Montenegro | Hombres sin mujer | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 151, 234 Seiten

Reihe: Narrativa

Montenegro Hombres sin mujer


1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9953-178-6
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 151, 234 Seiten

Reihe: Narrativa

ISBN: 978-84-9953-178-6
Verlag: Linkgua
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Hombres sin mujer es, junto a El ángel de Sodoma, una de las primeras novelas cubanas de tema homosexual. Relata la vida erótica de unos presidiarios, y sus conflictos afectivos. Carlos Montenegro explora los ánimos de sus personajes, atrapados en una atracción trágica, cuyo desenlace se anuncia desde el inicio. En 1936, en la Revista Mediodía apareció un capítulo de la novela titulado «El baile del guanajo», que provocó el cierre de la revista durante tres meses y un proceso judicial, bajo la acusación de «pornografía y propaganda subversiva». El prefacio de la novela afirma que esta pretende denunciar la crueldad de las condiciones de vida en el presidio. De ahí el espiritualismo naturalista y crudo de Hombres sin mujer, en que el espacio carcelario es captado con un lenguaje duro, marcado por los diálogos directos. Así, sin vacilaciones, escribió, en un texto a manera de prólogo a esta obra: «No me interesa quien se sonroje o indigne por la lectura de estas páginas, mientras se considere ajeno a la realidad ominosa que divulgan: a su agitada moral de superficie opongo, en la medida de mi capacidad, el propósito auténticamente moral de desenmascarar la ignominia que supone arrojar el pudridero a seres que más tarde o más temprano han de regresar al medio común, aportando a éste todas las taras adquiridas; opongo también la desesperación de esos seres, su dolor humano y su inevitable regresión a la bestia; opongo el interés mismo de la humanidad.»

Carlos Montenegro Rodríguez (Galicia, 1900-Miami, 1981) Cuba. Fue comunista militante y corresponsal en la guerra civil española. Durante su estancia en la cárcel, se dio a conocer como cuentista con El renuevo, recogido en El renuevo y otros cuentos (1929). Ya en libertad, publicó la colección de cuentos Dos barcos (1934). Su mejor obra es la novela Hombres sin mujer (1938), documento duramente realista sobre la tragedia sexual de los presidiarios en Cuba. Al triunfar la revolución de 1959, abandonó la isla, adonde ya no regresó.

