Nardone / Selekman | Hartarse, vomitar, torturarse | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 248 Seiten

Reihe: Problem Solving

Nardone / Selekman Hartarse, vomitar, torturarse

La terapia en tiempo breve
1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-254-3194-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

La terapia en tiempo breve

E-Book, Spanisch, 248 Seiten

Reihe: Problem Solving

ISBN: 978-84-254-3194-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection



Un amplio e imaginativo repertorio de estratagemas terapéuticas que son el fruto de décadas de investigación e intervención. Una síntesis de rigor y creatividad. 'El verdadero misterio es lo que se ve y no lo invisible'. Esta brillante afirmación de Oscar Wilde es perfectamente adecuada para describir el asombro de una persona corriente ante trastornos psíquicos y conductuales tan sorprendentes, extravagantes y contra natura como son hartarse, vomitar y autolesionarse con el objeto de aliviar el sufrimiento o buscar un estremecimiento de placer. Según Nardone y Selekman, es posible demostrar que bulimia y autolesión, cada vez más extendidas entre jóvenes y adolescentes, no son categorías diagnósticas distintas sino dos caras de la misma moneda, y como tales han de ser tratadas. Los autores plantean la posibilidad de una intervención rápida y estratégica, de un modelo terapéutico construido a medida del paciente que permite dar un vuelco a la lógica perversa del trastorno. Según este enfoque tecnológico, son las soluciones más eficaces, elaboradas sobre el terreno, las que definen y describen la patología; en otras palabras, el conocimiento deriva del cambio concreto en la vida del paciente, y no de un cuadro teórico o estadístico que se supone infalible e inmutable. Junto con la exposición de varios casos clínicos, la presente obra ofrece un amplio e imaginativo repertorio de estratagemas terapéuticas que son el fruto de décadas de investigación e intervención. Hartarse, vomitar, torturarse es una síntesis de rigor y creatividad que nunca es definitiva.

Giorgio Nardone es director del Centro di Terapia Strategica de Arezzo, que fundó junto con Paul Watzlawick. Dirige la Escuela de Especialización en Psicoterapia Breve Estratégica y la Escuela de Comunicación y Problem Solving Estratégico, con sedes en Arezzo, Milán, Madrid y Barcelona. Reconocido internacionalmente como el máximo exponente de los investigadores que impulsaron la evolución de la Escuela de Palo Alto, es autor de numerosos trabajos que se han convertido en una referencia teórica y práctica para estudiosos, psicoterapeutas y managers de todo el mundo.
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Prólogo


«El verdadero misterio es lo que se ve y no lo invisible». Esta brillante afirmación de Oscar Wilde es perfectamente adecuada para describir el asombro de una persona corriente ante trastornos psíquicos y comportamentales tan sorprendentes, extravagantes y decididamente contra sentido y contra natura como son hartarse, vomitar y provocarse voluntariamente heridas, con el objeto de aliviar un sufrimiento o buscar un estremecimiento de placer.

Historia de Giorgia


Giorgia era una alumna de bachillerato modelo a la vez que una reconocida música. Guapa y de buena familia, aparentemente era una muchacha envidiable desde todos los puntos de vista.

En 1994, Giorgia acudió a mi consulta presentando, pese a su apariencia, un severo y angustioso trastorno. La muchacha, tras una larga sesión de estudio y varias horas de práctica con la flauta, era presa de un auténtico y brutal ataque de hambre que la inducía a hartarse incluso de alimentos que no le gustaban, para luego, una vez completamente ahíta, provocarse el vómito.

A Giorgia la situación le daba mucha vergüenza y había hecho de todo para controlar el impulso, pero había tenido que rendirse: el deseo irrefrenable de comer y vomitar la dominaba.

Aunque la muchacha había conseguido mantener el problema en secreto durante un tiempo, su madre lo descubrió y ese descubrimiento la afectó de tal modo que obligó a su hija a someterse a una terapia. La llevó al psicoanalista al que ella misma acudía desde hacía muchos años, pero la primera impresión no fue muy afortunada y Giorgia se negó a ser tratada por él. Tras ese intento fallido, la muchacha se dirigió a mí.

