E-Book, Catalan, 140 Seiten
Reihe: Nórdica Infantil
Nesbit El darrer dels dracs i altres contes
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17651-44-2
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Catalan, 140 Seiten
Reihe: Nórdica Infantil
ISBN: 978-84-17651-44-2
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Aquest llibre està ple de dracs, alguns molt ferotges i famolencs, capaços de menjar-se un exèrcit d´hipopòtams. Uns altres, però, necessitats d´amor i molt tendres (encara que una mica estrafalaris), esperant només una mostra d´afecte.
També trobaràs nens i nenes aventurers i molt curiosos, capacços de convertir-se en intrèpids viatgers al Pol Nord a la cerca de dracs gelats.
Les princeses i prínceps d´aquests contes, que també n´hi ha, no són gens carrinclosos, ja ho veuràs.
I fins i tot trobaràs un Sant Jordi, quelcom endormiscat i amb poques ganes de batallar.
Escriptora i poetessa anglesa, nascuda a Londres el 1858. Va treballar quasi tots els gèneres literaris. És reconeguda per alguns dels autors més importants de literatura infantil i juvenil, com Travers (Mary Poppins), J.K. Rowling (Harry Potter) o C.S. Lewis (Cròniques de Narnia), com la creadora de la moderna literatura infantil i juvenil, i una inspiració per a la seva obra.
La seva vida no va ser gens fàcil. Vídua molt jove, mare de cinc fills, va haver de sobreviure escribint fins i tot prospectes medicinals. Activista política, va fundar la Societat Fabiana, antecessora del Partit Laborista.
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La princesa, pequeña y pálida, se despertaba siempre en su cama, también blanca y pequeña, cuando los estorninos empezaban su parloteo con la luz gris perla de la mañana. Tan pronto el bosque empezaba a desperezarse, subía corriendo descalza la escalera de caracol hasta la cima de la torre y, vestida aún con su camisón blanco, les lanzaba besos con las manos al sol, al bosque y al pueblo aún somnoliento. «¡Buenos días, mundo hermoso!», saludaba. A continuación, bajaba corriendo los fríos peldaños de piedra y se ponía su falda corta, su gorra y su mandil, dispuesta a enfrentarse a las tareas de la jornada. Barría las habitaciones y preparaba el desayuno, lavaba los platos y fregaba las ollas, y si hacía todo esto era porque se trataba de una princesa de verdad. De todos aquellos que la habían servido, solo una persona le seguía siendo fiel, su vieja aya, que la había acompañado en la torre toda su vida. Y ahora, que estaba mayor y débil, la princesa ya no la dejaba trabajar, sino que se ocupaba ella misma de las tareas, mientras su aya se sentaba tranquilamente a coser. Lo hacía porque era una princesa de verdad: su cutis era como la leche y su pelo como el lino, y tenía un corazón de oro. Se llamaba Sabrinetta. Su abuela había sido Sabra, que se había casado con san Jorge tras matar este al dragón, y el país le pertenecía por derecho real: los bosques que se extendían hacia las montañas, las ondulantes colinas que bajaban hasta el mar, los hermosos campos de maíz, trigo y cebada, los olivares y los viñedos, y el pequeño pueblo también, con sus torres y sus torretas, sus empinados tejados y extrañas ventanas, al abrigo de la hondonada que se abría ante los remolinos del mar y a espaldas de las montañas, blancas como la nieve y sonrosadas a la luz del amanecer. Pero, tras la muerte de su padre y su madre, el reino había quedado, hasta que ella fuese mayor, al cuidado de su primo, un príncipe terriblemente malvado que se lo había arrebatado todo. Los demás también lo habían imitado, por lo que ya no le quedaba ninguna de sus posesiones, excepto la gran torre a prueba de dragones que su abuelo, san Jorge, había construido. Tampoco le quedaba ninguno de los que tendrían que haber sido sus sirvientes, excepto la bondadosa aya. Y este fue el motivo por el que Sabrinetta fue la primera persona en todo el país en divisar el prodigio. Muy temprano, mientras en el pueblo todos dormían como troncos, subió corriendo los peldaños de la torre y se asomó sobre los campos. Al otro lado se encuentra una acequia teñida de verde por los helechos y un seto de rosas con sus espinas, que limitan con el bosque. Y mientras Sabrinetta se encontraba en la torre vio que algo se agitaba y se retorcía en el seto, y luego algo muy brillante y reluciente que salía arrastrándose entre los helechos de la acequia y volvía a entrar. Apareció apenas un minuto, pero lo vio con total claridad. —Dios mío, qué criatura tan curiosa, reluciente y brillante —se dijo—. De ser más grande, y si no supiese que desde hace muchos años ya no existen los monstruos fantásticos, lo habría tomado por un dragón. La criatura, fuese lo que fuese, sí que se parecía bastante a un dragón, aunque era demasiado pequeña; en realidad, recordaba más a un lagarto, aunque en ese caso era demasiado grande. Tenía más o menos el tamaño de una de esas alfombrillas que se extienden ante una chimenea. —Ojalá no se hubiese dado tanta prisa en regresar al bosque —se dijo Sabrinetta—. Por supuesto, en mi torre a prueba de dragones estoy completamente a salvo. Pero si de verdad es un dragón, entonces tiene un tamaño suficiente como para comer personas, y hoy es 1 de mayo, así que los niños saldrán al bosque a recoger flores. Cuando Sabrinetta hubo terminado sus tareas (no dejaba ni una mota de polvo, incluso en las esquinas más recónditas de la escalera de caracol), se puso su vestido de seda, blanco como la leche, con