E-Book, Spanisch, 128 Seiten
Reihe: Enfoque estratégico
Nardone Emociones
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-254-4565-1
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Instrucciones de uso
E-Book, Spanisch, 128 Seiten
Reihe: Enfoque estratégico
ISBN: 978-84-254-4565-1
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Desde siempre, las dinámicas emocionales han sido centro de la atención de artistas, filósofos y hombres de fe. Los científicos, por su parte, han cultivado la ilusión de un saber puramente racional y objetivo, no contaminado por las pasiones y los sentimientos, sobre la base del mito que considera los procesos cognitivos como 'superiores' al mundo de las emociones. Para evitar esta visión utilitarista y reduccionista que el biologismo tiene de las emociones, Giorgio Nardone nos propone en este libro abordarlas como una exploración de la complejidad de lo real y de la interacción psicológica entre nosotros y el mundo. De esta forma, cuando el miedo, el dolor, la ira o el placer adoptan maneras disfuncionales que impiden el desarrollo de la vida diaria, el autor plantea un enfoque terapéutico de tipo estratégico y orientado al cambio.
Giorgio Nardone es director del Centro di Terapia Strategica de Arezzo, que fundó junto con Paul Watzlawick. Dirige la Escuela de Especialización en Psicoterapia Breve Estratégica y la Escuela de Comunicación y Problem Solving Estratégico, con sedes en Arezzo, Milán, Madrid y Barcelona. Reconocido internacionalmente como el máximo exponente de los investigadores que impulsaron la evolución de la Escuela de Palo Alto, es autor de numerosos trabajos que se han convertido en una referencia teórica y práctica para estudiosos, psicoterapeutas y managers de todo el mundo.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
1. La narración de las emociones
Tres mitos acompañan lo que podríamos definir como la narración histórica y novelada de las emociones: el héroe llora, el científico estudia fríamente y el monje reza e invoca. Si repasamos la forma en que el hombre ha descrito este ámbito de la experiencia desde los albores de la civilización hasta nuestros días, nos encontramos constantemente con estas tres perspectivas: romántica y pasional, rigurosa y científica, religiosa y de fe. Desde la óptica romántica, las emociones son el motor y el sentido mismo de la existencia, para bien o para mal; para la ciencia tienen que ser diseccionadas, analizadas y mantenidas a raya con la razón y la objetividad; para la fe religiosa las emociones deben expresarse con morigeración y deben estar sometidas a la ley de Dios. El héroe llora tanto de dolor como de emoción (Nucci, 2013). Homero fue el primero en construir un relato épico: Aquiles se desespera y derrama todas sus lágrimas por la muerte de Patroclo antes de desatar su implacable venganza; Odiseo llora cuando encuentra después de tantos años al fiel Argo, el perro que ha cuidado a su familia en su ausencia y que ahora puede dejarse morir dulcemente en el abrazo afectuoso del amo. En el transcurso de los siglos, la literatura ha celebrado el carácter pasional del héroe, la potencia de las emociones que lo impulsan en sus gestas y lo alteran en su dinámica más íntima. Lo mismo sucede en las otras artes: pintura, escultura, música, teatro y danza se basan en la representación del drama, del éxtasis y del placer irrefrenable. Si contemplamos la variedad de sus expresiones, las emociones son tanto el objeto como el resultado del arte: el artista expresa sus emociones más fuertes a través de la performance, produciendo en el público un efecto análogo. Nadie puede permanecer indiferente ante la Piedad de Miguel Ángel, un nocturno de Frédéric Chopin o los poemas de Giuseppe Ungaretti. Desde siempre el arte ha sido vehículo de la emoción y de su expresión: sin embargo, por no ser nunca neutro y estar siempre influenciado por la fe, las ideologías, la moda o las exigencias sociales, en cada época, ha privilegiado unas experiencias emocionales más que otras. A pesar de estas diferencias, las emociones más elementales y primitivas, y por lo tanto las más potentes, siguen constituyendo el principal objeto del arte: dolor y sufrimiento, gozo y placer, ira y crueldad, miedo y terror, por encima de las peculiaridades históricas. Al arte, desde siempre, se le ha permitido todo, incluso bajo tiranía: aunque sometido a las ideas dominantes se toleran sus expresiones más que a cualquier otra producción humana. La «licencia artística», por la que a menudo llegamos a considerar arte incluso lo que no lo es, permite que al artista se le perdone casi todo, precisamente porque expresa un mundo que no está sometido al rigor y al respeto a las reglas, es decir, al universo de las emociones más viscerales y su efecto sobre el obrar humano. Justamente por eso, el arte muy a menudo anticipa las intuiciones y los descubrimientos de la ciencia, como sostenía Sigmund Freud (Freud, 1967a): «La descripción de la vida interior del hombre [del poeta] es precisamente su campo específico, y él siempre ha sido el precursor de las ciencias y también de la psicología científica». Esto indica que la visión romántica-pasional de las emociones expresada en la producción artística del hombre no solo debe estar relegada al ámbito expresivo y artístico, sino que más bien ha de ser tenida en cuenta por los científicos como fuente de intuición y comprensión indispensable para no quedar atrapados en esquemas rígidos y estrictamente controlados. «A lo bello solo se le pide que exista», escribe Marcel Proust, pero podemos agregar: aprendemos a aprender de la belleza del arte incluso cuando expresa lo peor de nosotros. El científico estudia fríamente