E-Book, Spanisch, 512 Seiten
Reihe: Gran Angular
Murguía Loba
1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-675-6168-5
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 512 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-84-675-6168-5
Verlag: Ediciones SM España
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Verónica Murguía nació en México DF en 1960 y estudió Historia en la Universidad Nacional Autónoma de México. Vive y trabaja como escritora, traductora y periodista en el Distrito Federal. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Ha publicado una docena de libros para niños, tres novelas: Auliya, El fuego verde y Ladridos y conjuros (dos de las cuales han sido traducidas al alemán) y un libro de cuentos. Este libro, titulado El ángel de Nicolás, ha sido traducido al italiano. Desde 1999 escribe una columna quincenal para el suplemento cultural del periódico La Jornada. En 2013 se alzó con el Premio de Literatura Juvenil Gran Angular por su novela Loba, una historia innnovadora en el género fantástico en la que se recrea un mundo poderoso y original donde los personajes hacen un trayecto vital a través de temas universales
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capítulo uno
La Soledad del Lobo
n el bosque rugía la tormenta. Semejante a un vasto y doliente animal, la lluvia corría entre los árboles. Las ráfagas, cargadas de agua, deshojaban las ramas y arrancaban puñados de maleza, alzándolos en turbios remolinos. Los nidos de los pájaros se desmoronaban bajo el chaparrón; los ciervos, empapados y temblorosos, buscaban refugio en las cuevas y su aliento dibujaba nubecillas en el aire. Los troncos se encorvaban bajo la embestida pero, al llegar al castillo, la tempestad se estrellaba contra las piedras y parecía detenerse, derrotada.
El castillo estaba protegido por una muralla rodeada de un foso lleno de maleza que solía, en tiempos de lluvia, convertirse en lodazal. Esa noche, el barro, encrespado por los goterones que caían con ruido de grava, subía como una sopa burbujeante en la que flotaban rastrojos. Una torre del homenaje, robusta y carente de gracia, se alzaba en una de las esquinas. De lejos, iluminado por el fulgor intermitente de la tempestad, el edificio semejaba un desordenado montón de peñascos oscurecidos por el agua que chorreaba por sus costados.
El viejo cubil de los Lobos se llamaba Bento. Quienes lo construyeron tenían una idea clara de cómo debía ser el lugar donde se colocara la primera piedra. Se necesitaba una colina para ver de lejos a los enemigos; bosques frondosos con madera para las armas, las cercas, la hoguera. La tierra debía ofrecer caza para comer, agua dulce para resistir los asedios y, por último, campesinos a quienes aterrorizar, para que alguien arara la tierra a cambio de protección. La belleza arquitectónica era lo que menos importaba a los apresurados guerreros que lo levantaron.
En una tierra llena de montañas, valles y ríos, encontraron la colina. En las laderas, pegadas como hongos en el tronco de un gran árbol, se arracimaban medio centenar de chozas. En la cima, un manantial miraba al cielo. Allí nacía un riachuelo helado que daba de beber a los campesinos y regaba las parcelas. El bosque lo envolvía todo. Hubo madera para los techos, las flechas, las lanzas y los escudos. Hubo para fabricar mesas, camas y corrales. También encontraron ciervos, jabalíes, piaras de cerdos salvajes, liebres y, en los arroyos, peces que relucían como dardos de plata.
Los guerreros trataron de convencer a los campesinos de que les convenía tener barones armados que los protegieran. Los campesinos, cuyos bisabuelos habían llegado allí huyendo de una guerra o de otra, se encogieron de hombros. No tenían necesidad de protección mientras no se acercaran nobles por allí, pero comprendieron que ya nunca podrían librarse de los recién llegados.
Más vale malo conocido que bueno por conocer, se dijeron. Besaron los dedos gruesos y sucios que los Lobos les pusieron frente a la boca; los Lobos, a su vez y según la costumbre, besaron las frentes requemadas y los labios de sus siervos. Con ese beso quedaron todos unidos para siempre en la guerra, la pobreza y la paz, ay, tan poco frecuente.
Los campesinos fueron obligados a construir la muralla. Desarraigaron los peñascos y los arrastraron ladera arriba, atándolos y haciéndolos rodar sobre troncos pelados. Algunos hombres y muchas mulas murieron aplastados por las piedras, pues estas parecían resistirse a la mudanza. Como siempre, los hombres prevalecieron: al cabo de un centenar de días lodosos y arduos, una maciza corona de piedra terminó por rematar la cima. Amparados por los peñascos, los guerreros levantaron el castillo alrededor del manantial, con grandes ventanas que se abrían hacia el recinto. En las paredes exteriores perforaron saeteras por las que podían asomarse brazos y arcos sin exponer el cuerpo de los soldados. Concluyeron su obra con una puerta inexpugnable hecha con veinte troncos de roble, una puerta para deshacer los arietes como si fuesen palos de escoba. Entonces los capitanes miraron la obra, la muralla y la torre, y rieron dándose palmadas en los muslos. La alegría les avivó la sangre. Llamaron a gritos a los escuderos, pidieron las espadas, se calzaron las espuelas y los yelmos. Los caballos de guerra, alborotados por el ruido infernal de las trompetas, asestaron coces a las maderas recién armadas de los establos y las astillaron. Complacidos, los Lobos se dedicaron a guerrear.
