E-Book, Spanisch, 366 Seiten
Montenegro Hombres sin mujer
1. Auflage 2024
ISBN: 978-959-10-2661-3
Verlag: RUTH
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 366 Seiten
ISBN: 978-959-10-2661-3
Verlag: RUTH
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CARLOS MONTENEGRO (1900-1981). Narrador y periodista. Cuando era aún muy joven protagonizó un hecho de sangre y sufrió cárcel en La Habana, donde inició su carrera literaria. Sus cuentos alcanzaron pronto gran celebridad. De tal experiencia emergió, más tarde, la presente obra. Practicó el periodismo y desarrolló el reportaje. Fue corresponsal en España de la revista Mediodía durante la Guerra Civil. Aviones sobre el pueblo (1937) y Tres meses con la fuerza de choque (1938) recuerdan esa etapa de su vida. En 1944 fue laureado con el premio Hernández Catá por su cuento Un sospechoso.
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En la galera
2
El Gallego Prendes, penado-presidente de la galera Primera Central, se paseaba malhumorado a lo largo de la doble fila de presos que en perfecta formación esperaban que el oficial de guardia los contase.
Bajo, rechoncho y fornido como un torete, caminaba a grandes pasos, con las manos cruzadas a la espalda, como un grotesco Napoleón, a la vez que dirigía miradas reconcentradas a los hombres alineados a lo largo de la galera.
Tan absoluto era el silencio, que si dos cucarachas se hubieran peleado en uno de los cajones donde los presos guardaban sus cachivaches, el ruido de la lucha se habría sentido. Pero ni las cucarachas se movían; ya lo harían después, cuando escuchasen el toque de silencio y los presos se durmieran. Ahora estaba el Gallego Prendes malhumorado, a la escucha de cualquier infracción, y no se sabía lo que podría salir de su disgusto; a lo mejor un baldeo general con agua caliente que las achicharrase a todas, menos a la pareja elegida para la reproducción de la especie.
El presidente se detuvo en sus paseos, plantándose, con los brazos en jarras, delante de uno de los reclusos:
—¿Y tú? ¿Quién te trasladó para aquí? ¡Oye! ¿Por qué no contestas? —insistió, alzando la voz al ver que el interrogado seguía sin responder, en la posición reglamentaria de atención: brazos cruzados sobre el pecho y la mirada baja—; ¿Quién ordenó tu traslado?
—El brigada del Orden Interior —respondió por fin el preso.
—¡Toma! ¿Pero tú no estabas en la Aldecoa? ¿No te habían trasladado a ella por afeminado?
—Esa fue una combinación que me hicieron; el brigada se enteró de que era un muchacho serio y me sacó de allí.
—¡Ja, ja! ¿Serio? ¿No es a ti a quien le dicen por ahí la Duquesa?
—El mismo.
—¿Y eres serio?
—Así parece.
—Pues entonces mis berocos son claveles.
Una escala de risas corrió por las filas.
—¡Vamos, a callarse, que esta noche duerme alguien en las celdas! ¿Y quién te recomendó con el brigada? Seguro que algún socio tuyo de influencia, ¿no? Eso es lo que tiene todo echado a perder aquí. ¿Quién fue?
—Brai —y el muchacho, entre orgulloso y desafiante, le clavó la vista al presidente al pronunciar el nombre de su padrino.
—¡Ah! ¿Brai? —el gallego se quedó un momento sin saber qué decir, pero reaccionó, sintiéndose espiado por el resto de la galera—. ¿Y qué me dices a mí con eso de Brai? Yo sí que no creo en guapetones, ¿lo oyes? Para guapo, yo, que tengo las tiras en el brazo: aquí, lo otro se deja en el rastrillo al ingresar, colgando de un perchero, para tratar de recogerlo a la salida.
—Eso dígaselo a él —replicó irónico la Duquesa.
—¿Qué te figuras, sarnoso? Mañana mismo, tan pronto abran las galeras, se lo digo.
La Duquesa acentuó la ironía:
—Si quiere se lo puede decir ahora mismo; también a él lo trasladaron para aquí.
—¿Cómo?
La penumbra no fue suficiente para ocultar la palidez del gallego. Retrocedió un poco hacia la reja, al lado de la cual formaban los ocho cabos que lo auxiliaban en el cuidado de la galera, y paseó la mirada inquieta por encima de los hombres, que ahora alzaban los rostros, burlones.
En la segunda fila, sobresaliendo de los demás, estaba Brai. ¿Cómo no lo había notado antes? El gallego le buscó la mirada, pero Brai simulaba una indiferencia absoluta, como si lo ocurrido le hubiera pasado inadvertido o no le interesase. En aquel momento lanzaba una bocanada de humo hacia el techo cerrando un poco el ojo izquierdo; después miró, como por accidente, al encargado del orden, que trató de presentarle una expresión servicial.
—¿Qué hubo, Brai? ¿Tú por aquí?
—Aquí, mi tierra. ¿Qué, le disgusta?
—¡Compañero! Usted, mejor que nadie, sabe que yo soy amigo de los hombres.
—Por eso mismo pedí venir para la Primera, esa otra gente se da demasiada lija.
