Moure Trenor | El síndrome de Mozart | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 176 Seiten

Reihe: Gran Angular

Moure Trenor El síndrome de Mozart


1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-675-4321-6
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 176 Seiten

Reihe: Gran Angular

ISBN: 978-84-675-4321-6
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
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Irene, una chica aficionada a tocar el violín, conoce a Tomi en un pueblo de Asturias durante sus vacaciones. Ella queda impresionada por el gran talento musical del chico y descubre que es muy, muy especial... A medida que se van conociendo, ella percibe que la historia de Tomi se puede reflejar en la de otro genio, Mozart. Estupenda novela que es un apasionado diálogo a través de la música.

Gonzalo Moure Trenor nació en Valencia en 1951. Su madre, una lectora compulsiva, le transmitió el amor por los libros. Comenzó la carrera de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid, militó en partidos de izquierdas y, durante algún tiempo, fue encarcelado por razones políticas. Finalmente abandonó la carrera y empezó a trabajar como periodista, fundamentalmente en radio. En los años 70, trabajó durante algún tiempo en Radio Popular de Valencia, y más tarde dirigió una pequeña emisora en Galicia. Fue guionista de televisión y colaboró en prensa especializada en música popular, entre otras ocupaciones. Dicha labor de periodista la abandonó en 1989 para dedicarse a la literatura. En 1991 publicó su primera novela, Geranium, la cual fue incluida en la Lista de Honor del IBBY. Dos años más tarde repitió distinción por El alimento de los dioses. También en 1993 recibió el Premio Jaén de Literatura por ¡A la mierda la bicicleta!, galardón que repitió en 1999 por El bostezo del Puma. Moure se acercó al público infantil con Lili libertad, con el que obtuvo el Premio El Barco de Vapor de 1995, mientras que El síndrome de Mozart le valió el Premio Gran Angular de literatura juvenil en 2003. El Premio Ala Delta, el Premio Primavera, el de la Crítica de Asturias y varios White Raven también se cuentan en su currículo. En 2017 fue galardonado con el Premio Cervantes Chico, que reconoce la labor de autores de Literatura Infantil y Juvenil. Además de escribir, Gonzalo Moure imparte charlas en bibliotecas, clubes de lectura, colegios e institutos. Ha participado en diversos congresos de Literatura Infantil y Juvenil, tanto en España como fuera de ella. Sus obras tienen en cuenta problemas sociales como el analfabetismo, la discriminación o la exclusión social, además de fijarse en la relación entre padres e hijos.  En 2017 fue galardonado con el Premio Cervantes Chico 'por la extraordinaria calidad literaria del conjunto de su obra y por su amplia y brillante trayectoria profesional'.
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Cansares


es un lugar remoto, un valle asturiano, no lejos de Galicia, con un aserradero, una industria láctea, varias explotaciones ganaderas, un ayuntamiento diminuto, seiscientos habitantes dispersos y un médico. Poco más.

Cuando Irene llegó a Cansares, sintió que el corazón se le descolgaba dentro del pecho. No ayudaba mucho el día, gris y ventoso, con el cielo convertido en el lienzo de un pintor lúgubre y grandilocuente.

El autobús se detuvo cerca del ayuntamiento. Irene descendió titubeante y un poco mareada todavía por las incontables curvas, subidas y bajadas sinuosas, túneles de árboles y abismos vertiginosos. Llevaba el violín entre los brazos y se aferraba a él para sentirse consolada en medio de aquella desolación. Mientras recuperaba su maleta de la bodega del autobús escuchó la bocina del coche de su madre. Se alegró de oírla, y un poco más tarde de verla, abriendo la portezuela. Pensó que tal vez aquel veraneo en un pueblo perdido, con su padre y su madre como única compañía, fuera una buena oportunidad para que la aceptaran tal cual era, tal como quería ser.

–¡Irene!

Cuando recibió el beso de Ángela, no pudo reprimir el deseo de abrazarla, hundiendo el rostro en su pecho.

