O'Brien | Esa dama | E-Book | www2.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 384 Seiten

Reihe: Narrativas Históricas

O'Brien Esa dama

La historia de la princesa de Éboli
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-350-4707-4
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

La historia de la princesa de Éboli

E-Book, Spanisch, 384 Seiten

Reihe: Narrativas Históricas

ISBN: 978-84-350-4707-4
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli y duquesa de Pastrana es uno de los personajes más intrépidos y fascinantes de cuantos se movieron alrededor de la corte de Felipe II. A los trece años se casa con Ruy Gómez de Silva, secretario de Estado y favorito del rey. A los catorce pierde un ojo en un duelo y desde entonces sus amistades la llaman la Tuerta. Tuvo diez hijos y se mostró siempre como una esposa fiel y abnegada, pero nunca consiguió acallar a quienes en la corte la señalaban como la amante del rey. Ana enviudó a los treinta años y, a instancias de Felipe II, abandonó su retiro campestre para volver a hacerse cargo de sus responsabilidades en Madrid. En septiembre de 1577 se encontró de nuevo con un gran amigo de su marido, el arrogante y atractivo Antonio Pérez, y este encuentro alteró definitivamente su existencia. Esta novela de Kate O'Brien narra la historia y la definitiva transformación de esta mujer inolvidable, alguien que descubrió tardíamente la pasión y que afrontó con una entereza extraordinaria el escándalo y la cólera del hombre que en esa época ostentaba el poder absoluto: el rey.

Nació en Irlanda, pero pasó gran parte de su vida en Londres, donde escribió para distintos periódicos y se inició en la literatura con obras teatrales. Curiosamente su carrera comenzó en Euskadi donde dio sus primeros pasos como escritora con algunos relatos. El éxito le llegó con su primera novela,  Without my Cloak , que obtuvo los premios  Hawthronden  y  James Tait Black  en 1931. Es autora de otras ocho novelas, dos de las cuales ( Mary Lavelle  y  The Land of Spices ) fueron censuradas en Irlanda por 'inmorales', de lagunos libros de viajes ( Farewell Spain  en 1937 y  My Ireland  en 1962) y de una autobiorafía (Presentation Parlour, 1963), además de dramatizaciones de algunas de sus novelas como  Mary Lavelle  que se llevó al cine bajo el título  Talk of Angels  y que en España se estreno como  Pasiones rotas .  That Lady (1946) , publicada en Edhasa como Esa Dama en 1986 en la colección de Narrativas Históricas.
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PRIMERA PARTE

Madrid y Pastrana

CAPÍTULO PRIMERO

(Septiembre de 1577)

I

Bernardina llevó el vino y lo colocó en una mesa de piedra que había junto a la fuente. Antonio Pérez se levantó y le hizo sitio junto a él en el banco. Era casi medianoche y el patio estaba fresco y sombrío.

–La princesa lamenta tener que haceros esperar un poco, don Antonio, pero tiene una visita imprevista, don Juan de Escobedo.

–¿Sí? Pobre princesa. ¿Una visita aburrida?

Bernardina sirvió un poco de vino en dos vasos.

–Sí, ahora parece una persona muy seria. Pero antes era muy alegre, casi tan alegre como vos, don Antonio, en tiempos del príncipe de Éboli, cuando ambos erais sus protegidos. ¿Recordáis?

–Lo recuerdo. –Antonio contempló lánguidamente el amplio patio rodeado de columnas–. ¡Cómo nos divertíamos entonces aquí, Bernardina! ¡Las fiestas que dábamos! ¡Querido Ruy!

–Sí, le gustaban las fiestas, que Dios lo tenga en la gloria. Pero también a la princesa. Esta primavera dimos algunas bien agradables, don Antonio, aunque vos estuvierais a veces demasiado ocupado para asistir.

–Por desgracia. Ya sabéis, Bernardina, que cuando se es el favorito del rey no todo son mieles.

–Sí, lo sé desde que vos no erais más que un paje. Madre de Dios, cómo trabajaba don Ruy.

Antonio bebió el vino y lo mismo hizo Bernardina.

