E-Book, Spanisch, Band 136, 688 Seiten
Reihe: Narrativa
Mármol Amalia
1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9897-105-7
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 136, 688 Seiten
Reihe: Narrativa
ISBN: 978-84-9897-105-7
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En 1844 José Mármol publicó la primera parte de Amalia, novela autobiográfica y de costumbres con marcado trasfondo político considerada una obra de referencia en el romanticismo social. El 4 de mayo de 1840, a las diez y media de la noche, seis hombres atravesaban el patio de una pequeña casa de la calle de Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires. Llegados al zaguán, oscuro como todo el resto de la casa, uno de ellos se para, y dice a los otros: -Todavía una precaución más. -Y de ese modo no acabaremos de tomar precauciones en toda la noche -contesta otro de ellos, al parecer el más joven de todos, y de cuya cintura pendía una larga espada, medio cubierta por los pliegues de una capa de paño azul que colgaba de sus hombros. -Por muchas que tomemos, serán siempre pocas -replica el primero que había hablado-. Es necesario que no salgamos todos a la vez. Somos seis; saldremos primeramente tres, tomaremos la vereda de enfrente; un momento después saldrán los tres restantes, seguirán esta vereda, y nuestro punto de reunión será la calle de Balcarce, donde cruza con la que llevamos. -Bien pensado. -Sea, yo saldré delante con Merlo, y el señor -dijo el joven de la espada a la cintura, señalando al que acababa de hacer la indicación. Y diciendo esto, tiró el pasador de la puerta, la abrió, se embozó en su capa, y atravesando a la vereda opuesta con los personajes que había determinado, enfiló la calle de Belgrano, con dirección al río. Los tres hombres que quedaban salieron dos minutos después, y luego de haber cerrado la puerta, tomaron la misma dirección que aquéllos, por la vereda determinada.
José Mármol (Buenos Aires, 1818-1871). Argentina.
Estudió derecho en Buenos Aires, pero no terminó la carrera y se dedicó a la política. En 1839 fue detenido por el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Año y medio después se expatrió a Montevideo y allí se relacionó con otros exiliados como Juan Bautista Alberdi, Florencio Varela, Esteban Echeverría, Juan María Gutiérrez y Miguel Cané. Pasó tres años en Uruguay, hasta que tuvo que ir a Río de Janeiro a causa del sitio de Montevideo por tropas de Oribe, aliado de Rosas.
Estuvo en Río de Janeiro hasta 1845, en que regresó a Montevideo y fundó varios periódicos. Atacó a Rosas y a sus partidarios con vehemencia. En 1847 publicó en Montevideo seis cantos (aunque debió haber tenido doce) del poema 'El peregrino', con carácter autobiográfico y compuesto al compás de sus andanzas, aunque inspirado por el Childe Harold, de Lord Byron. Y marcado por su sensibilidad descriptiva y sus pasajes amorosos. En 1851 publicó el libro de poemas Armonías. Por entonces apareció también El cruzado, drama que, junto a El poeta, estrenado en 1847, reúne todo lo que escribió para la escena.
En 1853 (al caer Rosas) volvió a Buenos Aires y fue elegido senador de la provincia de Buenos Aires, y luego diputado. No pudo ser ministro plenipotenciario en Chile porque Justo José de Urquiza (que lo había nombrado) rompió con la provincia de Buenos Aires. Más tarde desempeñó ese mismo puesto en Brasil. Desde 1868 dirigió la Biblioteca Nacional, hasta que, con la visión muy afectada, se retiró. Murió en 1871.
