E-Book, Spanisch, 512 Seiten
Miller Trópico de Capricornio
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-350-4634-3
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 512 Seiten
ISBN: 978-84-350-4634-3
Verlag: EDHASA
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Henry Miller (1891-1980 )Miller es uno de los autores que, quizá sin proponérselo, más hicieron por el triunfo de la libertad de expresión en la literatura y por la distinción entre los juicios morales y los juicios estéticos. Tras su paso por el City College de Nueva York y después de aceptar los empleos más diversos, en 1930 se estableció en París, donde se dedicó de lleno a la creación literaria y llevó una vida independiente y anticonvencional que lo convirtió en el ejemplo más conocido de bohemia moderna y en un modelo para la beat generation (Burroughs, Kerouac, Ginsberg...) y para autores como Bukowski o Norman Mailer. Entre su obra narrativa , donde confluuen los elementos autobiográficos, la especulación filosófica, la ternura y la obscenidad, destacan Trópico de Cáncer (1934), Trópico de Capricornio (1939), la trilogía formada por Sexus (1949), Plexus (1953) y Nexus (1960) y entre otras, Primavera negra, Big Sur y las naranjas de El Bosco, El coloso de Marusi, Días tranquilos en Clichy, Nueva York....
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Una semana más o menos antes de que Valeska se suicidara, conocí a Mara. La semana o las dos semanas que precedieron a aquel acontecimiento fueron una auténtica pesadilla. Una serie de muertes repentinas y encuentros extraños con mujeres. La primera fue Paulina Janowski, una judía de dieciséis o diecisiete años que no tenía hogar ni amigos ni parientes. Vino a la oficina en busca de trabajo. Era casi la hora de cerrar y no tuve valor para rechazarla de plano. No sé por qué, se me ocurrió llevarla a casa a cenar y, de ser posible, intentar convencer a mi mujer para alojarla por un tiempo. Lo que me atrajo de ella fue su pasión por Balzac. Todo el camino hasta casa fue hablándome de Ilusiones perdidas. Como el vagón iba muy lleno, estábamos tan apretados, que daba igual de lo que habláramos, porque los dos íbamos pensando en una sola cosa. Naturalmente, mi mujer se quedó estupefacta al verme a la puerta en compañía de una joven bonita. Se mostró educada y cortés con su frialdad habitual, pero en seguida comprendí que era inútil pedirle que alojara a la muchacha. Lo máximo que pudo hacer fue acompañarnos a la mesa, mientras durase la cena. En cuanto hubimos acabado, se excusó y se fue al cine. La muchacha se echó a llorar. Todavía estábamos sentados a la mesa, con los platos apilados delante de nosotros. Me acerqué a ella y la abracé. La compadecía sinceramente y no sabía qué hacer por ella. De repente, me echó los brazos al cuello y me besó apasionada. Estuvimos un rato así, abrazándonos, y después pensé que no, que era delito y, además, quizá no se hubiera ido al cine mi mujer, tal vez volviese de un momento a otro. Dije a la chica que se calmara, que cogeríamos el tranvía y daríamos una vuelta. Vi la hucha de la niña sobre la repisa de la chimenea, me la llevé al retrete y la vacié en silencio. Sólo había unos setenta y cinco centavos. Cogimos un tranvía y nos fuimos a la playa. Por fin, encontramos un lugar desierto y nos tumbamos en la arena. Estaba histéricamente apasionada y no quedó más remedio que hacerlo. Pensé que después me lo reprocharía, pero no lo hizo. Nos quedamos un rato allí tumbados y se puso a hablar de Balzac otra vez. Al parecer, tenía la ambición de ser escritora. Le pregunté qué iba a hacer. Dijo que no tenía la menor idea. Cuando nos levantamos para marcharnos, me pidió que la dejara en la carretera. Dijo que pensaba ir a Cleveland o a algún sitio así. Cuando la dejé delante de una estación de gasolina, con unos treinta y cinco centavos en el monedero, eran más de las doce de la noche. Al ponerme en camino hacia casa, empecé a maldecir a mi mujer por lo mezquina que era. Deseé con todas mis fuerzas que hubiera sido a ella a quien hubiese dejado en la carretera sin saber adónde ir. Sabía que, cuando regresara, ni siquiera mencionaría el nombre de la muchacha.
Volví a casa y me estaba esperando. Pensé que iba a volver a armarme un cristo. Pero, no; había esperado despierta porque había un recado importante de O'Rourke. Debía telefonearle tan pronto como llegara a casa. Sin embargo, decidí no hacerlo. Decidí quitarme la ropa y acostarme. Justo cuando acababa de instalarme cómodamente en la cama, sonó el teléfono. Era O'Rourke. Había un telegrama para mí en la oficina: me preguntó si debía abrirlo y leérmelo. Le dije que sí, claro. El telegrama iba firmado por Mónica. Procedía de Buffalo. Decía que llegaba a la Estación Central por la mañana con el cadáver de su madre. Le di las gracias y volví a la cama. Mi mujer no preguntó nada. Me quedé tumbado sin saber qué hacer. Si accedía a la petición de Mónica, sería volver a empezar otra vez. Precisamente había estado agradeciendo a mi estrella que me hubiera librado de Mónica. Y ahora volvía con el cadáver de su madre. Lágrimas y reconciliación. No, no me gustaba esa perspectiva. Y si no me presentaba, ¿qué pasaría? Siempre había alguien para hacerse cargo de un cadáver. Sobre todo, si la desconsolada hija era una atractiva joven rubia de vivaces ojos azules. Me pregunté si volvería a su trabajo en el restaurante. Si no hubiera sabido griego y latín, nunca me habría juntado con ella. Pero mi curiosidad pudo más. Y, además, era tan pobre, que también eso me conmovió. Quizá no habría estado mal del todo, si no le hubiesen olido las manos a grasa. Eso era lo que echaba a perder su encanto: sus manos grasientas. Recuerdo la noche que la conocí y fuimos a pasear por el parque. Estaba preciosa y era despierta e inteligente. Era la época en que se llevaba la falda corta y a ella la favorecía mucho. Yo iba al restaurante noche tras noche sólo para verla moverse de un lado para otro, inclinarse para servir o agacharse a recoger un tenedor. Y con las hermosas piernas y los ojos hechiceros, una parrafada maravillosa sobre Homero; con el cerdo y el sauerkraut, un verso de Safo, las conjugaciones latinas, las odas de Píndaro; con el postre, los Rubaiyat tal vez o Cynara. Pero las manos grasientas y la cama desaliñada de la pensión frente al mercado... ¡ufl!... me daban náuseas. Cuanto más la rehuía, más se apegaba a mí. Cartas de amor de diez páginas con notas al pie sobre Así habló ZaratustraY después un silencio repentino, del que me felicité con ganas. No, no podía hacerme a la idea de ir a la Estación Central por la mañana. Me di la vuelta y me quedé profundamente dormido. Por la mañana pediría a mi mujer que telefoneara a la oficina y dijese que estaba enfermo. Ya hacía más de una semana que no caía enfermo: ya era hora de volver a estarlo.
