Obioma | Los pescadores | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 333, 296 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Obioma Los pescadores


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16638-62-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 333, 296 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-16638-62-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



FINALISTA DEL PREMIO BOOKER DE FICCIÓN 2015 «Un espléndido debut: desprende veracidad, y su estilo y su poderoso argumento resultan vertiginosos. Aunque pocas novelas merecen ser definidas como míticas, Los Pescadores es sin duda una de ellas».   ELEANOR CATTON A mediados de los años noventa, Benjamin y sus hermanos observan impotentes cómo su padre se ve forzado a abandonar su hogar en la ciudad de Akure por motivos laborales. Pero a medida que la estricta presencia paterna va difuminándose, los chicos dejan de ir a clase para frecuentar el río, lugar prohibido donde un excéntrico adivino les lanzará una aterradora profecía: el mayor de los muchachos habrá de morir a manos de uno de ellos. Lo que sucede a continuación es un relato mítico, trágico y liberador, capaz de transcender las vidas y la imaginación de personajes y lectores. Los pescadores plantea una narración universal que desvela toda la riqueza cultural de África y sus contradicciones. Con este impactante y evocador debut, Chigozie Obioma se presenta como una de las voces más originales de la literatura moderna en lengua inglesa.

Chigozie Obioma nació en Akure, Nigeria, en 1986. Sus relatos han aparecido en Virginia Quarterly Review y New Madrid. En otoño de 2012 obtuvo una residencia en el OMI International Arts Center en Nueva York. Tras vivir en Chipre y Turquía, en la actualidad reside en los Estados Unidos, donde da clases en la Universidad de Nebraska-Lincoln. Los pescadores, su primera novela, ha sido finalista para el premio Booker de Ficción 2015 y está siendo traducida a más de una veintena de idiomas.
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1
Pescadores

Éramos pescadores.

Mis hermanos y yo nos hicimos pescadores en enero de 1996, después de que nuestro padre se mudase de Akure, una ciudad al oeste de Nigeria, donde habíamos vivido juntos toda nuestra vida. Su jefe, el Banco Central de Nigeria, lo trasladó a una sucursal en Yola —una ciudad en el norte, que en camello estaba a una distancia de más de mil kilómetros— la primera semana de noviembre del año anterior. Recuerdo la noche que Padre volvió a casa con la carta de su traslado; era viernes. Del viernes al sábado, Padre y Madre mantuvieron negociaciones susurradas, como sacerdotes en un santuario. El domingo por la mañana, Madre renació como un ser distinto. Había adquirido la manera de caminar de un ratón mojado, desviando la mirada mientras deambulaba por la casa. Ese día no fue a la iglesia, sino que se quedó en nuestro hogar, y lavó y planchó una pila de ropa de Padre, luciendo una tristeza impenetrable en el rostro. Ninguno de los dos nos dijo ni una palabra a mis hermanos y a mí, tampoco nosotros preguntamos. Mis hermanos —Ikenna, Boja, Obembe— y yo habíamos llegado a entender que cuando los dos ventrículos de nuestra casa —nuestro padre y nuestra madre— guardaban silencio, de igual forma en que los ventrículos del corazón retienen la sangre, podríamos inundar la casa si los agitábamos. De modo que, en momentos así, evitábamos el televisor que había en la estantería de ocho baldas, en el salón. Nos quedábamos en nuestras habitaciones, estudiando o fingiendo estudiar, preocupados pero sin hacer preguntas. Mientras estábamos allí, asomábamos las antenas para captar lo que pudiésemos de la situación.

Al anochecer del domingo, comenzaron a caer migajas de información del soliloquio de Madre, como restos del plumaje de un pájaro de penacho abundante.

—¿Qué clase de trabajo aleja a un hombre de la crianza de sus hijos? Incluso aunque hubiese nacido con siete manos, ¿cómo podría cuidar sola de estos niños?