–Es imposible emularlo. De todos modos... a veces es emocionante.

–Y vos lo demostráis, si se me permite hacer...

Él retocó su atuendo, divertido. Iba vestido y arreglado con gran elegancia.

–Hago lo que puedo –le contestó burlonamente–. Me alegro de que os guste, Bernardina.

–Yo no he dicho eso.

–Sí que lo habéis dicho, vieja coqueta. De todos modos, está claro que os gusta la ciudad y todos nuestros desatinos.

–Ah sí, me gusta Madrid. Yo nunca estuve conforme con la piadosa viudez en Pastrana; Ana lo sabía.

–Y tampoco con el absurdo plan de convertirse en monja carmelita. ¿Os acordáis de aquel alboroto?

Él rió y volvió a tomar un trago.

Bernardina también se rió, pero misteriosa y suavemente.

–Querida Ana..., menuda tontería. Y creo que sé lo que le pasaba entonces...

–¿Qué le pasaba?

–No os preocupéis, señor secretario de Estado. No es un asunto de gobierno.

–Casi lo fue entonces. Me temo que la gran madre Teresa nunca perdonará a la princesa.

Bernardina ahogó una risita.

–No me extraña. Pero no le habléis de nada de esto a la princesa.

–No tengo ninguna intención. Pero ¿por qué?

–No le gusta recordarlo, igual que no le gusta tener un solo ojo.

–¡Ah, ya!

–Después de todo –dijo Bernardina–, ¿quién no ha hecho alguna tontería en algún momento de la vida? Y ella, bueno, la muerte de don Ruy la asustó. –Tomó un trago de vino–. Es la única vez que la he visto perder la cabeza, y soy su dueña desde que tenía dieciocho años.

Antonio se sintió algo aburrido.

–Es una mujer muy interesante –dijo.

–Lo es. Y lo que es más, es buena. Demasiado buena, si queréis mi opinión, en un mundo perverso.

–Entonces vos sois una mala compañera para ella, supongo –dijo él coqueteando automáticamente con esta vivaz mujer de mediana edad, como hacía, sin darse cuenta, con cualquiera que pareciera esperarlo.

–Sí, siempre he procurado ser mala compañera. A Ana no le importa.

Los dos se echaron a reír.

–De todos modos, ¡al infierno este Escobedo! Su visita se está alargando, ¿no creéis? ¿Hace esto con frecuencia? –Al formular la segunda pregunta apenas ocultó su repentina curiosidad de político.

–No, ésta no es más que la segunda vez que lo vemos. Claro que presentó sus respetos a la duquesa de Pastrana en agosto, justo después de regresar de los Países Bajos, llevado por la devoción que le inspiraba don Ruy. Y no llevamos aquí más que cuatro días, como sabéis, de modo que no lo hemos vuelto a ver desde entonces.

–No es muy dado a hacer visitas a las damas.

–Bueno, si me permitís decirlo, las damas no se pierden gran cosa. Se ha convertido en un viejo falto de todo interés. ¿Qué le pasa? Yo hubiera dicho que la vida con don Juan de Austria tendría contento a cualquiera. Y, después de todo, es de suponer que lo pasan bastante bien en Bruselas y todos esos sitios, ¿no?

Antonio rió con ganas.

–Oh, sí, se lo pasan estupendamente en Bruselas, creedme. Los despachos de allí son una larga y dulce canción...

En el extremo más alejado del patio se abrió una puerta y penetró un haz de luz procedente del pasillo interior. Juan de Escobedo lo cruzó seguido de un criado de la casa. Cuando alcanzó el centro del patio, donde se levantaba la fuente, iluminada por la luz de la luna que brillaba en los negros cielos madrileños, Antonio se levantó a saludarlo.

–Buenas noches, Juan. ¿Cómo estáis?

Juan de Escobedo parecía sorprendido, y furioso.

–¿Vos aquí? –dijo.

–Sí, yo. Era uno de los lugares predilectos de los dos cuando éramos jóvenes.

–Sí que lo era –dijo Escobedo con gravedad.

–Os esperaba hoy en mi despacho del Alcázar. Quiero hablar con vos.