–¿Qué te parece?

Se despegó de ella y miró a su alrededor:

–¿Hace siempre tan mal tiempo?

–¡No! Nos han dicho que es una tormenta pasajera. Puede que llueva, así que vamos.

Recorrieron todavía un par de kilómetros hasta llegar a la casa alquilada. Resultaba evidente que había sido restaurada poco antes, descubriendo la piedra de sus paredes, pintando las ventanas y ajardinando su exterior con hortensias y pequeños macizos de plantas aromáticas.

–¿Verdad que es bonita?

Ángela parecía querer convencerse a sí misma. Pero sí, a Irene le parecía bonita. Detrás de la casa se levantaba una colina boscosa, de un verde profundo, casi negro. El viento movía las ramas y extraía de ellas un gemido grave y cambiante.

Habían alquilado la casa para pasar un mes. Irene sabía solo parte de las razones, pero sospechaba el resto. Su padre no había ocultado mucho que no lejos de allí, en un rincón apartado del valle de Cansares, vivía un chico del que quería saber ciertas cosas. Pero el modo en que había insistido para que Irene viajara también, que estuviera allí todo el mes, indicaba con claridad que esperaba que ella le ayudara. Un chico con aquella rara enfermedad, el síndrome de Williams.

–Tiene dieciocho años.

En las palabras de Ángela había una insinuación casi imperceptible. Sabía que los dieciocho eran una meta, casi un mito para una chica de diecisiete: la edad de la mayoría, la frontera. Y que para ella, en un chico, los dieciocho tenían significados ocultos.

La habitación de Irene daba al valle. Se quedó en ella, sola, todo lo que pudo. Deshizo la maleta sin prisa, distribuyendo su contenido en los cajones de una cómoda sólida y maciza. Luego abrió el estuche del violín, acarició sus cuerdas, las pellizcó acercando a ellas el oído, y comprobó que el viaje las había desafinado casi por completo. Devolvió el violín al estuche, lo cerró, y lo depositó en la cama, apoyado en la almohada. No sabía ya cuándo, pero hacía muchos años que había sustituido al osito por el violín. Primero fue su pequeño tres cuartos, y ahora su amado y bello violín.

El valle embriagaba. Desde la casa hasta las montañas más cercanas había casi un kilómetro, recorrido en zigzag por caminos y pequeños bancales de hierba, en los que pastaban las vacas. Parecían indiferentes al viento, con la cabeza hundida en la hierba y el rabo en constante movimiento.

Irene no estaba acostumbrada a paisajes tan bucólicos como aquel. Se había criado en la ciudad, y sentía que pertenecía a ella. Tanto verde, tanta naturaleza acentuaban en su pecho la sensación de opresión que había sentido al llegar a Cansares. Pese a todo, acercó una silla de mimbre a la ventana, apoyó la barbilla en una mano y contempló el paisaje. A Yárchik también le gustaba pintar, algo que sin embargo no hacía tan bien como tocar la viola, y le había hablado una vez de su deseo de ser capaz de transmitir la tragedia del campo con los pinceles.

La tragedia, eso había dicho. Yárchik hablaba así, con palabras enigmáticas, que Irene no sabía muy bien si salían de su todavía incipiente castellano o de su extraña mente. Cuando definió un poco más lo que quería decir con «la tragedia del campo», Irene supo que no era un error, que había elegido la palabra con precisión.

–El campo es al mismo tiempo el amante y el enemigo del hombre. Le da todo, se entrega a él, pero le teme porque sabe que acabará con él antes o después.

Solía hablar así. Era el fruto de sus lecturas: los autores rusos, en especial. Cuando decía Dostoievski, o Turgueniev, o Gogol, achicaba los ojos, parecía escuchar voces interiores.

¿Qué más había dicho? Irene miraba hacia las casas dispersas, hacia un coche amarillo que pasaba por uno de los caminos, mientras trataba de recordar: «El campo hace el amor con el hombre y sabe que morirá en sus brazos, devorado».

