Mèlich | La condición vulnerable | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 86, 111 Seiten

Reihe: Fragmentos

Mèlich La condición vulnerable

Ensayo de filosofía literaria II
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-10188-33-4
Verlag: Fragmenta Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Ensayo de filosofía literaria II

E-Book, Spanisch, Band 86, 111 Seiten

Reihe: Fragmentos

ISBN: 978-84-10188-33-4
Verlag: Fragmenta Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



La vida humana no puede eludir los conflictos, las rupturas o las incongruencias. Los momentos en los que todo encaja, los instantes solemnes en los que el orden reina, no dejan de ser oasis efímeros que se desmoronan como castillos de arena en la playa. Convertidos en problemas por nosotros mismos, nos formulamos preguntas que nunca podremos responder, pero tampoco podemos dejar de formulárnoslas. Vivimos en un mundo donde el mal, el sufrimiento y la indiferencia están obsesivamente presentes. Nuestra vida no puede esquivar la comedia ni la tragedia. La condición humana es vulnerable, porque los rostros de la finitud son ineludibles. La muerte, la crueldad, el sufrimiento y la pérdida son el sinsentido radical, y cualquier intento de superar este absurdo y de encontrarle una justificación es obsceno. La vulnerabilidad está ligada a una identidad nunca fijada del todo que se construye dentro de un universo de máscaras como el que es, en definitiva, el baile de la existencia.

Joan-Carles Mèlich (Barcelona, 1961) es doctor en filosofía y letras por la Universidad Autónoma de Barcelona, donde también ejerce de profesor titular de filosofía de la educación. Entre sus libros, destacan Filosofía de la finitud (Herder), La lección de Auschwitz (Herder), Ética de la compasión (Herder) y Lógica de la crueldad (Herder). Desde hace quince años se ha dedicado a elaborar una «filosofía antropológica de la finitud» en sus diversas expresiones: el cuerpo, el símbolo, el placer, la alteridad, la memoria, el deseo, la contingencia, el silencio y la muerte. En el 2015 inició, con La lectura como plegaria, la publicación de sus Fragmentos filosóficos en Fragmenta, que tienen su continuación en La prosa de la vida. En 2018 publicó Contra los absolutos, un libro de conversaciones con el editor Ignasi Moreta, en 2019 La religión del ateo, en 2022 La experiencia de la pérdida y en 2023 La condición vulnerable. También ha sido uno de los editores del libro Empalabrar el mundo. El pensamiento antropológico de Lluís Duch.
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i pórtico


Nadie puede vivir sentado detrás de una mesa protegido del frío y de las tormentas. Existimos a trompicones. La vida humana no puede eludir los conflictos, las rupturas o las incongruencias. Los momentos en los que todo encaja, los instantes solemnes en los que el orden reina, no dejan de ser oasis efímeros que se desmoronan como castillos de arena en la playa. Convertidos en problemas por nosotros mismos, nos formulamos preguntas que nunca podremos responder, pero tampoco podemos dejar de formulárnoslas. Vivimos en un mundo donde el mal, el sufrimiento y la indiferencia están obsesivamente presentes. Nuestra vida no puede esquivar la comedia ni la tragedia. Es en este sentido que digo que la condición humana es vulnerable, porque los rostros de la finitud son ineludibles. La muerte, la crueldad, el sufrimiento y la pérdida son el sinsentido radical, y cualquier intento de superar este absurdo y de encontrarle una justificación es obsceno. La vida es una historia que no significa nada.

Tenéis en las manos un texto que trata de los cuerpos heridos, de las heridas que infligimos —o que nos infligen—, a veces sin querer. Este relato habla de las cicatrices de los cuerpos y de algunas de las formas que hemos inventado para protegernos del dolor, y también de la necesidad de ser acogidos y acariciados. Esta es la condición vulnerable, una estructura trágica, una forma que no puede esquivar toda vida que quiera calificarse de humana, porque las heridas no solo supuran en las noches de insomnio, sino también en los días serenos y soleados; porque son omnipresentes y, aunque a veces parece que hayan desaparecido, siguen inscritas en nuestros cuerpos para siempre.