°°°
La muralla y las macizas paredes daban a Bento una apariencia marcial que ni los tapices ni los fuegos encendidos podían disipar. En la sala del consejo, un cavernoso galpón amueblado con mesas y algunos bancos, un grupo de hombres, iluminados por una chimenea que apenas daba calor, jugaban a los dados. Cuatro perros dormían cerca de la lumbre y una jarra de vino caliente humeaba sobre la mesa. Olía a paja mojada y a leña. La lluvia entraba en ramalazos por las saeteras y empapaba las baldosas.
La luz vacilante del fuego daba al trono, vacío bajo el dosel apolillado, un aire vagamente fúnebre. Sentada en medio de los hombres que jugaban, una muchacha pelirroja, envuelta en una raída capa, sacudía el cubilete.
–Veamos –dijo. Arrojó los dados sobre la mesa con gesto distraído y sonrió sin alegría al ver el par de seises–. Qué suerte –murmuró con voz inexpresiva.
Los hombres asintieron. Uno de ellos recogió los dados y dijo con jovialidad impostada:
–A ver si la fortuna me favorece a mí también.
Antes de que el hombre tomara el cubilete que la muchacha le ofrecía, se oyó un grito. Era una voz de mujer, agudizada por el miedo, la voz inconfundible de Jara, la reina. Los hombres se miraron. De nuevo la voz se alzó y el grito fue rematado por un reproche lastimero. Los sabuesos despertaron. Sansón, el perro favorito del rey, gruñó suavemente. La muchacha palideció y alzó las cejas sobre sus largos ojos verdes. Esos ojos felinos eran el único rasgo suave en la cara huesuda, y le conferían una expresión de pereza que contrastaba con la boca severa y la mandíbula angulosa.
La muchacha se incorporó con lentitud. Béogar el mariscal, un viejo alto y recio de blancos bigotes trenzados, la miró con gesto preocupado mientras los demás clavaban la vista en la mesa.
En otra parte del castillo, una ronca voz masculina contestó al grito de la reina. El Lobo vociferaba, gemía y se carcajeaba. La muchacha se dirigió a la puerta. Béogar fue tras ella y la tomó del brazo.
–Vamos –dijo.
Sagramor, el halconero, preguntó:
–Señora, ¿nos necesitáis? ¿Queréis que vayamos con vos?
La muchacha parpadeó como sorprendida y negó con la cabeza.
–No. Quedaos aquí... Jugad. Tal vez la suerte sea más generosa con vosotros que con mi padre –contestó. Se ciñó la capa y salió con Béogar.
°°°
En el resto del castillo, soldados, cortesanos y esclavos contuvieron la respiración. Algunos hicieron la señal contra el mal de ojo. Todas las voces se sofocaron a una y los animales que dormían en las cuadras se despertaron. Nadie se atrevía a intervenir en el pleito: el rey, lo sabían, estaba borracho y rodeado de fantasmas. Por eso lloraba y maldecía.
Llevaba tres días y sus noches encerrado con más de veinte odres de vino, y rechazaba la comida que sus hijas y la reina le ofrecían. Un esclavo, Cínife, lo había oído discutir con los fantasmas que lo atormentaban. Oculto tras un tapiz, había espiado al rey cuando este, arrodillado, pedía perdón a los espectros de los magos que había enviado a la hoguera. Más tarde, en las cocinas, describió a un público de esclavos alelados cómo el rey se arrastraba y rogaba al aire vacío:
–Se tapaba los ojos, se arrancaba los pelos y se retorcía como si tuviera un cuchillo en las tripas. Es la maldición de Tórtola –repetía con aire de suficiencia, mientras alzaba un índice autoritario.
Los mozos y las lavanderas que lo escuchaban asintieron. Orri el cocinero, un esclavo gordo y plácido que escuchaba la historia sin dejar de pelar cebollas, se limpió las lágrimas y señaló la puerta con la punta del cuchillo. Cínife se asomó para comprobar que ningún cortesano rondara cerca. Desde la puerta dijo:
–Y aun con esas vidas en la conciencia, busca magos para matarlos. Está loco.
–¿Por qué siguen viniendo? ¡Lo único que les espera aquí es la hoguera! –exclamó una mujer que limpiaba pescado.
–Por la montaña de oro que el Lobo ha prometido al mago que lo ayude a tener un hijo varón –contestó Orri.
–Pues yo no vendría, ni por oro ni por nada –afirmó un mozo.
Orri movió la cabeza y echó la cebolla en un caldero.
–Cínife –ordenó–, trae un saco de harina de la bodega. Y vosotros... ¡moveos! Los demás han de tener hambre, y las pesadillas del rey no nos servirán de excusa si no llevamos la cena caliente a las mesas.
Los esclavos se dispersaron.
°°°
«El rey está maldito», afirmaban los soldados que patrullaban los corredores y las murallas. Lo mismo repetían los esclavos en las cocinas, los establos y las letrinas, mientras frotaban las mesas con arena, cepillaban a los caballos o paleaban inmundicias.
«El Lobo está maldito», decían los cortesanos, y algunos sonreían al...