Nooteboom | Venecia. El león, la ciudad y el agua | E-Book | www2.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 121, 272 Seiten

Reihe: El Ojo del Tiempo

Nooteboom Venecia. El león, la ciudad y el agua


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-18436-34-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 121, 272 Seiten

Reihe: El Ojo del Tiempo

ISBN: 978-84-18436-34-5
Verlag: Siruela
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«Nooteboom ha logrado lo imposible: decir algo nuevo sobre esta ciudad intemporal sobre la que parece que se ha dicho todo». ALBERTO MANGUEL «Cees Nooteboom ha desbordado con su incesante creatividad el límite que proponen los géneros literarios. [...] Ha hecho del nomadismo una actitud filosófica, estética y espiritual que trasciende las fronteras y revela la naturaleza expansiva de los horizontes humanos». Del jurado del PREMIO FORMENTOR DE LAS LETRAS 2020 La pasión de Cees Nooteboom por Venecia no se ha apagado en más de cincuenta años. Su primera visita fue en 1964, en compañía de una joven. Después, en 1982, llegó a Venecia en el Orient Express, pero no se subió a una góndola para recorrerla hasta su décima visita. Se ha sumergido en las profundidades del laberinto y ha descubierto sus propias lagunas urbanas entre los callejones, las cancelas cerradas y los incontables canales. Se rodea de aquellos que murieron y rinde tributo a los pintores y escritores, compositores y artistas que vivieron en esta ciudad o se inspiraron en ella, así como a los palacios, los puentes, las pinturas y esculturas que confieren a esta urbe una suerte de inmortalidad. Quienes conozcan bien y amen a la Serenísima y su literatura reconocerán en Nooteboom al brillante heredero de Montaigne, Thomas Mann, Rilke, Ruskin, Proust o Brodsky. Su homenaje a Venecia en este nuevo libro, impecablemente traducido por Isabel-Clara Lorda Vidal, es una deslumbrante aproximación tan erudita y cautivadora como digna de una temática tan sublime.

Cees Nooteboom (La Haya, 1933) es uno de los mayores y más originales escritores holandeses contemporáneos: traductor de poesía española, catalana, francesa, alemana y de teatro americano; autor de novelas, poesía, ensayos y libros de viaje. Su obra, en constante reflexión sobre el europeísmo y el nacionalismo, ha sido traducida a más de veinte idiomas. Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Europeo Aristeon de Literatura (1993) por La historia siguiente, el Premio Bordewijk (1981), el Premio Pegasus de Literatura (1982), el Premio Grinzane Cavour de Narrativa (1994), la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid (2003), el Premio Europeo de Poesía (2008), el Premio de Literatura Neerlandesa (2009) y el mayor premio que se concede en la literatura de viajes, el Premio Chatwin (2010), el prestigioso Premio Internacional Mondello (2017) y el Premio Formentor de las Letras 2020. En Francia ha sido nombrado Caballero de la Legión de Honor y es Doctor Honoris Causa por la Freie Universität de Berlín. Vive en constante nomadismo entre Holanda, España y Alemania.
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Lenta llegada


En el hoy de entonces, la niebla cubre el valle del Po. No me apetece leer, así que me dedico a contemplar las pinturas móviles del exterior: una palmera falsa, un naranjo podado cuyos frutos cuelgan de forma ridícula, como un reproche, pero ¿un reproche a quién? Unos sauces que bordean un río contaminado de color marrón, unos cipreses talados, un cementerio con unos mausoleos enormes, como si residieran ahí unos muertos pretenciosos, unas sábanas rosas tendidas en una cuerda, un barco varado con la quilla podrida, y de repente me desplazo por el agua, por la blanquecina y espejeante llanura de la laguna cubierta por la bruma. Apoyo la cabeza contra la fría ventana y vislumbro a lo lejos el atisbo gris de algo que debe de ser una ciudad y que ahora solo es visible como una intensificación de la nada: Venecia.