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Capítulo I. Traición
El 4 de mayo de 1840, a las diez y media de la noche, seis hombres atravesaban el patio de una pequeña casa de la calle de Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires. Llegados al zaguán, oscuro como todo el resto de la casa, uno de ellos se para, y dice a los otros: —Todavía una precaución más. —Y de ese modo no acabaremos de tomar precauciones en toda la noche —contesta otro de ellos, al parecer el más joven de todos, y de cuya cintura pendía una larga espada, medio cubierta por los pliegues de una capa de paño azul que colgaba de sus hombros. —Por muchas que tomemos, serán siempre pocas —replica el primero que había hablado—. Es necesario que no salgamos todos a la vez. Somos seis; saldremos primeramente tres, tomaremos la vereda de enfrente; un momento después saldrán los tres restantes, seguirán esta vereda, y nuestro punto de reunión será la calle de Balcarce, donde cruza con la que llevamos. —Bien pensado. —Sea, yo saldré delante con Merlo, y el señor —dijo el joven de la espada a la cintura, señalando al que acababa de hacer la indicación. Y diciendo esto, tiró el pasador de la puerta, la abrió, se embozó en su capa, y atravesando a la vereda opuesta con los personajes que había determinado, enfiló la calle de Belgrano, con dirección al río. Los tres hombres que quedaban salieron dos minutos después, y luego de haber cerrado la puerta, tomaron la misma dirección que aquéllos, por la vereda determinada. Después de caminar en silencio algunas cuadras, el compañero del joven que conocemos por la distinción de una espada a la cintura, dijo a éste, mientras aquel otro a quien habían llamado Merlo, marchaba adelante embozado en su poncho: —¡Es triste cosa, amigo mío! Esta es la última vez quizá que caminamos sobre las calles de nuestro país. ¡Emigramos de él para incorporarnos a un ejército que habrá de batirse mucho, y Dios sabe qué será de nosotros en la guerra! —Demasiado conozco esa verdad, pero es necesario dar el paso que damos... Sin embargo —continuó el joven después de algunos segundos de silencio—, hay alguien en este mundo de Dios que cree lo contrario que nosotros. —¿Cómo lo contrario? —Es decir, que piensa que nuestro deber de argentinos es el de permanecer en Buenos Aires. —¿A pesar de Rosas? —A pesar de Rosas. —¿Y no ir al ejército? —Eso es. —¡Bah, pero es un cobarde o un mashorquero! —Ni lo uno, ni lo otro. Al contrario, su valor raya en temeridad, y su corazón es el más puro y noble de nuestra generación —¿Qué quiere que hagamos, pues? —Quiere —contestó el joven de la espada— que todos permanezcamos en Buenos Aires, porque el enemigo a quien hay que combatir está en Buenos Aires, y no en los ejércitos, y hace una hermosísima cuenta para probar que menos número de hombres moriremos en las calles el día de una revolución, que en los campos de batalla en cuatro o seis meses, sin la menor probabilidad de triunfo... Pero dejemos esto porque en Buenos Aires el aire oye, la luz ve, y las piedras o el polvo repiten luego nuestras palabras a los verdugos de nuestra libertad. El joven levantó al cielo unos grandes y rasgados ojos negros, cuya expresión melancólica se convenía perfectamente con la palidez de su semblante, iluminado con la hermosa luz de los veinte y seis años de la vida. A medida que la conversación se había animado sobre aquel tema, y que se aproximaban a las barrancas del río, Merlo acortaba el paso, o parábase un momento para embozarse en el poncho que lo cubría. Llegados a la calle de Balcarce: —Aquí debemos esperar a los demás —dijo Merlo. —¿Está usted seguro del paraje de la costa en que habremos de encontrar la ballenera? —preguntóle el joven. —Muy seguro —contestó Merlo—. Yo me he convenido a ponerlos a ustedes en ella, y sabré cumplir mi palabra, como han cumplido ustedes la suya, dándome el dinero convenido; no para mí, porque yo soy tan buen patriota como cualquiera otro, sino para pagar los hombres que los han de conducir a la otra Banda; ¡y ya verán ustedes qué hombres son! Clavados estaban los ojos penetrantes del joven en los de Merlo, cuando llegaron los tres hombres que faltaban a la comitiva. —Ahora es preciso no separarnos más —dijo uno de ellos. Siga usted adelante, Merlo, y condúzcanos. Merlo obedeció, en efecto, y siguiendo la calle de Venezuela, dobló por la callejuela de San Lorenzo, y bajó al río, cuyas olas se escurrían tranquilamente sobre el manto de esmeralda que cubre de ese lado las orillas de Buenos Aires. La noche estaba apacible, alumbrada por el tenue rayo de las estrellas, y una brisa fresca del sur empezaba a dar anuncio