Aunque estas preguntas febriles no se dirigían a nadie en particular, sin duda estaban destinadas a los oídos de Padre. Él estaba sentado solo en una butaca del salón, con la cara cubierta por un ejemplar de su periódico favorito, The Guardian, medio leyendo y medio escuchando a Madre. Y aunque había escuchado todo lo que ella había dicho, Padre siempre hacía oídos sordos a las palabras que no se dirigían a él directamente, del tipo al que a menudo se refería como «palabras cobardes». Tan solo seguía leyendo, parándose de vez en cuando para reprender o aplaudir en voz alta algo que había visto en el periódico —«Si hay justicia en el mundo, Abacha debería de ser llorado pronto por la bruja de su mujer», «¡Guau, Fela es un dios! ¡Santo cielo!», «¡Deberían despedir a Reuben Abati!»—, cualquier cosa para dar la impresión de que las quejas de Madre eran vanas; lamentos a los que nadie estaba prestando atención.

Antes de que nos durmiésemos aquella noche, Ikenna, que tenía casi quince años y en quien confiábamos para interpretar la mayoría de las cosas, insinuó que iban a trasladar a Padre. Boja, un año menor que él, que se habría sentido poco inteligente si pareciera no tener ni idea de la situación, dijo que lo que debía de suceder es que Padre iba a viajar al extranjero, a un «mundo occidental», como a menudo temíamos que hiciese algún día. Obembe, que con once años tenía dos más que yo, no se había formado ninguna opinión. Yo tampoco. Pero no tuvimos que esperar mucho.

La respuesta llegó a la mañana siguiente, cuando Padre apareció de pronto en la habitación que yo compartía con Obembe. Llevaba una camiseta marrón. Dejó sus gafas sobre la mesa, un gesto que demandaba nuestra atención.

—Voy a vivir en Yola desde hoy, y no quiero que le deis ningún problema a vuestra madre.

Su rostro se retorció al decir esto, de la forma en que lo hacía siempre que quería que el miedo nos persiguiese. Habló despacio, con la voz más profunda y grave, cada palabra se clavó veintidós centímetros en las vigas de nuestra mente. De esa forma, si nos moviéramos y desobedeciésemos, él nos haría invocar el momento exacto en que nos dio la orden con todo detalle, con la sencilla frase: «Os lo dije».

—La llamaré a menudo, y si oigo cualquier mala noticia —levantó el dedo índice para reforzar sus palabras—, quiero decir, cualquier cosa rara..., tendréis una «recompensa».

Dijo «recompensa» —una palabra con la que enfatizaba una advertencia o recalcaba el castigo por alguna mala acción— con tanto vigor que se le hincharon las venas a ambos lados de la cara. Esta palabra, una vez pronunciada, a menudo completaba el mensaje. Sacó dos billetes de veinte nairas2 del bolsillo delantero de su abrigo y los dejó caer sobre nuestro escritorio.

—Para los dos —dijo, y salió de la habitación.

Obembe y yo seguíamos sentados en la cama, intentando darle sentido a todo aquello, cuando oímos a Madre hablándole fuera de casa en voz tan alta que parecía que él ya estuviese muy lejos.

—Eme, acuérdate de que aquí tienes niños que están creciendo —dijo—. Te lo advierto, ¿eh?

Continuaba hablando cuando Padre arrancó su Peugeot 504. Al oírlo, Obembe y yo salimos corriendo de nuestra habitación, pero Padre ya estaba cruzando la puerta. Se había ido.