–Bueno, podríamos hablar ahora. Estoy libre.

–Ah, pero yo no, amigo mío. La mayoría de las noches dejo de ser funcionario a las once, si puedo. Voy a cenar con la princesa.

–¿Sí? En ese caso no os detengo. Buenas noches, doña Bernardina.

–Buenas noches, don Juan.

–Buenas noches, Juan –dijo Antonio, pero no recibió respuesta. El criado lo acompañó hasta la puerta de la calle. Antonio Pérez permaneció quieto, mirándolo salir.

El criado regresó y se dirigió a él cruzando el patio.

–Su Alteza lo recibirá ahora, señor –le dijo a Antonio, que se volvió y se inclinó ante la dueña.

–Entonces, buenas noches, doña Bernardina, y muchas gracias por vuestra agradabilísima compañía.

Ella levantó la copa de plata y se apoyó en el respaldo en tanto le sonreía.

–El placer ha sido mío, señor secretario de Estado –dijo en tono de broma. Lo observó seguir al criado hasta el otro extremo del patio.

«No parece muy hombre, a juzgar por su aspecto exterior –pensó ella–. Pero da la impresión de estar muy seguro de sí mismo. Bueno, tiene motivos.»

Se sirvió más vino.

II

Ana de Mendoza recorría a grandes zancadas el amplio y solemne recibidor en que esperaba a Pérez. Llevaba todo el día a la vez divertida y en guardia ante aquella cena a la que había conseguido que lo invitara, con demasiada habilidad, supuso. Pero ahora la enigmática e intranquilizadora charla de Escobedo había rebasado el límite de la impertinencia, y estaba molesta.

Cuando el criado anunció a Antonio Pérez, se adelantó rápidamente hacia él desde el extremo más apartado de la habitación, alejando las preocupaciones de su mente.

«Es extraño que ande con tal rapidez –pensó él–. Pero supongo que tiene un curioso tipo de belleza.»

Se inclinó profundamente sobre la mano que le tendía.

–Disculpadme por haberos hecho esperar tanto, don Antonio. Pero la visita de don Juan ha sido imprevista, y es un poco... lento... al hablar.

Se echaron a reír.

–Princesa, naturalmente estaba impaciente, pero, creedme, puedo ser impaciente con mucha paciencia.

–¿Por eso sois secretario de Estado?

–Sin duda. De todos modos todos hemos esperado con impaciencia vuestro regreso del campo. Los tres meses que esta casa ha permanecido cerrada nos ha parecido mucho tiempo.

–Sin embargo, todos os las arreglasteis muy bien cuando estuvo cerrada tres años.

–No tan bien como ahora, princesa, os lo aseguro. De verdad sois una persona apreciadísima en la sociedad de Madrid, aunque no fuera por otra razón que porque es bueno para el rey tener a una amiga tan querida cerca.

Pérez pronunció su alocución con tacto. Ana observó la sinceridad que transmitía y la cuidadosa eliminación de todo signo de impertinencia. Hablaba como quien carece de segundas intenciones y sólo quiere decir lo que dice. Involuntariamente sintió admiración por el efecto logrado, mientras se preguntaba en qué medida estaría calculado.

Cuando aquel hombre era joven y se encontraba bajo la protección de su marido, lo consideraba bobo y presuntuoso. Con frecuencia ponía objeciones a la optimista opinión que Ruy tenía de él. Y durante la primavera que acababa de finalizar, la primera temporada que había pasado en la corte en cuatro años, al conocerlo en compañía de Felipe primero, y luego en las casas de amigos comunes y en la propia casa de Ana, todavía le costó tomárselo en serio. Sin embargo, sabía que, después del rey, era el hombre más importante de España en aquel momento, y políticamente el más inteligente. Lo percibía en el modo en que cultivaba su amistad con discreción; su ritmo se había intensificado ligeramente durante las últimas seis semanas, con una visita casual a Pastrana aprovechando su estancia en las cercanías en el mes de agosto; luego una nota acompañando a un regalo de libros; después aquella maniobra llevada con tanto tacto para ser invitado a cenar en cuanto regresara a Madrid; y ayer, flores, con un billete...



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