E-Book, Spanisch, Band 4, 416 Seiten
Reihe: Narrativas Históricas
O'Brian Operación Mauricio
Edición revisada
ISBN: 978-84-350-4967-2
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 4, 416 Seiten
Reihe: Narrativas Históricas
ISBN: 978-84-350-4967-2
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
NUEVA EDICIÓN REVISADA
«Las mejores novelas sobre el mar escritas en el siglo xx»,
Daily Mail
Europa tiembla en pleno fragor de las guerras napoleónicas. Mientras tanto, el capitán Jack Aubrey está en tierra, convertido en un caballero que disfruta de las comodidades de la vida doméstica en su casa de campo: esposa, hijas, madre política, criados... Sin embargo, en cuanto se le presenta la oportunidad de escapar de esos encantos, con la llegada de su amigo Stephen Maturin, que trae órdenes secretas para que se ponga al mando de una fragata, Aubrey la acepta con todas sus fuerzas. La nueva misión le ofrece todos los ingredientes de riesgo y aventura que el inquieto capitán aprecia: arrebatar a los franceses las islas Reunión y Mauricio, en el océano Índico, para lo que tendrán que doblar el cabo e Buena Esperanza. Pero pronto dos de los capitanes de la armada pondrán en peligro las órdenes se agravan por dos de sus propios capitanes: lord Clonfert, hombre diletante que sólo busca placer, y el capitán Corbett, cuya severidad empuja a su tripulación al borde del motín.
Esta es la cuarta entrega de una serie de novelas indispensables para los amantes de la novela histórica de aventuras marítimas y las guerras napoleónicas. Un long-seller en todo el mundo de Patrick O'Brian
PATRICK O'BRIAN ( 12-12-1914 / 02-01-2000 )
Patrick O'Brian nació en 1914 y publicó su primer libro, César, el panda-leopardo, cuando contaba tan sólo con quince años. Escribió historias y poemas durante toda su vida, divulgó unas aclamadas biografías sobre Pablo Picasso y el naturalista Joseph Banks e incluso tradujo del francés a autores como Simone de Beauvoir, entre otros.??
En los primeros años de la década de los 60, comenzó a trabajar en la idea que se convertiría, a lo largo de los siguientes cuarenta años, en la serie de veinte novelas sobre Aubrey y Maturin (con un volumen inacabado publicado póstumamente). Éstas comprenden la totalidad de las guerras napoleónicas, en un periodo de veinte años, y se suceden por todo el mundo, y gracias a ellas O'Brian llegó a ser uno de los principales y más aclamados novelistas del siglo XX.??
Tras casarse con Mary Tolstoy en 1945, la pareja vivió el resto de sus vidas en Collioure, en Francia; ella mecanografiaba los manuscritos de su esposo a partir de sus múltiples borradores, y él dedicaba a su mujer todos sus libros.??
En 1995, Patrick O'Brian fue galardonado con la Orden del Imperio Británico, la mayor distinción para un civil, y en 1997 recibió un doctorado honorario en Letras por el Trinity College de Dublín. O'Brian murió en enero del año 2000 a los ochenta y cinco años.
