E-Book, Spanisch, 432 Seiten
Milne La venganza de la historia
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-123903-3-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
La batalla por el siglo XXI
E-Book, Spanisch, 432 Seiten
ISBN: 978-84-123903-3-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Londres, 1958. Milne es un periodista y escritor británico conocido por sus puntos de vista ligados a la izquierda y a los movimientos sociales, muy admirado entre otros por Naomi Klein, que en su libro La doctrina del shock le cita repetidamente por haber convertido la sección de comentarios del periódico en un 'foro de debate verdaderamente global'. Columnista y editor asociado de The Guardian, es autor de The Enemy Within: La guerra secreta contra los mineros (1994), auténtico bestseller en el Reino Unido, que analiza las huelgas de mineros británicos en 1984-85, centrándose en el papel que jugó el MI5 y la Special Branch. Además, Milne ha trabajado para The Economist y ha sido reportero para el Guardian en Oriente Medio, Europa del Este, Rusia, el sur de Asia y América Latina. Su trayectoria no ha estado exenta de polémica: En un expediente de diciembre de 2001, el entonces primer ministro Tony Blair, citaba a Seumas Milne como uno de los diez periodistas más peligrosos del Reino Unido. El novelista Robert Harris le describió en una ocasión como un 'Stalinist Rip van Winkle', y el periodista Melanie Phillips le retrató como el 'portavoz de la Hermandad Musulmana / Hamás' en la isla.
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Introducción
A finales del verano de 2008 se sucedieron en poco tiempo dos acontecimientos que iban a marcar el fin del nuevo orden mundial basado en el incontestable poder económico y planetario de Estados Unidos. En agosto, Georgia, estado cliente de los norteamericanos, era aplastado en una breve pero sangrienta guerra después de que hubiera atacado a las tropas rusas en el territorio en disputa de Osetia del Sur. La antigua república soviética era un aliado predilecto de los neoconservadores de Washington: su ejército, armado y entrenado por Estados Unidos e Israel, aportaba el tercer mayor contingente en la ocupación de Iraq, y su autoritario presidente, educado en Estados Unidos, había estado presionando activamente para que Georgia se incorporase a la OTAN como parte de la expansión de la alianza hacia el este contra las fronteras de Rusia.
En un desvergonzado ejercicio de inversión de la realidad, el vicepresidente norteamericano Dick Cheney —y, siguiendo su ejemplo, el entonces ministro de Asuntos Exteriores británico, David Miliband— denunciaba la reacción rusa al ataque de Georgia como una «agresión» que «no podía quedar sin respuesta», al tiempo que George Bush, después de haber desatado no hacía mucho una desastrosa guerra contra el pueblo de Iraq, declaraba que la invasión rusa «de un estado soberano» resultaba «inaceptable en pleno siglo XXI».
Terminada la contienda, el presidente Bush advirtió a Rusia de que no debía reconocer la independencia de Osetia del Sur y Abjasia (precisamente lo que las potencias occidentales habían hecho con Kosovo unos pocos meses antes). Rusia desoyó la advertencia y veinticuatro horas más tarde hizo exactamente eso, mientras los buques de guerra estadounidenses se veían obligados a darse la vuelta en el mar Negro ante la imposibilidad de descargar suministros en los puertos georgianos por el riesgo de confrontación con las tropas rusas.[1]
El breve conflicto ruso-georgiano supuso un punto de inflexión en las relaciones internacionales. Estados Unidos había quedado en evidencia. Su credibilidad y su influencia militar se estaban viendo socavadas por la guerra contra el terror, Iraq y Afganistán. Pasada la mejor parte de las dos décadas en las que había sido capaz de dominar el mundo cual coloso, imponiendo su voluntad en cada continente, los años de poder americano incontestable habían terminado. Reanimada a base de petrodólares, Rusia había puesto fin al implacable proceso de expansión norteamericana, demostrando que no en todos los patios de vecinos imperaba su ley. El mundo captó rápidamente la idea.
Tres semanas más tarde, un segundo acontecimiento de alcance aún mayor amenazaba el corazón mismo del sistema financiero global dominado por Estados Unidos. El 15 de septiembre, unos días después de que el gobierno se viera obligado a hacerse cargo de los arruinados bancos de crédito hipotecario Freddie Mac y Fannie Mae, la crisis de crédito gestada a fuego lento y alimentada por las suprime entró finalmente en erupción con el colapso del cuarto mayor banco de inversión americano. La bancarrota de Lehman Brothers desencadenaba el mayor crack bancario desde 1929 y sumía al mundo occidental en su más profunda crisis desde los años treinta.
La primera década del siglo XXI sacudió los cimientos del orden internacional, puso patas arriba las certezas de las élites planetarias, y 2008 marcó el punto de inflexión. Con el fin de la guerra fría nos habían dicho que las grandes cuestiones políticas y económicas habían quedado resueltas, que la democracia liberal y el capitalismo de libre mercado habían triunfado y que el socialismo era historia. A partir de ese momento, la discusión política iba a quedar reducida a las guerras culturales y a los equilibrios entre impuestos y gasto, y el mercado decidiría todo lo demás.