—Sí, hombre, sí; se la cogen con papel de china. Bueno, barín, ya hablaremos. Figúrate, estoy enredado con ciento treinta y dos.
Hizo un saludo con la mano, y sintiendo que continuaban los murmullos en las filas, gritó:
—¡A callarse! ¿Qué es lo que pasa? ¡He dicho, carajo, que aquí no hay guapos, y que alguien va a dormir esta noche en las celdas con el Trágico!
Tornó la disciplina, que se había relajado; cesaron los rumores de conversaciones que aquí y allá se dejaban oír, y las filas volvieron a recobrar su perfección casi militar. Brai lanzó una nueva bocanada de humo y se sonrió ligeramente. En aquel momento, el recluso con galones de cabo, que hacía la guardia en la entrada de la galera, dio una voz de mando:
—¡Cubran!
La puerta enrejada se abrió y penetró el oficial, como un bólido; contó los presos a grandes pasos, sin mirarlos, por las baldosas del piso que ocupaban, y retrocedió rápidamente; al llegar a la reja se detuvo un instante para hacer la anotación en la tablilla que llevaba y preguntó, ratificando, mientras escribía:
—¿Cuántos?
—Ciento treinta y dos —respondió el Gallego Prendes.
—Bien. ¡Están ustedes de guasabeo: ciento treinta y dos! Defiéndanse, que ya les cogeremos el lomo.
La galera, estrecha y abovedada se asemejaba a un túnel; al fondo de ella una ventana abierta al patio principal de la prisión completaba el símil. Tenía capacidad para ciento treinta y dos penados, si a la hora de dormir, las camas, de medio metro de anchura, se pegaban completamente unas a otras, fingiendo, a ambos lados, dos largas tarimas; y al centro se armaba una tercera fila con las camas colocadas a lo largo, es decir, unidas unas con otras por los extremos, de modo que todo contacto dudoso fuera imposible.
Esta tercera hilera era la más cómoda y estaba destinada, en primer lugar, a los mandantes; en segundo, a los reclusos cuya fama de inmorales era notoria y no tenían con qué comprarse un puesto en las filas laterales, y, en fin, a los novatos jóvenes, recién ingresados.
La disposición de las camas había penetrado como un problema insoluble en el cerebro del Gallego Prendes.
Hasta aquel momento todo había resultado relativamente fácil; era el presidente, el de las tiras, y boca abajo todo el mundo; pero, ¿y ahora? ¿Qué se hacía él con la Duquesa? ¿Dónde lo ponía a dormir? Si no hubiera ocurrido el incidente de la fila, el asunto no tendría importancia; pero había ocurrido, y la culpa la tenía él mismo por querer contar a la gente como el oficial, sin mirarles la cara, en burujón, en bulto, como si fueran ganado propio. Por poco que hubiera levantado la cabeza se habría encontrado con Brai, y la situación no sería la misma. Pero metió la pata. Allí en fila había 131 presos que seguramente pensaban en lo mismo: ¿en dónde pondría a dormir a la Duquesa? Lo pensaban mientras esperaban el toque que diese conformidad del recuento y ordenase romper filas.
Y el presidente de la Primera Central se pasó una mano por la cabeza pelada al rape, como si quisiera borrar todo lo que tenía en ella, igual que se borra una pizarra; pero las mismas ideas le quedaron bailando dentro, atravesadas, de vez en cuando, por la imagen de Brai, con los ojos de mirada inquisitiva, la frente ancha y la cabeza bien plantada sobre los hombros. Demasiado sabía él hasta qué punto era temible aquel hombre que aun en la galera de los Incorregibles era el toro que más meaba.
Miró para los hombres en fila que ahora apenas se distinguían en la penumbra del crepúsculo; el recuento en las galeras se demoraba demasiado y la gente comenzaba a dar señales de impaciencia. ¿Hasta cuándo? Llevaban más de tres cuartos de hora de pie. Seguramente que el oficial estaba confundido y no había para cuando acabar. Aquí y allá el murmullo de los comentarios iba creciendo, incitado por la espera y protegido por la oscuridad.
—¿Se habrá fugado alguien?
—¡Qué fugado ni qué niño muerto! Ese debe ser alguno que está metido en el hoyo. ¿No te acuerdas de lo que le pasó a la Macorina? Después del negocio se quedó dormido en la Posada Sangrienta y...
—¿La posada qué?
—La Posada Sangrienta. Compadre, ¿se me va usted a guillar ahora diciéndome que no sabe lo que es?
—¡Por mi madre que no! Yo no me ocupo de esas porquerías: de mi galera al taller, del taller a mi galera.
—¿De la galera al taller y del taller a la galera? —intervino otro—. ¿Por qué no dice mejor: de la galera a mi aprendiz y de mi aprendiz a la galera?
—No puedo decir eso, porque de lo único que me ocupo yo es de tu reverenda madre. Cuando se rompa la fila me vas a repetir eso.
—¡Y te lo repito! ¿Qué te figuras tú?
—¡Cómo!
El ofendido ya iba a agredir cuando una presión disimulada lo detuvo:
—Deja eso.
—No te metas tú, que este es un asunto de hombres. ¡A este le parto yo la jeta!
—No le hagas caso. Lo que...