E-Book, Spanisch, Band 74, 368 Seiten
Reihe: Impedimenta
Nobbs Caída y auge de Reginald Perrin
1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-15578-52-9
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 74, 368 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-15578-52-9
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Inspiradora de una de las comedias televisivas más famosas de todos los tiempos, 'Caída y auge de Reginald Perrin' es una obra maestra del género humorístico en el ámbito anglosajón. Su protagonista, Reginald Perrin, es un hombre gris; un mediocre e infeliz ejecutivo de ventas cuarentón, que malgasta sus días en la empresa Postres Lucisol, sometido a un jefe estúpido para el que desempeña un trabajo alienante, mientras lleva una vida suburbana al lado de su esposa y una familia plagada de gorrones. Hasta que un día, entregado a continuas fantasías que le apartan momentáneamente del sopor, decide tirarlo todo por la borda y dar el gran paso: desaparecer sin dejar el menor rastro, simular su propio suicidio, y adoptar una segunda identidad para volver a comenzar desde cero. Un clásico de la comedia inglesa, considerado uno de los libros más divertidos, crueles e irreverentes de la reciente literatura anglosajona.
David Nobbs nació en Orpington, en el condado inglés de Kent, en marzo de 1935. A pesar de ser hijo y nieto de profesores, jamás en la vida tuvo siquiera tiempo para pensar en dedicarse a la enseñanza.
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Jueves
Cuando Reginald Iolanthe Perrin se dispuso a salir para el trabajo aquella mañana de jueves, no entraba en sus planes llamar hipopótamo a su suegra. Nada más lejos de su pensamiento. Una vez en el porche de su blanca casa neogeorgiana, besó a su mujer Elizabeth, que le quitó una mota de algodón de la chaqueta y le tendió el maletín de cuero negro, con sus iniciales grabadas en dorado: «R. I. P.». —Se te ha bajado la cremallera —le dijo en un susurro su mujer, aunque no había nadie más que pudiese oírla. —No tiene mucho sentido que se baje en estos días —dijo él mientras procedía a hacer el ajuste necesario. —Deja de darle importancia. No es más que esta ola de calor. Se quedó mirando a su marido mientras este recorría el caminillo del jardín. Era un hombre alto, uno ochenta y poco, cargado de espaldas y con pies valgos. Tenía el cuerpo recubierto de vello, tanto que en el colegio le apodaban Felpudo Coco. Andaba algo encorvado, con el cuerpo echado hacia delante en su desvelo por no perder el de las 8.16. Tenía cuarenta y seis años. Los vencejos jugaban al pilla-pilla en lo alto del cielo despejado de junio. Los Rover 2000 se deslizaban suavemente por las salidas de las cocheras de las falsas casas tudor y las falsas casas georgianas, y a ambos lados de la calle había cercas blancas que marcaban la entrada a cada propiedad. Reggie llegó al final de Coleridge Close, dobló primero a la derecha por Tennyson Avenue y luego a la izquierda por Wordsworth Drive, y atajó por el pasaje arbolado que desembocaba en la calle de la estación. Sentía que se le avecinaba una jaqueca horrible y le pesaban las piernas más de lo normal. Se detuvo en su puesto habitual en el andén, delante de la puerta con el cartel de «Teléfono de Emergencia». Peter Cartwright se le unió. Había un maletero antillano cuidando de los arriates del jardín de la estación. El recuento de polen estaba alto y a Peter Cartwright le entró un fuerte ataque de estornudos. Como no encontraba ningún pañuelo, no tuvo más remedio que rodear el baño de caballeros y, junto a los cubos de arena de los bomberos, sonarse la nariz con el suplemento especial del Guardian dedicado a Rodesia; al cabo, hizo una pelota con él y lo tiró en una papelera verde. —Lo siento —dijo al volver con Reggie—. A Ursula se le ha olvidado meterme los pañuelos… Reggie le prestó el suyo. El de las 8.16 llegó con cinco minutos de retraso. Reggie retrocedió al verlo entrar en la estación por miedo a acabar bajo el tren. Ambos consiguieron sitio. Aquel material rodante estaba al borde de su vida útil, y a Reggie le había tocado un asiento sobre una rueda. El tembleque consiguiente le bajó los calcetines hasta los tobillos y dificultó la solución legible de su crucigrama. Poco después de pasar Surbiton, a Peter Cartwright le sobrevino otro ataque de estornudos, así que se sonó la nariz con el pañuelo de Reggie, que tenía bordadas las iniciales «R. I. P.». —Listo —anunció Peter Cartwright cuando rellenó las últimas casillas al paso traqueteante del tren por el parque Raynes. —Yo me he quedado atascado en la esquina superior izquierda —repuso Reggie—. La verdad es que no conozco a ningún poeta boliviano… El tren llegó a Waterloo con once minutos de retraso. Los altavoces anunciaron que había sido debido a «complicaciones de personal en Hampton Wick».