En 1990, George Bush padre inauguraba lo que saludó como un «nuevo orden mundial» basado en la supremacía militar norteamericana sin oponentes y el dominio occidental de la economía.[2] El fin de la Unión Soviética significaba que ya no habría otras superpotencias, que estábamos en un mundo unipolar sin rivales. Las potencias regionales se postrarían, como así fue, ante el nuevo imperio mundial y únicamente se emplearía la fuerza para controlar, en nombre de los derechos humanos, a los estados canalla que no obedecieran. Llegó incluso a decirse que la historia misma había llegado a su fin.[3]
Pero entre el ataque a las Torres Gemelas en 2001 y la caída de Lehman Brothers siete años después, aquel orden mundial se había desmoronado. Dos fueron los factores determinantes. Tras una década de continuas guerras, Estados Unidos había conseguido poner de manifiesto no el alcance de su poder militar, sino sus límites, al tiempo que el modelo capitalista neoliberal, que había imperado sin oposición a lo largo de esos años, se estrellaba de manera estrepitosa y era rechazado en buena parte del mundo.
Paradójicamente, fue la reacción estadounidense al 11-S lo que terminó por debilitar tanto su propia autoridad internacional como el sentimiento de invulnerabilidad del primer imperio verdaderamente global. Como regla general, y a diferencia de la resistencia armada popular, el terrorismo en sentido estricto no sólo es moralmente indefendible, sino que tampoco funciona, en el sentido de que no logra sus objetivos. Sin embargo, la respuesta increíblemente mal calculada de la administración Bush convirtió las atrocidades cometidas en Nueva York y Washington en el que puede que haya sido el ataque terrorista más eficaz de la historia.[4]
La guerra contra el terrorismo de Bush no sólo ha sido un fracaso en sus propios términos, pues ha generado terroristas a lo largo y ancho del mundo islámico y fuera de él, al tiempo que su brutalidad sin ley y sus campañas de asesinato, tortura y secuestro han desacreditado por completo la pretensión occidental de ser el guardián planetario de los derechos humanos; las invasiones norteamericana y británica de Afganistán e Iraq, que eran el plato fuerte de dicha guerra —la última de ellas, desencadenada a partir de una excusa flagrantemente falsa—, han mostrado de un modo igualmente fehaciente la incapacidad del Behemot global para imponer su voluntad sobre pueblos sometidos dispuestos a resistir.
La guerra contra el terrorismo ha acabado convirtiéndose en una derrota estratégica para Estados Unidos y sus principales aliados, pagada al precio de cientos de miles de vidas. La demostración de que Estados Unidos había ido más allá de sus posibilidades militares, en particular en Iraq, reforzó la posición de quienes estaban dispuestos a desafiar la voluntad de Washington tanto a escala regional como a escala global. La rotunda respuesta rusa al ataque de Georgia contra Osetia del Sur confirmó el cambio de escenario y señaló el fin del uniteralismo norteamericano sin restricciones.
Esta defunción de la época unipolar, que se hacía patente conforme se iban poniendo de manifiesto los límites del poder estadounidense, fue el primero de los cuatro cambios decisivos que han transformado el mundo en los diez primeros años del nuevo milenio, en algunos aspectos cruciales para mejor. El segundo fueron los efectos secundarios del crack financiero de 2008 y la profunda crisis que desencadenó en el orden capitalista dominado por Occidente, lo que ha acelerado a su vez el declive relativo de Estados Unidos; una crisis gestada en Estados Unidos, agudizada por el gigantesco coste de sus múltiples guerras y que ha tenido el efecto más devastador en aquellas economías cuyas élites con más entusiasmo se habían creído la ortodoxia neoliberal de la desregulación de los mercados financieros y el poder del capital sin trabas, entre las que se incluyen las de Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Europea. Un modelo de capitalismo insaciable, con el que el mundo había tenido que tragar durante una generación como único modo posible de gestionar una economía moderna, al precio de una desigualdad en rápido crecimiento y una catastrófica degradación ecológica, había quedado en entredicho; y sólo se ha salvado del colapso gracias a la mayor intervención estatal de la historia.[5] Los siniestros siameses del neoconservadurismo y del neoliberalismo, que a principios de siglo tuvieron al mundo cogido entre sus garras, habían sido puestos una y otra vez a prueba hasta quedar destruidos.
El fracaso de ambos ha acelerado el ascenso de China, tercero de los grandes cambios históricos registrado en los primeros años del siglo XXI. El impresionante crecimiento del país no sólo ha sacado a cientos de millones de personas de la pobreza y ha reducido a menos de la mitad la brecha económica con respecto a Estados Unidos en esta década, sino que su modelo de inversión, dirigido todavía por el estado, le ha permitido capear los primeros años de depresión en el oeste sin padecer siquiera una ralentización, poniendo así en ridículo la ortodoxia neoliberal del libre mercado. Al mismo tiempo, la rápida expansión de China ha propiciado el surgimiento de un nuevo centro de poder en el nuevo mundo multipolar, lo que ha significado un mayor margen de maniobra para los estados más pequeños, que desde el final de la guerra fría se habían visto maniatados por la ausencia de un centro de poder alternativo a Estados Unidos y sus aliados. Más de la mitad de los intercambios comerciales chinos...