lo que hay de más natural en el hombre, como las emociones, mientras trata de emocionarse lo menos posible, una operación ciertamente no fácil y hasta quizá imposible. Los neurocientíficos sostienen hoy que más del 80 % de la actividad mental se desarrolla por debajo de la conciencia (Koch, 2012; Nardone, 2017). Ya Leonardo da Vinci advertía que: «Todo nuestro conocimiento empieza con los sentimientos». Por lo tanto, ¿cómo puede el hombre de ciencia eximirse de sus emociones mientras investiga, practica experimentos y evalúa sus resultados? El «efecto halo» y el autoengaño del científico que busca pruebas para confirmar sus teorías, excluyendo las contrarias, es un fenómeno muy conocido (Nardone, 2017). Ningún ser humano puede desnaturalizarse hasta el punto de negar las emociones que determinan su percepción de la realidad; por lo tanto, la objetividad científica y la fría distancia del estudioso son una ilusión misericorde, pero que, no obstante, para los científicos representa el más sublime autoengaño que hay que defender con ardor frente a quienes las cuestionan. Pese a ello, aunque correcta, esta constatación no puede poner en duda la importancia de la narración científica de las emociones, que desde la Antigüedad ha contribuido notablemente a la comprensión de esa parte de la experiencia humana. Demócrito, uno de los más ilustres filósofos presocráticos, buscaba la explicación de las emociones más negativas en la «bilis negra», hasta tal punto que estudiaba los órganos encargados de esa función despiezando animales y analizando cadáveres humanos, influyendo profundamente en el inventor de la medicina occidental, Hipócrates (1991), que hizo suya esta teoría. Esta teoría biológica sería recuperada en siglos posteriores por numerosos eruditos, aunque tendía a explicar solamente las emociones negativas dejando de lado las positivas, relegadas a la acción de Eros y Afrodita. La búsqueda de una explicación biológica de las emociones nunca ha cesado de interesar a los científicos, que todavía indagan hoy, con métodos mucho más avanzados, las bases orgánicas de nuestras emociones. El objetivo es identificar el medio químico, quirúrgico o electromagnético con el que contener los impulsos emotivos fuera de control, a la luz de la idea platónica, y luego cartesiana y kantiana, según la cual la razón debe dominar las pasiones. La perspectiva rigurosamente científica se presenta no solo como antagonista de la artística, sino también como la peor enemiga de las emociones, consideradas el mayor peligro del conocimiento objetivo. Immanuel Kant mismo constituye un espléndido ejemplo de esa opinión renunciando a toda relación amorosa o sentimental en nombre de la imperturbabilidad de la razón: para el filósofo alemán, abandonarse a un amor habría significado contaminar de manera irreparable la limpidez y la funcionalidad de su razón. Hoy, a siglos de distancia, el padre de las neurociencias cognitivas, Michael Gazzaniga, afirma que las emociones no son más que el efecto de dinámicas bioquímicas eléctricas, reduciendo así la experiencia humana a un fenómeno estrictamente físico-biológico. Por fortuna, otros estudiosos han asumido posiciones mucho menos radicales, y sobre todo las ciencias sociales y las psicológicas han puesto de relieve la importancia y la inevitabilidad de las dinámicas emotivas para el ser humano y de su actuar de cara a los demás, al mundo y a sí mismo. Sin embargo, la idea de que las emociones representan un demonio que hay que exorcizar y mantener a raya mediante las luces de la razón, la guía de la racionalidad y las pruebas objetivas sigue impregnando el mundo científico. La idea de que el científico pueda entregarse a la investigación con la más limpia objetividad posible, sin estar contaminado por las emociones, sobrevive a pesar de todas las pruebas inimpugnables de su imposibilidad, suministradas por cierto por la misma ciencia. La ilusión del todo irrazonable de una ciencia pura no contaminada por las pasiones y los sentimientos sigue siendo el sueño confesado del científico. Como interpretaría Freud (1967b), la negación de una pulsión la sublima en otras manifestaciones que replantean su influencia bajo ropajes engañosos. El monje ora e invoca para que Dios le dé la fuerza de resistir a las tentaciones, sin dejarse llevar por las emociones que lo sacarían del camino recto. También en este caso, los impulsos emocionales son considerados como algo peligroso de lo que hay que defenderse y, por lo tanto, han de inhibirse por fidelidad a la propia fe. En el ámbito religioso encontramos una serie de prescripciones que representan el fundamento de la ética y del comportamiento del creyente: aunque no anulan la influencia de las emociones, pretenden convertirlas al servicio de las reglas de la fe. De modo que puedo estar furioso contra los infieles, como los caballeros de las cruzadas; puedo vivir el éxtasis del placer del contacto con Dios, como santa Teresa de Ávila; puedo vivir el dolor más profundo padeciendo pasión por mi Dios, como san Sebastián, que se deja traspasar por las flechas de los romanos hasta dos veces y luego es descuartizado a trozos y dispersado en la Cloaca Máxima; puedo sentir el temor de Dios, y aterrorizado por sus castigos seguir todos los dictados religiosos literalmente, como el bíblico fiel Job. La fe, a diferencia de la ciencia, no impone distanciarse de las pasiones, sino someterlas a los mandatos de la doctrina. Las emociones, orientadas de ese modo, se convierten en un motor de la fe, no en su límite. Esta estrategia de reestructuración de la influencia de las dinámicas emocionales no debe asombrarnos. Los maestros de las fes religiosas siempre han demostrado...