo él, el reino que había conquistado para sí mismo y su compañera. Se quebró inesperadamente su júbilo cuando oyó un leve sonido sobre la cima del acantilado, que procedía de la parte oriental del promontorio. Se puso erguido nada más oír el ruido, y escuchó atentamente. Tardó poco en escuchar el mismo sonido. Un temblor lo estremeció bajo el plumaje, y recorrió de arriba abajo toda la superficie de su piel; lo mismo que cuando tembló de placer descargando su fuerza sobre la alondra en la acometida mortal. Ahora el corazón le latía tan rápido como en la otra ocasión, pero no con el deseo de aniquilar atacando. Sabía que lo de allí abajo era el sonido de personas que hablaban, y se llenó de pavor. Se dejó caer velozmente desde el promontorio y planeó cuidadosamente muy cerca de la cara inferior del acantilado. Recorrió una gran distancia en dirección oeste antes de lanzarse sobre el océano. Entonces empezó a dar vueltas y a elevarse sobre una larga borda, hasta que se perdió de vista entre las nubes. Volvió a ir hacia el este, oculto bajo la protección del cielo, hasta llegar justo encima del lugar del que procedía el sonido. Se detuvo allí y observó con temor a tres hombres que faenaban a toda prisa junto al borde del acantilado. Habían amarrado un cabo de cuerda a un gran peñasco granítico y habían atado el otro extremo bajo la axila del más alto de ellos. El mismo hombre llevaba un saquito marrón atado al cinto. Cuando vio el halcón que el hombre alto era bajado por los otros dos al lado del acantilado, a una pequeña y estrecha protuberancia que estaba al nivel del...