Terrible, Yárchik. Pintar un pensamiento tan macabro era una idea loca, pero magnífica.

«Aquí lo tienes, Yárchik», pensó Irene: «Le haré una foto, para que pintes tu tragedia».

–¿Irene?

Era su padre, Horacio.

La puerta se abrió:

–¡Mi Irene!

Irene sonrió y se levantó para abrazarle.

–¿Te gusta?

Irene pensó: «Es una tragedia». Pero dijo:

–Sí, es precioso.

En el trayecto por el pasillo, hasta la pequeña sala, Horacio desgranó sus razones por haber elegido Cansares para pasar las vacaciones: lo poco que costaba la casa, una comparación con lo que hubiera supuesto ir a cualquier lugar de Europa, lo sano que era el ambiente, lo que iban a descansar y... lo útiles que iban a ser las vacaciones.

Lo útil. La perfección. Vacaciones más utilidad.

Mareaba, pero Irene sonreía.

Sabía que la elección tenía algo que ver con aquella rara enfermedad, un síndrome del que había oído hablar por vez primera un día, algunos meses antes, durante la última visita de su tío Ramón. Mientras comían, Irene no prestaba mucha atención, hasta que oyó decir a su padre:

–Irene siente de verdad la música. No como los del síndrome de Williams, sino con verdadera genialidad.

Sin duda, Horacio había hablado antes de aquello, porque era parte de su trabajo. Pero a Irene nunca le había llamado la atención, o, al menos, no lo recordaba. Aquella vez, sí. En silencio, intentando que sus ojos no se levantaran de la musaca griega que tanto le gustaba cocinar a su madre cuando había visitas, escuchó hablar por primera vez de los afectados por el síndrome de Williams.

–¿Síndrome de qué? ¿De espuma de afeitar?

Era el tío Ramón, quien solía hacer gracias, o ninguna gracia, de cualquier cosa de la que se hablara.

–De Williams, Ramón. Williams era un médico neozelandés que, allá por los sesenta, a principios, hizo el primer diagnóstico general. La gente con síndrome de Williams originó el mito popular de los duendes, los elfos y todas esas bobadas.

Irene masticó con fuerza. No le gustaba oír a su padre, cada vez menos. ¿Por qué tenía que ser siempre hiriente? Con ella, con el tío Ramón, con su propia madre... A Irene, los elfos y los duendes no le parecían bobadas. Hubiera querido protestar y preguntar, pero sentía la comida en la boca convertida en una bola, y era de mala educación... Le ayudó su tío.

–¿Y por qué? ¿Aparecen y desaparecen?

El tío Ramón solía acompañar algunas frases con una risotada, algo que era tan frecuente que se esperaba del mismo modo que se espera un trueno más de la tormenta. Y llegó, riendo su propia gracia.

Horacio esperó, pacientemente, a que la carcajada cesara para decir:

–No, Ramón. Porque son pequeñitos, porque tienen cara de duende, porque son vivarachos y simpáticos y suelen hablar con palabras rebuscadas. Son retrasados, en realidad, pero tienen... gran capacidad verbal. Y, por cierto, también cierta capacidad musical. Hasta oído absoluto, dicen. Pero no significa nada, son lo que se llama en psicología idiots savants, idiotas sabios. Gran capacidad musical, pero en medio del vacío.

Y ahora, Irene sabía que las vacaciones en Cansares guardaban alguna relación con el síndrome de Williams, o al menos con un chico que lo padecía.

–Y hay chimenea –dijo Horacio, con evidente satisfacción.

Irene se preguntó para qué servía una chimenea en verano, pero no dijo nada.

La sala no estaba mal. La chimenea había sido usada en invierno y exhalaba un ligero olor a hollín y a leña nada desagradable. En una de las paredes una biblioteca enseñaba su dudosa mercancía: por los lomos de...



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