E-Book, Spanisch, Band 37, 384 Seiten
Reihe: Literaria
O'Connor Un encuentro tardío con el enemigo
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-1339-558-6
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
y otros relatos
E-Book, Spanisch, Band 37, 384 Seiten
Reihe: Literaria
ISBN: 978-84-1339-558-6
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
En el centenario del nacimiento de Flannery O'Connor, reunimos este conjunto de relatos de la gran autora del sur norteamericano. La maestría de O'Connor para retratar la condición humana es excepcional; sus personajes buscan desesperadamente un sentido para sus vidas; sus desventuras desembocan en un encuentro con lo divino; están al límite de la locura o al final de la cordura, y en esa cuerda floja, la posibilidad de la redención emerge en un mundo que quizá haya olvidado su propósito. No hay un solo relato que no despierte una inquietud en el lector, que no lo haga pensar en la naturaleza del bien y del mal. Esta edición incluye un epílogo de lujo: un coloquio entre Guadalupe Arbona y José Jiménez Lozano, Premio Cervantes de 2002, que promete revelaciones que el lector solo podrá comprender plenamente después de sumergirse en el universo único de O'Connor.
Flannery O'Connor (1925-1964) nació en el seno de una familia católica en Savannah, Georgia, en el denominado «cinturón bíblico», de mayoría protestante, entorno en el que vivió casi toda su vida. Con dieciséis años perdió a su padre de lupus erithematosus, la misma enfermedad degenerativa que ella padeció de adulta.
Estudió en el Georgia State College, donde comenzó a pintar y escribir sus primeros relatos. En 1946 se matriculó en un programa de escritura creativa en la Universidad de Iowa. En 1947 consiguió un Master of Fine Arts con una serie de relatos, entre ellos «El geranio». Tras una agitada estancia en Nueva York, se trasladó a Connecticut con sus amigos Robert y Sally Fitzgerald, donde escribió su primera novela, Wise Blood.
En 1950, al aparecer los primeros síntomas de su enfermedad, se instaló en una antigua finca agrícola de la familia con su madre, donde transcurrirá el resto de su vida, a excepción de algunas estancias en el hospital y un viaje a Europa en 1958, con escala en Lourdes, de donde volvió con una patente mejoría. En la casa familiar, llamada «Andalusia», tuvo una dedicación casi exclusiva a la literatura, escribiendo numerosos relatos cortos y la novela The Violent Bear it Away.
Encuentro ha publicados cuatro libros con varios de sus relatos más significativos y algunos ensayos, además de su Diario de oración (2018). El más reciente es la antología El negro artificial y otros escritos (2019).
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
La vida que salves podría ser la tuya7 La vieja y su hija estaban sentadas en el porche cuando el señor Shiftlet subió el camino de la granja por primera vez. La vieja se apoyó en el borde de la silla y se inclinó hacia delante, protegiendo sus ojos con la mano de la penetrante luz de la puesta de sol. La hija, que no podía ver a tanta distancia, seguía jugando con sus dedos. A pesar de que la vieja vivía sola en este lugar desolado con su hija, y de que jamás había visto al señor Shiftlet, podía ver, incluso de lejos, que era un vagabundo y que era inofensivo. La manga izquierda de su abrigo estaba doblada para que se viera que dentro había medio brazo, y su cuerpo enjuto se ladeaba ligeramente como si el viento lo estuviera empujando. Llevaba un traje negro y un sombrero de fieltro marrón calado hacia atrás que le dejaba la frente al descubierto, y en la mano una caja metálica de herramientas. Caminaba a paso lento, la cara vuelta hacia el sol, como quien se balancea sobre la cima de una pequeña montaña. La vieja no cambió de postura hasta que llegó el hombre al jardín; luego se levantó, con un puño sobre la cadera. La hija, una chica grande con un vestido corto de organdí azul, lo vio de repente, dio