Siempre que pienso en nuestra historia, en cómo aquella mañana marcaría la última vez que vivimos juntos, todos, como la familia que siempre habíamos sido, empiezo —incluso dos décadas después— a desear que no se hubiese marchado, que jamás hubiese recibido aquella carta de traslado. Antes de que llegase aquella carta, todo estaba en su sitio: Padre iba a trabajar cada mañana y Madre, que tenía un puesto de alimentos frescos en el mercado, se ocupaba de mis cinco hermanos y de mí, que, como los hijos de la mayoría de familias en Akure, íbamos a la escuela. Todo seguía su curso natural. Pensábamos poco en los hechos pasados. Entonces el tiempo no significaba nada. Los días llegaban con nubes que colgaban del cielo llenas de tazas de polvo en la época seca, y el sol se prolongaba hasta la noche. Era como si una mano trazase dibujos confusos en el cielo durante la época de lluvia, cuando el agua caía en diluvios que vibraban con espasmos de tormenta durante seis meses ininterrumpidos. Como las cosas seguían este esquema conocido y estructurado, ningún día merecía la pena recordarse en especial. Todo lo que importaba era el presente y el futuro previsible. Los destellos del mismo llegaban en su mayor parte como una locomotora rodando por vías de esperanza, con carbón negro en el corazón y un bocinazo fuerte, gigante. A veces estos destellos llegaban en sueños o en el vuelo de pensamientos fantasiosos que susurraban por tu mente —seré piloto, o presidente de Nigeria, un tipo rico, tendré helicópteros—, porque el futuro es lo que hacemos de él. Era un lienzo en blanco sobre el que se podía imaginar cualquier cosa. Pero el traslado de Padre a Yola cambió la ecuación: el tiempo, las épocas y el pasado empezaron a importar, y comenzamos a añorarlo y ansiarlo incluso más que el presente y el futuro.

Padre empezó a vivir en Yola desde aquella mañana. El teléfono verde que había en casa, que sobre todo se había usado para recibir llamadas del señor Bayo, un amigo de la infancia de Padre que vivía en Canadá, se convirtió en la única forma de contactar con él. Madre aguardaba nerviosamente sus llamadas y marcaba los días que él telefoneaba en el calendario de su habitación. Siempre que Padre se saltaba un día del calendario, y Madre ya había agotado su paciencia esperando, por lo general ya entrada la medianoche, se desataba el nudo en el dobladillo de su wrappa3, sacaba un papel arrugado en el que había garabateado su número de teléfono, y marcaba sin parar hasta que él contestaba. Si seguíamos despiertos, nos apiñábamos a su alrededor para oír la voz de Padre, insistiéndole para que lo presionase y nos llevase con él a la ciudad nueva. Pero Padre se negaba constantemente. Yola, repetía, era una ciudad inestable con una historia de frecuente violencia a gran escala, en especial hacia la gente de nuestra tribu, los igbo. Seguimos presionándolo hasta que estallaron los sangrientos disturbios sectarios en marzo de 1996. Cuando Padre se puso por fin al teléfono, nos contó —con el sonido de disparos esporádicos que eran audibles de fondo— cómo escapó de la muerte por poco cuando los amotinados atacaron su distrito, y cómo una familia entera fue masacrada en su casa, en la calle frente a la suya. «¡Niños pequeños asesinados como aves de corral!», dijo, poniendo mucho énfasis al decir «niños pequeños», de forma que nadie sensato pudiera atreverse a mencionar de nuevo la idea de mudarse con él. Y así fue. Padre convirtió en costumbre venir de visita un fin de semana sí y otro no, con su Peugeot 504, polvoriento, agotado por el viaje de quince horas. Esperábamos impacientes aquellos sábados en los que su coche hacía sonar la bocina en la entrada, y nos apresurábamos para abrirle, todos ansiosos por ver qué chuchería o qué regalo nos había traído esa vez. Después, cuando poco a poco nos acostumbramos a verlo cada pocas semanas o así, las cosas cambiaron. Su figura descomunal, que se apropiaba del decoro y la calma, menguó paulatinamente hasta tener el tamaño de un guisante. Su arraigada rutina de serenidad, obediencia, estudio y siesta obligatoria —un hábito de nuestra vida cotidiana durante tanto tiempo— poco a poco perdió su fuerza. Se desplegó un velo sobre sus ojos...



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