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II. EN LA GALERA
El gallego Prendes, penado-presidente de la galera Primera Central, se paseaba malhumorado a lo largo de la doble fila de presos que en perfecta formación esperaban que el oficial de guardia los contase. Bajo, rechoncho y fornido como un torete, caminaba a grandes pasos, con las manos cruzadas a la espalda, como un grotesco Napoleón, a la vez que dirigía miradas reconcentradas a los hombres alineados a lo largo de la galera. Tan absoluto era el silencio, que si dos cucarachas se hubieran peleado en uno de los cajones donde los presos guardaban sus cachivaches, el ruido de la lucha se habría sentido. Pero ni las cucarachas se movían; ya lo harían después, cuando escuchasen el toque de silencio y los presos se durmieran. Ahora estaba el gallego Prendes malhumorado, a la escucha de cualquier infracción, y no se sabía lo que podría salir de su disgusto; a lo mejor un baldeo general con agua caliente que las achicharrase a todas, menos a la pareja elegida para la reproducción de la especie. El presidente se detuvo en sus paseos, plantándose, con los brazos en jarras, delante de uno de los reclusos: —¿Y tú? ¿Quién te trasladó para aquí? ¡Oye! ¿Por qué no contestas? —insistió, alzando la voz al ver que el interrogado seguía sin responder, en la posición reglamentaria de atención: brazos cruzados sobre el pecho y la mirada baja—: ¿Quién ordenó tu traslado? —El brigada del Orden Interior —respondió por fin el preso. —¡Toma! ¿Pero tú no estabas en la Aldecoa? ¿No te habían trasladado a ella por afeminado? —Esa fue una combinación que me hicieron. El brigada se enteró de que era un muchacho serio y me sacó de allí. —¡Ja, ja! ¿Serio? ¿No es a ti a quien le dicen por ahí la Duquesa? —El mismo. —¿Y eres serio? —Así parece. —Pues entonces mis berocos son claveles. Una escala de risas corrió por las filas. —¡Vamos, a callarse, que esta noche duerme alguien en las celdas! ¿Y quién te recomendó con el brigada? Seguro que algún socio tuyo de influencia, ¿no? Eso es lo que tiene todo echado a perder aquí. ¿Quién fue? —Brai —y el muchacho, entre orgulloso y desafiante, le clavó la vista al presidente al pronunciar el nombre de su padrino. —¡Ah! ¿Brai? —el gallego se quedó un momento sin saber qué decir, pero reaccionó, sintiéndose espiado por el resto de la galera—. ¿Y qué me dices a mí con eso de Brai? Yo sí que no creo en guapetones, ¿lo oyes? Para guapo, yo, que tengo las tiras en el brazo. Aquí, lo otro se deja en el rastrillo al ingresar, colgando de un perchero, para tratar de recogerlo a la salida. —Eso dígaselo a él —replicó irónico la Duquesa. —¿Qué te figuras, sarnoso? Mañana mismo, tan pronto abran las galeras, se lo digo. La Duquesa acentuó la ironía: —Si quiere se lo puede decir ahora mismo; también a él lo trasladaron para aquí. —¿Cómo? La penumbra no fue suficiente para ocultar la palidez del gallego. Retrocedió un poco hacia la reja, al lado de la cual formaban los ocho cabos que lo auxiliaban en el cuidado de la galera, y paseó la mirada inquieta por encima de los hombres, que ahora alzaban los rostros, burlones. En la segunda fila, sobresaliendo de los demás, estaba Brai. ¿Cómo no lo había notado antes? El gallego le buscó la mirada, pero Brai simulaba una indiferencia absoluta, como si lo ocurrido le hubiera pasado inadvertido o no le interesase. En aquel momento lanzaba una bocanada de humo hacia el techo cerrando un poco el ojo izquierdo; después miró, como por accidente, al encargado del orden, que trató de presentarle una expresión servicial. —¿Qué hubo, Brai? ¿Tú por aquí? —Aquí, mi tierra. ¿Qué, le disgusta? —¡Compañero! Usted, mejor que nadie, sabe que yo soy amigo de los hombres. —Por eso mismo pedí venir para la Primera; esa otra gente se da demasiada lija. —Sí, hombre, sí; se la cogen con papel de china. Bueno, barín, ya hablaremos. Figúrate, estoy enredado con ciento treinta y dos. Hizo un saludo con la mano, y sintiendo que continuaban los murmullos en las filas, gritó: —¡A callarse! ¿Qué es lo que pasa? ¡He dicho, carajo, que aquí no hay guapos, y que alguien va a dormir esta noche en las celdas con el Trágico! Tornó la disciplina, que se había relajado; cesaron los rumores de conversaciones que aquí y allá se dejaban oír, y las filas volvieron a recobrar su perfección casi militar. Brai lanzó una nueva bocanada de humo y se sonrió ligeramente. En aquel momento, el recluso con galones de cabo, que hacía la guardia en la entrada de la galera, dio una voz de mando: —¡Cubran! La puerta enrejada se abrió y