En aquella época, estábamos experimentando junto con mis colaboradores las técnicas terapéuticas para la puesta a punto del protocolo de tratamiento específico propio para su tipología de trastorno.

Siguiendo las pautas de nuestra experimentación y tras haber explorado en la primera sesión las dinámicas personales e interpersonales de la paciente y la tipología del trastorno, le prescribí en términos claramente técnicos y directivos la intervención terapéutica que parecía ser la más adecuada según nuestras investigaciones aplicativas: «Desde ahora y hasta nuestro próximo encuentro dentro de dos semanas, tienes que comprometerte a seguir al pie de la letra lo que te voy a prescribir: cada vez que sientas que te invade el impulso de hartarte puedes hacerlo, pero cuando llegue el momento en que sientas el deseo de vomitar deberás detenerte y esperar una hora sin ingerir nada más; pasado este tiempo, podrás vomitar».

Giorgia, que era una estudiante obediente y una música acostumbrada a la disciplina, aceptó poner en práctica lo que desde el primer momento le pareció una auténtica tortura. Once días después de nuestra sesión recibí una llamada telefónica de la madre, quien me comunicó que su hija desde hacía unos días había dejado de comer y de vomitar, pero que estaba furiosa conmigo y no quería ni oír hablar de volver a verme.

Como se ve claramente, el éxito terapéutico coincidía con el fracaso de la terapia. Esto me hizo reflexionar mucho sobre lo importante que era, más allá de la técnica específica, dedicar mucha atención a la comunicación y a la relación terapéutica en la formulación de un tratamiento realmente eficaz para ese tipo de trastorno, puesto que quienes lo desarrollan poseen características personales especiales que no pueden ser ignoradas.

Estuve ocho años sin tener noticias de Giorgia, hasta que un día la muchacha se presentó de nuevo en mi consulta. Me costó trabajo reconocerla: su rostro bello y luminoso estaba deformado por un evidente engrosamiento carotídeo, sus ojos estaban rodeados por unas profundas ojeras y sus largos cabellos rubios parecían hojas quemadas por el sol.

La paciente comenzó diciéndome que, aunque yo no la recordara, ella no me había olvidado, porque había sido el único que había obtenido algún resultado en el tratamiento de su problema. Sin embargo, en aquella época se había producido una reacción controvertida: durante un tiempo había dejado de hartarse y de vomitar, pero luego poco a poco había vuelto a hacerlo hasta que el «demonio» se había apoderado de nuevo de ella. Me dijo que no había querido volver a verme porque le había parecido demasiado técnico, frío y distante, una especie de odioso «cirujano del alma»; de modo que había sido tratada por el psicoanalista de su madre, el cual, tras un rechazo inicial, la había ayudado a conocerse mejor a sí misma y sus reacciones, aunque sin abordar para nada el problema de su compulsión. Por sugerencia del propio especialista fue internada en una clínica especializada en el tratamiento de los trastornos alimentarios: durante tres meses fue apartada de la familia y del mundo, tratada farmacológicamente e inducida a participar en dinámicas de grupo diarias con otras pacientes internadas. Giorgia me explicó que durante aquel tiempo llegó a ser experta en todas las variantes de trastornos alimentarios, pero sobre todo empezó a tener relaciones sexuales con un enfermero de la planta para obtener comida, hartarse y vomitar. No solo eso, sino que durante la convivencia con otras muchachas que padecían trastornos alimentarios «aprendió» hasta qué punto podía ser anestésico infligir torturas al propio cuerpo y, también bajo la guía de una «compañera de aventura», aprendió el arte de cortarse con una hoja de afeitar, que se convirtió de ese modo en fiel compañera de viaje durante la época de internamiento y en los años posteriores. Giorgia se subió las mangas de la camisa y me enseñó las marcas de los cortes, al tiempo que me explicaba que tenía marcas en todo el cuerpo, especialmente en las piernas y en los brazos.