La vulnerabilidad es una estructura impura, como cualquier otra estructura, de la condición humana. Sin embargo, su impureza no es únicamente una expresión del mal o de lo diabólico —una suerte de pecado original—, sino sobre todo de la ambigüedad y del juego de las situaciones y las relaciones, de la conflictividad de cualquier decisión y de los traumas de toda historia. Somos walking shadows (‘sombras que caminan’) en un escenario en el que el guion ha quedado hecho añicos, somos sombras creadas por una moral rodeada de grietas que las demandas éticas abren —a pesar de los órdenes gramaticales— en las pieles y en las entrañas. Somos sombras marcadas por ausencias, por añoranzas infinitas, por heridas que de pronto se vuelven a abrir y que nada ni nadie podrá curar del todo. Somos sombras acosadas por espectros que, tal vez a nuestro pesar, siempre vuelven a hacer acto de presencia.

La vulnerabilidad está ligada a una identidad nunca fijada del todo; una identidad que siempre está expuesta a los otros; una identidad que se construye dentro de un universo de máscaras como el que es, en definitiva, el baile de la existencia; una identidad creada en las relaciones con otros, con amigos y con extraños. En este sentido, defiendo que la vulnerabilidad es la estructura antropológica que expresa la necesidad de la ética, de las relaciones éticas, unas relaciones siempre sometidas, ciertamente, a la provisionalidad y a la condicionalidad, a la improvisación del instante y a la singularidad de los nombres propios. En suma, ser ético es estar ahí, es dar apósitos que ayuden momentáneamente a soportar las heridas que provocamos y que nos provocan las situaciones de la vida cotidiana. Para pensar la vulnerabilidad de la condición humana, pues, será necesario acercarnos a la materialidad de los cuerpos heridos y, para hacerlo, habrá que iniciar una reflexión sobre la condición vulnerable de la vida desde una filosofía literaria.

A pesar de que he hablado de ello en otros libros, hay que recordar algunas ideas de esta filosofía. Diría, a grandes rasgos, que hemos sido colonizados por una visión del mundo a la manera metafísica, es decir, en la forma de una «duplicidad». La metafísica es un sistema —y una forma de vida— que defiende la existencia de una realidad transhistórica, que supuestamente es más real que la realidad sensible. En otras palabras, un sistema metafísico cree en la existencia de un «ser» o una «realidad» inmutable, universal y eterna que da Sentido —en mayúsculas— a la vida humana, y que, por lo tanto, la orienta y dirige. Esta última es una idea fundamental: toda metafísica tiene —con mayor o menor grado o intensidad— un contenido moral. Por eso, la visión metafísica del mundo no solo «duplica» la realidad, sino que también pretende haber descubierto algo (el nombre aquí es irrelevante) que legitima y normativiza el mundo sensible, la vida cotidiana, y que conduce por el «buen camino» a las vidas que la habitan. La idea central que pongo sobre la mesa es, pues, que todos los sistemas metafísicos son sistemas morales, o tienen consecuencias morales. O dicho de otro modo: toda metafísica es una fábrica de buena conciencia que legitima las acciones y las decisiones, y que por eso mismo tiene, de forma más o menos explícita, un componente moral, pero también político, estético, pedagógico e incluso teológico. Porque es moral, la metafísica cree que puede resolver definitivamente, de una vez por todas, el conflicto inherente a las vidas humanas y, en consecuencia, su vulnerabilidad. La metafísica impone una visión del mundo clara y transparente desde el momento en el que desvela el principio supremo y rector a partir del cual todo se origina y del cual todo depende. La metafísica cree haber descubierto la «variable independiente» que tiene que orientar la condición humana. Por eso, la primera tesis que quiero defender es que no hay vulnerabilidad en un mundo metafísico, y no la hay porque en un universo metafísico no hay problematicidad, ni ambigüedad, ni situacionalidad.