un salto, empezó a patear y a señalarlo con el dedo, emitiendo sonidos nerviosos e incomprensibles. El señor Shiftlet se detuvo justo en el límite del jardín, dejó su caja en el suelo y levantó un poco el sombrero para saludarla, como si ella fuera la chica más normal del mundo; luego se dirigió a la anciana y se lo quitó. Tenía un pelo largo, liso y grasiento que colgaba desde una raya en medio de la cabeza hasta las puntas de las orejas. La frente constituía más de la mitad de un rostro que acababa repentinamente, y sus facciones reposaban sobre una prominente mandíbula de acero. Daba la sensación de ser un hombre joven, pero tenía la expresión de serena insatisfacción de alguien con un profundo conocimiento de la vida. —Buenas tardes —dijo la anciana. Tenía el tamaño de un poste de cedro y llevaba un sombrero de caballero, gris y muy calado. El vagabundo se la quedó mirando sin contestar. Se dio la vuelta para contemplar la puesta de sol. Lentamente, levantó un brazo entero y la mitad del otro para señalar una parte del cielo, y su silueta tomó la forma de una cruz torcida. La vieja lo miraba con los brazos cruzados sobre el pecho como si fuera la dueña del sol, y la hija observaba con la cabeza tendida y las manos gordas e inútiles colgando de las muñecas. Tenía el pelo largo, de un rubio que tiraba a rosa, y los ojos tan azules como el cuello de un pavo real. Aguantó la pose durante casi cincuenta segundos y entonces recogió la caja y subió al porche para luego sentarse en el último peldaño. —Señora —dijo con una voz firme y nasal—, yo daría lo que fuera por vivir donde pudiera ver el sol hacer eso todas las tardes. —Pues lo hace todas las tardes —dijo la vieja, y se volvió a sentar. Su hija se sentó también, observándolo con una mirada furtiva, como si fuese un pájaro que se hubiese acercado mucho. Se inclinó hacia un lado y hurgando en el bolsillo del pantalón sacó un paquete de chicles y le ofreció uno. Ella lo cogió, lo desenvolvió y lo empezó a masticar, sin quitarle los ojos de encima. Le ofreció a la anciana otro trozo, pero ella levantó el labio superior para que viera que no tenía dientes. La mirada pálida y aguda del señor Shiftlet ya había hecho inventario de todo lo que había en el jardín, la bomba de agua en la esquina de la casa, y la gran higuera donde tres gallinas se preparaban para pasar la noche, y se había fijado en el cobertizo desde donde asomaba la oxidada parte trasera de un coche. —¿Conducen ustedes? —Ese coche lleva quince años sin funcionar —dijo la vieja—. El día que murió mi marido, dejó de funcionar. —Ya nada es como antes, señora —dijo—. El mundo está casi podrido. —Es verdad —dijo la vieja—. ¿Es usted de por aquí? —Me llamo Tom T. Shiftlet —murmuró, mirando los neumáticos. —Mucho gusto. Me llamo Lucynell Crater y esta es mi hija, Lucynell. ¿Qué le trae por aquí, señor Shiftlet? Él calculaba que el coche sería un Ford del 28 o del 29. —Señora —dijo, y se volvió para prestarle toda su atención—, le voy a contar una cosa. Hay un médico de esos de Atlanta que ha cogido un cuchillo y ha sacado el corazón humano, el corazón humano —repitió, acercándose un poco—, del pecho de un hombre y lo ha sujetado en la mano —y extendió la mano, con la palma hacia arriba como si cargara ligeramente con el peso del corazón humano—, y lo estudió como si fuera un pollo recién nacido, y señora —dijo, haciendo una pausa larga y significativa durante la cual su cabeza se deslizó hacia delante y sus ojos color de arcilla se iluminaron—, no sabe más que usted o que yo. —Así es —dijo la anciana. —Es más, aun cogiendo ese cuchillo y haciéndole un montón de cortes, seguiría sin saber más que usted o que yo. ¿Qué nos apostamos? —Nada —dijo la anciana prudentemente—. ¿De dónde es, señor Shiftlet? No contestó. Metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de tabaco y otro de papel de fumar, lio un cigarro con destreza, a pesar de hacerlo con una mano, y se lo puso en la