Weitere Infos & Material
CAPÍTULO 2 Desde aquel elemento húmedo, siempre cambiante y a menudo traicionero, aunque por el momento templado y tranquilo, el capitán Aubrey le dictó una carta oficial a su alegre escribiente: Boadicea En alta mar Señor: Tengo el honor de comunicarle que, al amanecer del día diecisiete del corriente, con las islas Desertas y Selvagens a dos leguas SSE, la fragata de Su Majestad que está bajo mi mando tuvo la suerte de encontrarse con un barco de guerra francés que llevaba consigo una presa. Cuando la Boadicea se le aproximó, el barco viró y abandonó la presa, un paquebote con los masteleros tumbados sobre la cubierta. En la fragata no se escatimaron esfuerzos para alcanzar el barco enemigo, que se empeñaba en hacernos pasar entre los bancos de arena de las islas Desertas y Selvagens, pero, al perder los estayes como consecuencia de la caída de su mastelero de sobremesana, encalló en un arrecife. Poco después, puesto que el viento había amainado y las rocas lo protegían de los cañones de la Boadicea, lo abordamos desde los botes y pudimos comprobar que era la Hébé, antiguamente la Hyaena, fragata de Su Majestad de veintiocho cañones que ahora lleva veintidós carronadas de veinticuatro libras y dos cañones largos de nueve libras. Tenía una tripulación de doscientos catorce hombres y estaba al mando de monsieur Bretonnière, teniente de navío, ya que el capitán había muerto en el combate contra la presa. Había salido hacía treinta y ocho días de Burdeos para un crucero y había atrapado los barcos ingleses citados al margen. Mi primer oficial, el señor Lemuel Akers, un oficial veterano y de mérito, estaba al mando de los botes de la Boadicea y dirigió el ataque con gran valentía, y el teniente Seymour y el señor Johnson, ayudante del oficial de derrota, también actuaron con gran arrojo. Realmente –me complace decirlo– la conducta de todos los tripulantes de la Boadicea me pareció muy satisfactoria. Por otra parte, no tengo que lamentar bajas y sólo hay dos hombres heridos superficialmente. Atamos el paquebote sin tardanza. Es el Intrepid Fox, de Bristol, al mando del capitán A. Snape, y venía de la costa guineana cargado de colmillos de elefante, polvo de oro, granos del Paraíso, cueros y pieles. En vista del valor de su cargamento, me pareció conveniente mandarlo a Gibraltar escoltado por la Hyaena, al mando del teniente Akers. Tengo el honor de ser..., etc. El capitán Aubrey observaba con gran benevolencia la pluma del escribiente deslizándose con rapidez. La carta, en esencia, decía la verdad, pero, como muchas cartas oficiales, contenía algunas mentiras. A Jack no le parecía que el teniente Akers fuera un oficial de mérito, y, por otra parte, su valentía había consistido simplemente en gritarle a la Hébé desde las escotas de popa del bote, donde estaba confinado a causa de su pierna de madera. Además, la conducta de algunos tripulantes de la Boadicea casi había agotado su paciencia y al paquebote no lo habían atado sin tardanza. –No se olvide de poner a los heridos al final de la página –dijo–. Son James Arklow, marinero simple, y William Bates, infante de marina. Ahora tenga la amabilidad de decirle al señor Akers que le daré un par de cartas personales para que las lleve a Gibraltar. Cuando se quedó solo en la gran cabina miró por la ventana de popa hacia el mar en calma, iluminado por el sol y lleno de barcos: las presas estaban en facha, los botes iban y venían, y en la Hébé, mejor dicho, la Hyaena, la jarcia estaba llena de hombres que daban los toques finales a las reparaciones y ya preparaban los obenques del nuevo mastelero de sobremesana, lo que hacía patente que contaba con un excelente contramaestre, el señor John Fellowes. Entonces cogió una hoja de papel y empezó a escribir: Amor mío, sólo unas breves líneas para expresarte mi profundo cariño y decirte que todo va bien. Tuvimos un viaje extraordinariamente bueno hasta los 35° 30', con un fuerte viento por la aleta que permitía llevar las gavias con dos rizos –la forma en que la Boadicea navega mejor con su actual aparejo– desde que llegamos a la altura de la punta Rama, justo al otro lado del golfo de Vizcaya, casi hasta Madeira. Entramos en Plymouth con marea alta un lunes por la noche –una oscura noche con ráfagas de aguanieve y fuerte viento–, y, como le habíamos dado nuestro nombre a Stoke Point, el señor Farquhar ya estaba esperándonos con bolsas y baúles en la oficina del comisionado. Mandé a un mensajero a la posada de lady Clonfert para pedirle que estuviera en el muelle veinte minutos después de dar la hora, pero debió de haber alguna equivocación y no