Para la visión metafísica del mundo, «todo lo que es», si es que realmente «es» —y no es un simple producto de la imaginación—, tiene que poder ser definido con ideas claras y distintas y, por lo tanto, tiene que ser comprendido y asimilado, y también ordenado, sometido a un orden, conceptualizado. Y es en función de esta ordenación que se les dirá a los sujetos empíricos qué tienen que hacer. Esto significa, ni más ni menos, que en la visión metafísica del mundo, primero es la ontología y después la deontología. Aún más, la deontología —lo que hay que hacer— queda legitimada por una ontología —lo que es—, y por eso en los sistemas metafísicos no hay nada heterogéneo, extraño ni exterior. Un pensamiento metafísico está convencido de que es posible la reconciliación en un único principio y, en consecuencia, se presenta, como he dicho antes, como la negación de la vulnerabilidad. Hay un único principio supremo que da sentido a priori y orienta los comportamientos de toda la multiplicidad y heterogeneidad de la vida. Incluso podríamos decir que si, en el fondo, todo es clasificable, todo es ordenable, todo es definible, lo que no lo sea provisionalmente, o aparentemente, también puede y tendrá que acabar por normalizarse. Para la tradición metafísica occidental, de la que somos herederos, todo se puede normalizar; es más, esta tradición puede ser entendida como un macroproyecto de normalización. Con algún temor, me atrevería a decir —inspirándome en Franz Rosenzweig y Emmanuel Levinas— que, a grandes rasgos, la cultura occidental se ha configurado sobre la base de este principio. Desde Grecia hasta nuestros días Occidente ha vivido bajo el influjo de esta idea obsesiva que solo unos pocos se atreverán a cuestionar: pensar y ser es lo mismo. Insisto: según el pensamiento metafísico, todo «lo que es» —si realmente es— ha de poder ser definido, ordenado, clasificado, analizado, comprobado. «Lo que es» es claro y distinto.

Toda metafísica, sea del signo que sea, parte de una idea central: existe algo no problemático —no ambiguo—, algún principio claro y distinto que, por eso mismo, tiene que encontrarse fuera del mundo, al margen del espacio y del tiempo, de la finitud, de las relaciones y de las situaciones, porque solo allá puede poseer estas características. Este principio niega la vulnerabilidad de la condición humana y da sentido firme al pensamiento y a la acción. Esta imagen del mundo es la que ha dominado nuestra manera de entender la vida, la ética y la educación desde hace más de dos mil años, y creo no equivocarme si afirmo que, a grandes rasgos, todavía sigue presente a nuestro alrededor.1

Hay otro aspecto que no tendríamos que olvidar y que ya anunciaba antes, que es también el resultado de esta lógica metafísica, de esta lógica de la conceptualización, la normalización y la normatividad. Me refiero a la configuración dualista que opera, más o menos explícitamente, en nuestro lenguaje, y, por la misma razón, en nuestra manera de pensar, de actuar y de vivir. Como resultado de esta metafísica, la cultura occidental ha configurado el mundo a partir de oposiciones en las que uno de los dos términos (el primero) es el polo positivo y el otro (el segundo) el negativo, y este último tiene que ser sometido y juzgado según el primero. Alma-cuerpo, cielo-tierra, derecha-izquierda,2 masculino-femenino, razón-pasión, profundidad-superficie, luz-sombra, científico-poético, actividad-pasividad, palabra-escritura, alto-bajo, absoluto-relativo, objetivo-subjetivo, realidad-ficción, etc.

No obstante, a lo largo de los últimos tres siglos, una serie de pensadores —filósofos, escritores, artistas, músicos…— han puesto en entredicho esta visión metafísica —que también es moral, porque toda metafísica siempre...



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