En el vestíbulo de la estación ya he olvidado el tren, barnizado de color marrón, que se queda atrás en el andén otoñal. Vuelvo a ser un pasajero corriente que ha llegado de Verona y que se apresura con una maleta hacia el . «Sobre los lóbregos canales se arqueaban altos puentes, había un oscuro olor a humedad, moho y podredumbre verde, la atmósfera de un pasado misterioso y secular, un pasado de intrigas y de crimen: unas figuras sombrías avanzaban por los puentes, junto a los muelles, envueltas en capas, enmascaradas; ¡más allá dos parecían querer arrojar el cadáver de una mujer blanca desde el balcón… al agua silenciosa! Mas no eran sino espectros, fantasmas de nuestra imaginación…».

Este no soy yo; es Couperus2. Frente a mí no hay un espectro, sino una monja. Tiene la cara blanca, alargada y fina, y lee un libro sobre . El agua, aceitosa, es de un tono negro grisáceo, y el sol no brilla en ella. Pasamos por delante de muros cerrados, deteriorados, cubiertos de musgo y de moho. Delante de mí unas figuras oscuras cruzan el puente. Hace frío sobre el agua, un frío húmedo y penetrante que llega del mar. En un veo a alguien encender dos velas de un candelabro. Todas las demás ventanas están cerradas detrás de unos postigos descascarillados, y en ese mismo instante se cierra también la última. Una mujer da un paso al frente y hace un gesto que no puede ser otro: se acerca a los postigos con los brazos muy abiertos, su figura recortada contra la tenue luz, y se oscurece a sí misma hasta la invisibilidad. Mi hotel está justo detrás de la Piazza San Marco. Desde mi habitación del primer piso veo un par de gondoleros que a esta hora de la noche aún esperan a turistas, sus negras góndolas meciéndose suavemente en el agua color muerte. En la plaza busco el lugar donde vi por primera vez el y San Marco. De esto hace ya mucho tiempo, pero aquel instante sigue grabado en mi memoria. El sol rebotaba en la plaza contra las redondas formas femeninas de arcadas y cúpulas, el mundo hizo un giro de noventa grados y sentí que la cabeza me daba vueltas. En aquel lugar el ser humano había creado algo imposible: en un par de terrenos pantanosos, había inventado un antídoto, un remedio mágico contra toda la fealdad del mundo. Esas imágenes las había visto yo cientos de veces y, sin embargo, no estaba preparado para ellas, porque me enfrentaba a la perfección. Aquel sentimiento de felicidad que me embargó nunca me ha abandonado. Recuerdo que me encaminé hacia aquella plaza como si estuviera haciendo algo prohibido; salí de los angostos y oscuros callejones y me adentré en aquel gran rectángulo desprotegido, bañado por la luz del sol, con aquella cosa asomando al fondo, aquel inverosímil encaje de piedra. Desde entonces he visitado Venecia a menudo y, aunque el flechazo de la primera vez no se ha repetido, subsiste en mí esa mezcla de embeleso y confusión, incluso ahora, con las brumas y las pasarelas elevadas. ¿Cuánto pesarán todos los ojos juntos que han visto esta plaza alguna vez?

Camino por la Riva degli Schiavoni. Si doblara hacia la izquierda me perdería en el laberinto, pero no quiero ir a la izquierda: quiero seguir caminando sobre esa frontera medio velada entre la tierra y el agua hasta llegar al monumento a los partisanos: la gran figura caída de una mujer muerta contra la que rompen las pequeñas olas del Bacino di San Marco. Es cruel y triste este monumento. La noche tiñe de negro el gran cuerpo sombrío que parece balancearse un poco. Las olas y la bruma me engañan; a causa del movimiento del agua, el cabello de la mujer parece esparcirse, como si la guerra se estuviera librando ahora y no entonces. La figura es de grandes proporciones porque quiere actuar sobre nuestra memoria; una mujer abatida a tiros, exageradamente grande, que yace en el mar hasta que, como todos los monumentos, dejará de encarnar el amargo recuerdo de una guerra y de un movimiento de resistencia concretos para convertirse en el símbolo de que siempre habrá guerra y resistencia. Y, sin embargo, con el transcurso del tiempo, con cuánta facilidad se despoja a una guerra de la sangre vertida. En el libro que llevo conmigo, , las batallas, la sangre y los Estados se han tornado abstracciones representadas por sombreados, flechas y fronteras cambiantes en el mapa de Italia, África del Norte, Turquía, Chipre y lo que ahora corresponde al Líbano y al Estado de Israel; las flechas alcanzaban Tana y Trebisonda, junto al mar Negro, llegando hasta Alejandría y Trípoli, y por las rutas de esas flechas regresaban las embarcaciones con el botín de guerra y con las mercancías que hicieron de la ciudad acuática un tesoro bizantino.