apareció, de modo que tuve que hacerme a la mar sin ella. Bueno, para ser breve, el fuerte viento nos ayudó a cruzar el golfo de Vizcaya, donde la Boadicea demostró ser una embarcación estanca y resistente, y llegué a pensar que avistaríamos la isla de Madeira en poco más de una semana, pero entonces el viento roló al sureste y me vi obligado a desviarme hacia Tenerife, por lo que maldije mi suerte. Cuando sonaron las cuatro campanadas de la guardia de mañana, me encontraba en cubierta, adonde había subido para asegurarme de que el oficial de derrota, un viejo ignorante, no nos hiciera pasar entre las islas Desertas y Selvagens –porque casi nos había hecho encallar en Penlee Point–, y entonces allí, a babor, justo al amanecer, apareció un barco de guerra francés en facha con una presa. El barco no tenía muchas posibilidades porque la presa –uno de los mercantes que hacen el comercio con Guinea– estaba muy bien armada y le había causado importantes daños antes de ser capturada. Además, no tenía la jarcia en buenas condiciones y le estaban colocando un nuevo velacho, muchos de sus tripulantes estaban a bordo del mercante tratando de repararlo, y, desde luego, su tamaño no era ni la mitad del nuestro. Puesto que nosotros nos encontrábamos por la banda de barlovento del barco, nos fue fácil dar una guiñada y empezar a disparar los cañones de proa, aunque no le hicimos mucho daño, aparte de poner nerviosa a la tripulación. No obstante, hicieron todo lo que pudieron: nos acribillaron con el cañón de popa y trataron de hacernos atravesar el canal Dog-Leg, de cuatro brazas de profundidad. Pero yo había sondeado ese canal cuando era guardiamarina en el Circe, y, como nuestro calado es de veintitrés pies, decidí no seguirlo a pesar de que no había olas de importancia. Si el barco francés hubiera atravesado el canal, se nos habría escapado, ya que la Boadicea es un poco lenta (aunque no debes repetir esto en ninguna parte, cariño mío), pero le derribamos el mastelero de sobremesana, perdió los estayes a la entrada del canal y luego encalló en un arrecife, y, puesto que el viento no soplaba, no pudo desencallarse. Entonces bajamos los botes y lo capturamos sin mucha dificultad, aunque lamento decir que el oficial que se encontraba al mando resultó herido. Stephen lo está curando ahora, pobre hombre. No fue una acción gloriosa, amor mío, ni peligrosa en lo más mínimo; pero lo bueno de todo esto es que el barco francés puede considerarse una fragata, aunque de las más pequeñas. Era nuestra antigua Hyaena, una embarcación de veintiocho cañones, más vieja que el arca de Noé, que los franceses habían apresado cuando yo era niño. Tenía demasiados cañones, desde luego, y ellos le pusieron sólo carronadas de veinticuatro libras y dos cañones largos de nueve libras y la rebajaron a la categoría de corbeta; estaba tan cambiada que apenas la reconocí. Pero para nosotros aún es una fragata y, naturalmente, la comprará la Armada, porque tiene excelentes cualidades para la navegación –sobre todo navega bien con el viento en popa–, y la sacamos de allí sin que sufriera daños, sin que llegara a arañarse el revestimiento de cobre escasamente por una o dos brazas. Además, habrá el dinero de la recompensa. Y sobre todo no hay que olvidar el mercante, el cual, aunque no se considera una presa –ya que es inglés–, sino un objeto salvado en una operación de salvamento, representa cierta cantidad de dinero que no vendrá mal para el fogón, dado el estado en que se encuentra. Desgraciadamente, el almirante se lleva una parte, pues, a pesar de que yo estaba bajo las órdenes del Almirantazgo, el astuto zorro les agregó una tontería para asegurarse uno de mis octavos en caso de que atrapara algo, y lo hizo de la forma más descarada, riendo alegremente: ¡Ja, ja! Por lo visto, todos los almirantes están cortados por el mismo patrón, y seguro que me encontraré con una situación igual en El Cabo. Apenas escribió ese nombre, recordó las recomendaciones de Stephen de que lo mantuviera todo en secreto y lo cambió por «nuestro destino». Entonces siguió hablando del mercante: Lo normal habría sido que el mercante hubiera estado abarrotado de negros con destino a las Indias Occidentales, y eso habría aumentado mucho su valor. Pero tal vez haya sido mejor que no llevara ninguno, porque Stephen se enfurece tanto cuando se menciona la esclavitud que seguramente me hubiera visto obligado a desembarcarlos para evitar que lo ahorcaran por rebelión. Sin ir más lejos, la última vez que comimos con los oficiales, Akers, el primer oficial, sacó a colación el tema, y Stephen discutió con él tan violentamente que tuve que...