Tras ese nuevo intento terapéutico fallido, Giorgia ensayó muchas otras terapias, tanto de tipo farmacológico como psicológico, aunque sin ningún resultado positivo. De modo que, muchos años después, aceptó la idea de volver al odiado «cirujano del alma».

La situación, ocho años más tarde, era la siguiente: Giorgia comía y vomitaba varias veces al día sin conseguir retener ninguna comida, y tenía un peso claramente por debajo del normal; después del rito alimentario, empezaba a hacerse cortes y a jugar con la sangre, extendiéndola por su cuerpo. Ese comportamiento podía durar mucho rato. Giorgia no seguía ninguna psicoterapia desde hacía cinco años, en cambio le habían ido aumentando progresivamente la terapia farmacológica hasta llegar a dosis muy elevadas de antidepresivos, neurolépticos y ansiolíticos, de los que tendía a abusar para aturdirse.

Como recordaba el fracasado intento terapéutico de ocho años antes, en esta ocasión presté mucha atención a la relación terapéutica: me mostré muy cordial y dediqué toda la nueva primera sesión a poner en evidencia las posibles funciones positivas de su trastorno, su valor compensatorio y autorregulador. Al final de la entrevista, Giorgia me dijo: «Ha cambiado mucho, doctor, lo recordaba frío y en cambio ahora es muy amable y cordial», y antes de que yo le sugiriese cualquier prescripción añadió: «Creo que va a pedirme lo que me propuso hace ocho años; es que antes de venir he leído su libro —Las prisiones de la comida (Nardone, Verbitz, Milanese, 2011)— y he entendido cómo trata usted el trastorno que padezco».

Le respondí que en esta ocasión no le prescribiría directamente que dejara un intervalo entre el final del atracón y el inicio del vómito si antes no acordaba con ella que este era el único modo posible de transformar la irresistible y placentera pulsión de comer y vomitar en una experiencia desagradable y molesta, con objeto de transformar el deseo en reacción aversiva.

Giorgia inmediatamente declaró que en esta ocasión estaba dispuesta a obedecerme y añadió: «¿Y qué hago con el juego de la hoja de afeitar?». Le repliqué: «Cada cosa a su tiempo, tratemos de eliminar antes tu viejo demonio y luego pasaremos a combatir el nuevo».

Giorgia regresó una semana más tarde habiendo seguido al pie de la letra la prescripción de vomitar una hora después del atracón sin haber ingerido nada en el intervalo. Le dije que algo había cambiado: romper la secuencia significaba anular el placer; no obstante, Giorgia había seguido hartándose a diario y vomitando una hora más tarde, y también había mantenido las torturas con la lámina de afeitar.

Acordamos, siguiendo siempre lo que había leído en mi libro, aumentar el intervalo entre el atracón y el vómito a dos horas. En la sesión siguiente, Giorgia informó que el trastorno se había reducido a un único episodio diario y que por primera vez había conseguido retener una comida: desde hacía unos días había empezado a desayunar por la mañana, concediéndose un capuchino y un cruasán en el bar con su madre, mientras que la amada laminilla seguía desempeñando su función. Dos semanas más tarde, tras haber pactado en la sesión anterior alargar el intervalo a tres horas, Giorgia me comunicó el profundo disgusto y el enorme cansancio que sentía al poner en práctica la prescripción. Puesto que tenía que esperar tres horas antes de vomitar, el volumen de comida ingerida se había reducido y había introducido, además, otros alimentos en el desayuno, de modo que este último se había convertido en un agradable rito matutino. Sin embargo, una vez más, el ritual de las torturas se mantenía intacto. Acordamos aumentar todavía más el intervalo.

Finalmente, en la sesión siguiente, Giorgia declaró que, tras unos días en que había logrado vomitar, empezó a sentir un impulso...



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