Las oficinas centrales de Postres Lucisol eran un bloque informe de cinco plantas que se alzaba junto a la orilla sur del río, lindando con las vías del tren. El hormigón exterior estaba cubierto de manchas de suciedad y de humedades. El reloj de encima de la entrada principal llevaba parado en las cuatro menos catorce desde el año 1967; por la noche, cada medio minuto, un letrero de neón proyectaba su mensaje rojo sobre el río: «Post es Luci ol». Conforme se acercaba a las puertas de cristal del edificio, le fue recorriendo un escalofrío. El vestíbulo estaba repleto de plantas de plástico colgantes y de sillones de cuero cuarteado. Sonrió a la recepcionista, que le miró con cara de aburrimiento. El ascensor volvía a estar averiado y tuvo que subir a pie los tres tramos de escaleras que le separaban de su despacho. A punto estuvo de caerse al resbalar en el descansillo de la segunda planta. Siempre había sido bastante torpe: en el colegio, cuando no era Felpudo Coco, era Pato Patoso. Atravesó la alfombra verde deshilachada de la oficina abierta de la tercera planta, dejando atrás a las secretarias en sus escritorios. Su despacho tenía ventanas a ambos lados, lo que le proporcionaba una gran panorámica sobre las naves ennegrecidas y las arcadas del tren. El resto de paredes lo ocupaban archivadores y más archivadores verdes. En el tabique junto a la puerta habían clavado un tablón que estaba cubierto de notas, postales de vacaciones y un calendario cortesía de un restaurante chino de Weybridge. Hizo pasar a Joan Greengross, su leal secretaria. La mujer tenía un cuerpo espigado y un busto generoso, y, cuando cruzaba las piernas, se le ponían blancas las rodillas. Llevaba ocho años trabajando para él… y en todos esos años jamás la había besado. Todos los veranos ella le enviaba una postal desde Shanklin, un pueblecito de la isla de Wight donde pasaba las vacaciones; todos los veranos él le mandaba a ella otra desde Pembrokeshire. —¿Cómo estamos hoy, Joan? —le preguntó. —Bien. —Estupendo. Bonito vestido, ¿es nuevo? —Lo tengo desde hace tres años… —Ah. Reggie, nervioso, se puso a ordenar unos papeles que había sobre la mesa. —Veamos —dijo, y al punto el lápiz de Joan se posó sobre la libreta—. Veamos. Miró por la ventana a la calle mugrienta y bañada por el sol. No se sentía capaz de empezar, no se veía con energías para meterse en faena. —A la atención de G. F. Maynard, granja Randalls, Nether Somerby —arrancó por fin, aunque tenía la mente puesta en otra granja, una de sembrados dorados que había conocido en su juventud—. Le agradezco su carta del día siete del presente. Siento profundamente que le resulte un inconveniente el cambio a la escala Metzinger. Permítame, sin embargo, asegurarle que muchos de nuestros proveedores han comprendido que la nueva escala es el método más realista para clasificar las ciruelas, tanto las damascenas como las claudias. Con la llegada…, no, con el advenimiento de la conversión al sistema métrico, estoy convencido de que, a la larga, no se arrepentirá usted…
Acabó esa carta, dictó otras cuantas, más tediosas aún que la primera, y siguió empeñado en no dedicarle un solo pensamiento a la posibilidad de llamar hipopótamo a su suegra. Le recorrió otro escalofrío. Se trataba de una especie de augurio pero no supo reconocerlo como tal; pensó que tal vez estuviese cogiendo la típica gripe veraniega. —Tiene cita a las once con C. J. —le informó Joan—. Ah, y la cremallera bajada.
A las once en punto se personó en la antesala del despacho de C. J., en la segunda planta. A C. J. no se le hacía esperar. —Le está esperando —le informó Marion. Reggie entró al sanctasanctórum de C. J., una habitación grande cubierta con moqueta amarilla y con dos alfombrillas rojas circulares: el amarillo y el rojo eran los colores que simbolizaban Postres Lucisol y todo lo que representaba la marca. Al fondo, frente a la enorme ventana, se apiñaban unos cuantos muebles. Y allí, enmarcado por la cristalera, estaba C. J. en su silla giratoria y su mesa de palisandro; justo enfrente se alineaban tres embarazosos sillones de goma, mientras que de las paredes amarillas colgaban tres cuadros: un Francis Bacon, un John Bratby y una fotografía de C. J. blandiendo la mousse de limón con la que habían ganado en 1963 el segundo premio del Concours des Desserts de París en la categoría de Alimentos Precocinados. La ventana dominaba unas bonitas vistas del Támesis, con las Casas del Parlamento a lo lejos, hacia el este. El joven Tony Webster ya estaba allí, instalado en uno de los sillones neumáticos. Cuando Reggie se sentó a su lado, el sillón suspiró levemente; el asiento, por lo demás, se hundía hacia atrás y carecía de reposabrazos: en suma, no podía ser más incómodo. David Harris-Jones entró tras él, sin aliento. Era alto y andaba como si creyera que en cualquier momento le iba a salir al paso una viga baja. —Perdón, llego…, bueno, no es tarde del todo, aunque… hum… tampoco es temprano. —¡Siéntate! —le ladró C. J. Al acomodarse, el sillón dejó escapar una ligera pedorreta. —¡Bien! —comenzó C. J.—. Veamos, caballeros, quiero todos los puestos en zafarrancho de combate con el proyecto de los helados exóticos. Pigeon ha hecho un informe bastante favorable. —Estupendo —dijo el joven Tony Webster con su acento sin marca de clase. —Ideal —dijo David Harris-Jones, que había ido a un colegio privado...