de los próximos fríos del invierno. Al escaso resplandor de las estrellas se descubría el Plata, desierto y salvaje como la Pampa; y el rumor de sus olas, que se desenvolvían sin violencia y sin choque sobre las costas planas, parecía más bien la respiración natural de ese gigante de la América, cuya espalda estaba oprimida por treinta naves francesas en los momentos en que tenían lugar los sucesos que referimos. Los que alguna vez hayan tenido la fantasía de pasearse en una noche oscura a las orillas del Río de la Plata, en lo que se llama el Bajo en Buenos Aires, habrán podido conocer todo lo que ese paraje tiene de triste, de melancólico, y de imponente al mismo tiempo. La mirada se sumerge en la extensión que ocupa el río, y apenas puede divisar a la distancia la incierta luz de alguno que otro buque de la rada interior. La ciudad, a dos o tres cuadras de la orilla, se descubre informe, oscura, inmensa. Ningún ruido humano se percibe, y sólo el rumor monótono y salvaje de las olas anima lúgubremente aquel centro de soledad y de tristeza. Pero aquellos que hayan llegado a ese paraje, entre las sombras de la noche, para huir de la patria cuando el desenfreno de la dictadura arrojó a la proscripción centenares de buenos ciudadanos, ésos solamente podrán darse cuenta de las impresiones que inspiraba ese lugar, y en esas horas, en que se debía morir al puñal de la Mashorca si eran sentidos; o decir ¡adiós!, a la patria, a la familia, al amor, si la fortuna les hacía pisar el débil barco que debía conducirlos a una tierra extraña, en busca de un poco de aire libre, y de un fusil en los ejércitos que operaban contra la dictadura. En la época a que nos referimos, además, la salud del ánimo empezaba a ser quebrantada por el terror: por esa enfermedad terrible del espíritu, conocida y estudiada por la Inglaterra y por la Francia, mucho tiempo antes que la conociéramos en la América. A las cárceles, a las personerías, a los fusilamientos, empezaban a suceder los asesinatos oficiales ejecutados por la Mashorca; por ese club de bandidos, a quien los primeros partidarios de Cromwell habrían mirado con repugnancia, y los amigos de Marat con horror. El terror, pues, que empezaba a apoderarse de todos los espíritus, no podía dejar de obrar su influencia eficaz en el ánimo de esos hombres que caminaban en silencio por la costa del río, en dirección a Barracas, a las once de la noche, y con el designio de emigrar de la patria, crimen de lesa tiranía que con la muerte se castigaba irremediablemente. Nuestros prófugos caminaban sin cambiarse una sola palabra; y es ya tiempo de dar a conocer sus nombres. Aquel que iba delante de todos, era Juan Merlo: hombre del vulgo; de ese vulgo de Buenos Aires, que se hermana con la gente civilizada por el vestido, con el gaucho por su antipatía a la civilización, y con el pampa por sus habitudes holgazanas. Merlo, como se sabe, era el conductor de los demás. A pocos pasos seguíalo el coronel don Francisco Lynch, veterano desde 1813; hombre de la más culta y escogida sociedad, y de una hermosura remarcable. En pos de él caminaba el joven don Eduardo Belgrano, pariente del antiguo general de este nombre, y poseedor de cuantiosos bienes que había heredado de sus padres; corazón valiente y generoso, e inteligencia privilegiada por Dios y enriquecida por el estudio. Este es el joven de los ojos negros y melancólicos, que conocen ya nuestros lectores. En seguida de él, marchaban Oliden, Riglos y Maisson, argentinos todos. En este orden habían llegado ya a la parte del Bajo que está entre la Residencia y la alta barranca que da a Barracas en la calle de la Reconquista; es decir, se hallaban en paralelo con la casa que habitaba el ministro de Su Majestad Británica, caballero Mandeville. En ese paraje, Merlo se para y les dice: —Es por aquí donde la ballenera debe atracar. Las miradas de todos se sumergieron en la oscuridad, buscando en el río la embarcación salvadora; mientras que Merlo parecía que la buscaba en tierra, pues que su vista se dirigía hacia Barracas, y no a las aguas donde estaba clavada la de los prófugos. —No está —dijo Merlo—; no está aquí, es necesario caminar algo más. La comitiva le siguió, en efecto; pero no llevaba dos minutos de marcha cuando el coronel Lynch, que iba en pos de Merlo, divisó un gran bulto a treinta o cuarenta varas de distancia, en la misma dirección que llevaban; y en el momento en que se volvía a comunicárselo a sus compañeros, un ¡quién vive! interrumpió el silencio de aquellas soledades, trayendo un repentino pavor al ánimo de todos. —No respondan; yo voy a adelantarme un poco a ver si distingo el número...