Al mediodía me encuentro a Kronski esperándome delante de la oficina. Quiere que coma con él... desea presentarme a una muchacha egipcia. La muchacha resulta ser judía, pero procede de Egipto y parece egipcia. Está buenísima y los dos nos ponemos a trabajarla a la vez. Como había dicho que estaba enfermo, decidí no volver a la oficina y dar un paseo por el East Side. Kronski volvería para encubrirme. Dimos la mano a la muchacha y nos fuimos cada uno por nuestro lado. Yo me dirigí hacia el río, donde hacía más fresco, y casi al instante me olvidé de la muchacha. Me senté al borde del muelle con las piernas colgando sobre el larguero. Pasó una chalana cargada de ladrillos rojos. De repente, me vino Mónica a la memoria. Mónica llegando a la Estación Central con un cadáver. ¡Un cadáver franco de porte con destino a Nueva York! Parecía tan absurdo y ridículo, que me eché a reír. ¿Qué habría hecho con él? ¿Lo habría dejado en la consigna o en un apartadero? Seguro que estaría maldiciéndome con ganas. Me pregunté qué habría pensado, si hubiera podido imaginarme sentado ahí, en el muelle, con las piernas colgando sobre el larguero. Hacía calor y bochorno, pese a la brisa que soplaba del río. Empecé a dar cabezadas. Mientras dormitaba, me vino Paulina a la memoria. La imaginé caminando por la carretera con la mano alzada. Era una chica valiente, sin duda alguna. Era curioso que no pareciera preocuparle quedar embarazada. Quizás estuviera tan desesperada, que le diese igual. ¡Y Balzac! Eso también era muy absurdo. ¿Por qué Balzac? En fin, eso era asunto suyo. De cualquier modo, tendría suficiente para comer hasta que encontrara a otro tipo. Pero, ¡que una chica así quisiera ser escritora! Bueno, ¿y por qué no? Todo el mundo tenía ilusiones de una clase o de otra. También Mónica quería ser escritora. Todo el mundo se estaba haciendo escritor. ¡Escritor! ¡La leche, qué pueril parecía!
Me adormecí... Cuando me desperté, tenía una erección. El sol parecía abrasarme justo en la bragueta. Me levanté y me lavé la cara en la fuente. Seguía haciendo calor y bochorno. El asfalto estaba blando como puré, las moscas picaban, la basura se pudría en el arroyo. Fui caminando entre las carretillas y observando las cosas con la mirada perdida. La erección persistió todo el tiempo, sin que pensara en alguien en concreto. Hasta que volví a pasar por la Segunda Avenida, no recordé de repente a la judía egipcia de la comida. Recordé haberla oído decir que vivía encima del Restaurante Ruso, cerca de la Calle 12. Seguía sin tener idea de lo que iba a hacer. Iba mirando escaparates, matando el tiempo. No obstante, los pies me iban arrastrando hacia el Norte, hacia la Calle 14. Cuando llegué a la altura del Restaurante Ruso, me detuve un momento y después subí las escaleras corriendo de tres en tres. La puerta del vestíbulo estaba abierta. Subí dos pisos leyendo los nombres en las puertas. Vivía en el último piso y bajo su apellido aparecía el de un hombre. Llamé bajito. No hubo respuesta. Volví a llamar, un poco más fuerte. Esa vez oí a alguien ir y venir. Después, una voz cerca de la puerta preguntó quién era, al tiempo que giraba el pomo de la puerta. La abrí de un empujón y entré a tientas en la habitación en penumbra. Fui a caer en sus brazos y la sentí desnuda bajo la bata medio abierta. Debía de haber estado profundamente dormida y sólo a medias comprendió quién la estaba abrazando. Cuando se dio cuenta de que era yo, intentó escaparse, pero la tenía bien cogida y empece a besarla con pasión y a hacerla retroceder a un tiempo hacia el sofá junto a la ventana. Susurró que la puerta había quedado abierta, pero no iba a correr el riesgo de dejarla escapar de mis brazos. Así, que di un ligero rodeo y poco a poco la llevé hasta la puerta y la hice empujarla con el culo. La cerré con la mano libre y después la llevé hasta el centro de la habitación y con la mano libre me desabroché la bragueta, saqué el canario y se lo metí. Estaba tan adormilada, que era casi como...