penetró el oficial, como un bólido; contó los presos a grandes pasos, sin mirarlos, por las baldosas del piso que ocupaban, y retrocedió rápidamente; al llegar a la reja se detuvo un instante para hacer la anotación en la tablilla que llevaba y preguntó, ratificando, mientras escribía: —¿Cuántos? —Ciento treinta y dos —respondió el gallego Prendes. —Bien. ¡Están ustedes de guasabeo: ciento treinta y dos! Defiéndanse, que ya les cogeremos el lomo. La galera, estrecha y abovedada, se asemejaba a un túnel; al fondo de ella, una ventana abierta al patio principal de la prisión completaba el símil. Tenía capacidad para ciento treinta y dos penados, si a la hora de dormir, las camas, de medio metro de anchura, se pegaban completamente unas a otras, fingiendo, a ambos lados, dos largas tarimas; y al centro se armaba una tercera fila con las camas colocadas a lo largo, es decir, unidas unas con otras por los extremos, de modo que todo contacto dudoso fuera imposible. Esta tercera hilera era la más cómoda y estaba destinada, en primer lugar, a los mandantes. En segundo, a los reclusos cuya fama de inmorales era notoria y no tenían con qué comprarse un puesto en las filas laterales, y, en fin, a los novatos jóvenes, recién ingresados. La disposición de las camas había penetrado como un problema insoluble en el cerebro del gallego Prendes. Hasta aquel momento todo había resultado relativamente fácil; era el presidente, el de las tiras, y boca abajo todo el mundo; pero, ¿y ahora? ¿Qué se hacía él con la Duquesa? ¿Dónde lo ponía a dormir? Si no hubiera ocurrido el incidente de la fila, el asunto no tendría importancia; pero había ocurrido, y la culpa la tenía él mismo por querer contar a la gente como el oficial, sin mirarles la cara, en burujón, en bulto, como si fueran ganado propio. Por poco que hubiera levantado la cabeza se habría encontrado con Brai, y la situación no sería la misma. Pero metió la pata. Allí en fila había ciento treinta y un presos que seguramente pensaban en lo mismo. ¿Dónde pondría a dormir a la Duquesa? Lo pensaban mientras esperaban el toque que diese conformidad del recuento y ordenase romper filas. Y el presidente de la Primera Central se pasó una mano por la cabeza pelada al rape, como si quisiera borrar todo lo que tenía en ella, igual que se borra una pizarra; pero las mismas ideas le quedaron bailando dentro, atravesadas, de vez en cuando, por la imagen de Brai, con los ojos de mirada inquisitiva, la frente ancha y la cabeza bien plantada sobre los hombros. Demasiado sabía él hasta qué punto era temible aquel hombre que aun en la galera de los Incorregibles era el toro que más meaba. Miró para los hombres en fila que ahora apenas se distinguían en la penumbra del crepúsculo; el recuento en las galeras se demoraba demasiado y la gente comenzaba a dar señales de impaciencia. ¿Hasta cuándo? Llevaban más de tres cuartos de hora de pie. Seguramente que el oficial estaba confundido y no había para cuando acabar. Aquí y allá el murmullo de los comentarios iba creciendo, incitado por la espera y protegido por la oscuridad. —¿Se habrá fugado alguien? —¡Qué fugado ni qué niño muerto! Ese debe ser alguno que está metido en el hoyo. ¿No te acuerdas de lo que le pasó a la Macorina? Después del «negocio» se quedó dormido en la Posada Sangrienta y... —¿La posada qué? —La Posada Sangrienta. Compadre, ¿se me va usted a guillar ahora diciéndome que no sabe lo que es? —¡Por mi madre que no! Yo no me ocupo de esas porquerías: de mi galera al taller, del taller a mi galera. —¿De la galera al taller y del taller a la galera? —intervino otro—. ¿Por qué no dice mejor: de la galera a mi aprendiz y de mi aprendiz a la galera? —No puedo decir eso, porque de lo único que me ocupo yo es de tu reverenda madre. Cuando se rompa la fila me vas a repetir eso. —¡Y te lo repito! ¿Qué te figuras tú? —¡Cómo! El ofendido ya iba a agredir, cuando una presión disimulada lo detuvo: —Deja eso. —No te metas tú, que este es un asunto de hombres. ¡A éste le parto yo la jeta! —No le hagas caso. Lo que tiene guararey. Me ha estado fajando para que me vaya con él. Si te metes en una bronca, de seguro que me mandan para la Aldecoa, tú lo sabes bien. Eso es lo que él anda buscando: separarnos. —¿De modo que fajando? ¡Tú también vas a coger una cueriza! Ese chisme lo aclaro yo. —¡Déjate de muchas aclaraciones, que para la leche que da la vaca...! —¿Te parece poco lo que te doy? ¿Es que te me quieres correr? La voz baja había encontrado un tono medio entre la...



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