boca, colgando del labio superior. Luego sacó una caja de cerillas de madera y encendió una con la suela del zapato. La aguantó encendida como estudiando el misterio de la llama mientras el fuego descendía peligrosamente hacia su piel. La hija empezó a hacer ruidos y a señalar con el índice, sacudiéndolo ante él, pero justo cuando la llama estaba a punto de quemarle se inclinó y, protegiéndola con la mano como si fuera a prender fuego a su nariz, encendió el cigarro. Lanzó al aire la cerilla consumida y soltó una bocanada de humo gris. Su cara mostró una expresión ladina. —Señora. Hoy en día, la gente es capaz de hacer cualquier cosa. Le puedo decir que me llamo Tom T. Shiftlet y que soy de Tarwater, Tennessee, pero usted nunca me ha visto: ¿cómo sabe que no le estoy mintiendo? Señora, ¿cómo puede saber que no soy Aaron Sparks de Singleberry, Georgia, o George Speeds de Lucy, Alabama, o Thompson Bright de Toolsfalls, Mississippi? —No sé nada de usted —musitó la anciana, contrariada. —Señora, a la gente le importa poco mentir. Quizá lo mejor que puedo decirle es que soy un hombre; pero escúcheme, señora —dijo, e hizo una pausa para que su tono de voz resultara aún más lúgubre—, ¿qué es un hombre? La vieja empezó a masticar una semilla con las encías. —¿Qué lleva usted en esa caja metálica, señor Shiftlet? —Herramientas —respondió, contrariado—. Soy carpintero. —Bueno, si ha venido hasta aquí para trabajar, podría darle de comer y un sitio donde dormir, pero no le puedo pagar. Se lo aviso antes de que empiece —dijo ella. No hubo una respuesta inmediata, y su cara no mostraba ninguna expresión en particular. Se apoyó en uno de los postes que sostenía la cubierta del porche. —Señora —contestó lentamente—, hay algunos hombres para los que algunas cosas significan más que el dinero. Ella se mecía silenciosa y la hija vigilaba la nuez que subía y bajaba por el cuello del hombre. Le explicó a la anciana que lo único que le interesaba a la mayoría de la gente era el dinero y le preguntó para qué creía que el hombre había sido creado; si el hombre estaba hecho para el dinero, o qué. Le preguntó para qué pensaba que había sido creada, pero la anciana no contestó; siguió meciéndose, preguntándose si un manco sería capaz de ponerle un nuevo tejado en la caseta del jardín. Él hizo muchas preguntas a las que ella no contestó. Le dijo que tenía veintiocho años y que había tenido una vida muy movida. Había sido cantante de gospel, capataz en el ferrocarril, ayudante en una funeraria, y había hecho radio durante tres meses con Uncle Roy y su conjunto, los Red Creek Wranglers. Dijo que había luchado y derramado su sangre en las Fuerzas Armadas8, que había estado en todos los países extranjeros y que en todas partes había visto que a la gente no le preocupaba que se hicieran las cosas de una manera o de otra. Dijo que a él no lo habían criado así. Una luna rebosante y amarilla apareció entre las ramas de la higuera como si fuera a pasar allí la noche con las gallinas. Dijo que un hombre tenía que huir al campo para ver el mundo en su conjunto, y que ojalá viviera en un lugar tan desolado como este, donde todas las tardes pudiera ver la puesta de sol como Dios manda. —¿Está casado o soltero? —preguntó la anciana. Hubo un largo silencio. —Señora —preguntó finalmente—, ¿dónde se podría encontrar una mujer inocente hoy día? No me interesa ninguna de las mujeres fáciles que podría conseguir. La hija se inclinó aún más, la cabeza casi colgando entre sus rodillas, vigilándolo a través de una pequeña ventana triangular que había hecho con su pelo. De pronto se desparramó contra el suelo como una masa, y empezó a lloriquear. El señor Shiftlet la levantó y la ayudó a sentarse de nuevo en la silla. —¿Es la más pequeña? —preguntó. —Es la única —dijo la vieja—, y es la chica más dulce del mundo. No la cambiaría por nada. Además, es lista. Sabe barrer, cocinar, lavar la ropa, dar de comer a los pollos y trabajar con el...