Cojo un barquito hasta la Giudecca. No se me ha perdido nada aquí. Las iglesias de Palladio se alzan como herméticas fortalezas de mármol que los transeúntes rodean como si fueran espectros. La gente está en casa: detrás de las ventanas se oye el sonido amortiguado de los televisores. Recorro algunas calles con la intención de llegar al otro lado; aun así no lo consigo. Apenas distingo ya las luces de la ciudad. Así me imagino yo el limbo: callejones sin salida, puentes y recodos imprevistos, casas abandonadas, sonidos no identificables, el bramido de una sirena de niebla, pasos que se alejan, transeúntes sin rostro, la cabeza envuelta en un chal, una ciudad cargada de sombras y del recuerdo de sombras, Monteverdi, Proust, Wagner, Mann, Couperus errando en la perpetua proximidad de esa agua negra revestida de muerte, pulida como una lápida de mármol.

Al día siguiente visito la Accademia. He acudido a ver la tan mundana del Veronés, pero están restaurando el lienzo y han cerrado la sala con una mampara. Los dos restauradores, un hombre y una mujer, sentados uno al lado del otro en un banco alargado, reparan las baldosas que están debajo de dos personajes, el rosa y el verde, por llamarlos de alguna manera. Con la ayuda de una barra, en cuyo extremo hay fijada una bola blanca, frotan una superficie diminuta del lienzo haciendo que sus colores se tornen más claros. La mujer, vestida de rojo, hace juego con una de las figuras del cuadro. De vez en cuando los restauradores dejan caer sus barras químicas y discuten acerca de un color o de una dirección con gestos tan teatrales como los del Veronés. No recuerdo si fue Baudelaire quien comparó los museos con los burdeles; en cualquier caso, lo cierto es que siempre hay más cuadros que quieren más de ti de lo que tú quieres de ellos. Esto es lo que hace opresivo el ambiente de los museos: tantos metros cuadrados, pintados con un propósito determinado, que buscan captar tu atención y que, sin embargo, no te dicen nada, que solo cuelgan de las paredes para ilustrar un periodo de la historia, para representar nombres, perpetuar reputaciones. Sin embargo, hoy, mientras me alejo decepcionado del Veronés, al que no tengo acceso, tengo un golpe de suerte.

Algo en un cuadro que ya he pasado me obliga a volver a él, mi cerebro ha quedado enganchado en algún lado. Del pintor, Bonifacio de’ Pitati, no había oído hablar nunca. La tela lleva por título y hace honor a su nombre. Sobre el —que de hecho se derrumbó en 1902, lo que el pintor, muerto siglos atrás, no podía saber— pende una amenazadora nube oscura. La parte superior del es invisible, la nube se compone de diferentes capas, y, con los brazos extendidos, un anciano envuelto en su manto, que parece una nube aún más oscura, vuela en el cielo, rodeado de cabezas y de partes del cuerpo —la sombra de una manita, un bracito rechoncho volando hacia arriba— de ese género de ángeles poco agraciados llamados . Escapando de la oscuridad del manto y del menor mal de la nube, una paloma difunde una extraña y penetrante luz. Gracias a la educación que recibí en mi juventud, estoy perfectamente capacitado para interpretar este tipo de imágenes. Representan al Padre y al Espíritu Santo, sin la compañía del Hijo, sobrevolando la laguna a gran velocidad. La basílica de San Marco está recreada con pinceladas finas; todo lo demás está borroso. Cuesta creer que esta iglesia pintada hace tanto tiempo esté ahora tan cerca de mí. Seres humanos, esbozados con trazos ligeros, ocupan la plaza. Algunos alzan sus brazos, translúcidos como alas de mosca; y, sin embargo, esta manifestación de lo Eterno no provoca un pánico colectivo, como el que se desata en un tiroteo. Aunque algunas velas de las embarcaciones reciben la luz de la paloma, ningún personaje de la plaza se torna nómino (carecen todos ellos de rostro y por lo tanto de nombre, de...



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