su cenefa de margaritas bordadas, y regresó a la cima de la torre. Los niños cruzaban los campos en busca de flores para celebrar los Mayos y el sonido de sus risas y canciones llegaba hasta la torre. —Espero de verdad que no sea un dragón —dijo Sabrinetta. Los niños iban de dos en dos y de tres en tres, también de diez en diez e incluso de veinte en veinte, y el rojo y el azul, el amarillo y el blanco de sus vestimentas se diseminaban entre el verdor de los cultivos. —Es como un manto de seda verde con flores bordadas —observó sonriendo la princesa. De dos en dos y de tres en tres, de diez en diez y de veinte en veinte, los niños desaparecieron en el bosque hasta que el manto del prado volvió a ser verde. —Se ha desbaratado el bordado —suspiró la princesa. El sol brillaba en lo alto de un cielo azul, los campos estaban verdes y las flores resplandecían con motivo de la Festividad de Mayo. En ese momento, una repentina nube ocultó el sol y en la distancia unos gritos quebraron el silencio. Como un torrente de mil colores, los niños salieron disparados del bosque, cruzando los campos como una ola roja y azul, amarilla y blanca, dando grandes zancadas y chillando. Sus voces ascendían hasta la torre, donde la princesa podía oírlas. En sus alaridos distinguía palabras enhebradas, como si fuesen cuentas ensartadas por agujas puntiagudas. —¡El dragón, el dragón, el dragón! ¡Abrid las puertas! ¡Que viene el dragón! ¡El dragón de fuego! Atravesaron a toda prisa los campos y entraron en el pueblo. La princesa pudo oír cómo se cerraban las puertas y perdió a los niños de vista, pero, al otro lado de los cultivos, las espinas del seto crujieron y se rompieron, y algo horrible, muy grande y resplandeciente aplastó los helechos de la acequia antes de ocultarse de nuevo al abrigo del bosque. La princesa bajó y se lo contó al aya, quien de inmediato cerró el portón de la torre y se guardó la llave en el bolsillo. —Que se las apañen por su cuenta —dijo cuando la princesa le rogó que la dejase salir para ayudar a los niños—. Mi deber es cuidarte a ti, mi querida niña, y eso mismo voy a hacer. A pesar de lo vieja que soy, aún soy capaz de manejar una llave. Sabrinetta volvió a subir hasta la cima de la torre y se echó a llorar al pensar en los niños y en el dragón de fuego. Sabía, por supuesto, que las puertas del pueblo no eran a prueba de dragones y que la bestia podría entrar cuando le placiese. Los niños fueron corriendo directos al palacio, donde el príncipe hacía restallar su látigo en las perreras, y le contaron lo que había sucedido. —Una buena cacería. —Se alegró el príncipe y de inmediato dio orden de que saliese su manada de hipopótamos. Acostumbraba practicar la caza mayor con hipopótamos y a los vecinos no les habría importado demasiado de no ser porque le encantaba presumir por las calles del pueblo, seguido por la manada entre gritos y brincos. El verdulero, que colocaba su puesto en el mercado, siempre se arrepentía, igual que el comerciante de vajillas, que exhibía su género sobre la acera, ya que todo quedaba arruinado al paso del presuntuoso príncipe y sus huestes. El príncipe salió cabalgando del pueblo, seguido al trote por sus hipopótamos. Al oír el tumulto de la manada y los bramidos de su cuerno, la gente corrió a refugiarse en sus casas. La manada atravesó las puertas y salió a los campos a la caza del dragón. Los pocos que no hayáis visto una manada de hipopótamos de cerca os tendréis que imaginar la cacería. Para empezar, los hipopótamos no aúllan como los sabuesos, sino que gruñen como cerdos, un gruñido ruidoso y fiero. Luego, por supuesto, nadie cuenta con que los hipopótamos sean capaces de saltar. Se limitan a atravesar los setos y a atropellar los tallos del maíz, lo que causa graves daños a las cosechas e irrita sobremanera a los labradores. Todos los hipopótamos llevaban un collar con su nombre y dirección, pero cuando los labradores acudían a palacio para quejarse de los daños, el príncipe siempre les respondía que les estaba bien empleado por dejar sus cultivos en medio, y jamás los compensaba por los destrozos. Así que siempre que salía con su manada había personas en el pueblo que susurraban: «Ojalá se lo coma un dragón», lo cual tampoco es que estuviese bien, de acuerdo, pero es que se trataba de un príncipe terriblemente malvado. Le dieron caza por llano y por alto, recorrieron el bosque de un extremo a otro, pero no fueron capaces ni de seguirle el rastro. El dragón era tímido y no se dejaba ver. Pero, justo cuando el príncipe empezaba a pensar que el dragón nunca había existido y que no había sido más que un cuento de hadas, su hipopótamo favorito soltó un bramido. El príncipe hizo sonar el cuerno y jaleó a sus huestes. —¡Cazadores! ¡A la carga! ¡Al galope! —Y la manada al completo arremetió cuesta abajo hacia la hondonada junto al bosque, ya que allí se encontraba el dragón, tan claro como el agua, tan grande como una barcaza, refulgiendo como una fragua, escupiendo fuego y mostrando sus brillantes dientes. —¡La búsqueda ha concluido! —exclamó el príncipe. Y, en efecto, así era. Porque el dragón, en vez de comportarse como lo haría una presa y salir huyendo, se lanzó de cabeza contra la manada. El príncipe se quedó mortificado al ver cómo el dragón que habían salido a cazar devoraba a su preciosa hueste en menos de lo que canta un gallo. El dragón engulló todos los hipopótamos igual que un perro se traga un trozo de carne. Fue un espectáculo...