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E-Book

E-Book, Spanisch, Band 90, 198 Seiten

Reihe: 100xUNO

Metalli Epifanías

Relatos mínimos de vida y de muerte
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-1339-413-8
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Relatos mínimos de vida y de muerte

E-Book, Spanisch, Band 90, 198 Seiten

Reihe: 100xUNO

ISBN: 978-84-1339-413-8
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Este libro describe «desde dentro» el duelo entre la vida y la muerte en las villas miseria de gente humilde en las periferias de Buenos Aires. Imágenes violentas, tiernas, de lucha por la supervivencia y de privaciones se suceden en Epifanías. Pero también gestos de solidaridad que alivian las penas y las necesidades más desgarradoras de quienes son más vulnerables. Acompañado con fotografías de Marcelo Pascual, el autor Alver Metalli sigue muy de cerca a los personajes que hacen vida en la villa, dedicándole tiempo a la observación, al detalle de la luz cuando cae la tarde, la seriedad o la alegría en los rostros, para hacer de estos relatos mínimos una colección de estampas entre lo testimonial y lo poético.

Alver Metalli (Riccione, 1952). Periodista precoz, escritor tardío, su primer artículo lo escribió en 1970, a los dieciocho años, y su primera novela en el 2000 con Encuentro, cuando ya había cumplido 48. En los siguientes veinte años recuperó el tiempo perdido [Cfr. Blog Controluce https://www.alvermetalli.com/]. Metalli explica el paso a la literatura como «un momento de obediencia a un impulso interior, la presión de muchas imágenes que me impactaron en años de viajes, de atisbos de humanidad, de bellezas contempladas, de chispazos de verdad que me maravillaron, de dramas compartidos...». Metalli cubrió América Latina entre los años 1978-2018 para revistas, diarios, periódicos y la Rai. El tiempo de la gran pandemia lo encontró en una villa miseria de la periferia de Buenos Aires a la que fue a vivir en 2014 después de varios años en México y Uruguay.

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La elegancia del Misterio Ahí viene la murga, ¿no escuchan las mazas que golpean los tambores y los tamboriles vibrando al son de los palillos? La peste se está yendo, la banda está volviendo. También hay un plato, ¡escuchen! Entra y sale cuando quiere entre los otros instrumentos y marca clock cuando hace falta. Abran paso, viene la murga, déjenla pasar, pueblo de la villa. Los Elegantes, se hacen llamar, ¡y lo son realmente! ¿no lo ven? Elegantes desde la punta del cabello hasta la punta de los pies. Escuchen la trompeta, ¡qué ímpetu! Y allí está el trombón a sus espaldas, que quiebra los sonidos y los vuelve a componer. Se acerca la murga, pónganse de pie, que la miren pasar los de la Central. Desfilan los Elegantes, saltan los que llevan las banderas haciéndolas girar en el aire. No usan guantes blancos ni mascarillas ni tapabocas y caminan sin miedo entre la gente, elegantes de cuerpo y alma, con una gracia innata. ¡Escuchen el silbato, como suena! Marca el ritmo, lo dirige. El tiempo obedece sus caprichos. Uno dos, uno dos, adelante y atrás, un paso a la derecha y uno a la izquierda. Caracolea el bastonero todo vestido de negro con el bombín rojo que salta sobre su cabeza a cada golpe del bombo. Miren el bastón que lleva en la mano, ¡miren cómo da vueltas! Lo hace girar a la derecha, lo pasa a la izquierda en las narices de la gravedad. No hay pandemia que lo pueda detener, no hay virus que lo haga bajar, el director de la banda y su bastón dan la señal que todos obedecen. El bastonero avanza y la peste retrocede. Acérquense a la murga, pueblo de la villa, no tengan miedo. Aplaudan a Los Elegantes. Un paso adelante, un paso atrás, uno a la derecha, otro a la izquierda. Hacen piruetas los de chaquetas rojas, saltan los azules, los negros tocan el suelo con la frente mientras las piernas dan vueltas sobre sus cabezas. Los amarillos son más ágiles que una ardilla, los negros parecen juncos flexibles. Vengan a la fiesta, pueblo de la villa, la peste se va, viene la murga, un enjambre de cuerpos vibrantes la sigue como la cola de un pavo real. Pasan Los Elegantes, escuchen el bombo, el platillo, el redoblante. Y el plato que hace clock. Ese, ese más alto que todos, ese no es un sombrero como los demás. Escuchen la trompeta, ¡qué impertinente!, y eso es el trombón que irrumpe y pone en orden a los recalcitrantes platillos. El silbato chilla y alienta, ¡qué otra cosa puede hacer! Que empiece de nuevo el baile, vengan a la fiesta. Celebren codo a codo porque la peste se está yendo. Dios bendiga vuestra fragancia. Cortejo de aromas, perfume de pasión. Elegantes en esencia. Por dentro y por fuera. Dignidad, fuerza y presencia. Pasa la murga, que espanta el miedo y alegra los corazones. La Virgen rota Son las seis de la mañana, los primeros peregrinos salen de sus casas y convergen poco a poco en el lugar de encuentro. La pandemia ya no tiene la misma virulencia que en los meses de invierno y deben cumplir la promesa que hicieron. Ha llegado el momento de agradecer a la Virgen de Luján por haber evitado mayores sufrimientos a sus hijos que viven en la villa. Son rostros sufridos, cubiertos de polvo y de silencios. Los que vienen del Chaco parecen tallados en la madera de sus bosques seculares, otros tienen rasgos inconfundiblemente indígenas de las provincias del norte argentino, en el límite con Bolivia, también hay gente del campo, peones y algunos colados que vienen de la ciudad a la villa de la periferia atraídos por la convocatoria de una fe popular genuina. La concentración va creciendo a medida que pasan los minutos. A las siete la explanada está llena. El aire ya está caliente, el disco del sol se desprende de la línea del horizonte y comienza su carrera hacia el cenit. Los peregrinos se encolumnan detrás del carro que lleva la estatua de la Virgen, un puñado de fieles lo rodea, como si quisieran proteger a la pasajera con manto celeste de las sacudidas del camino. El burro de Valdemar comprende que ha llegado el momento: tira hacia adelante haciendo fuerza con las patas traseras y el carro se balancea. Valdemar ayuda con las riendas y la campanita tintinea. La Virgen oscila con las primeras sacudidas del vehículo que empieza a moverse lentamente hacia la meta. Se elevan las primeras letanías, tan inciertas y débiles que podrían confundirse con los lamentos de un niño. Las súplicas de las mujeres crecen como una mancha de aceite en el agua. En pocos segundos las avemarías conquistan toda la procesión. Ahora las voces se unen poderosas, empujando hacia el cielo la inconfundible alabanza a la madre de los argentinos. Entre una decena y otra las notas del Virgo Fidelis se elevan seguras desde el cortejo. La procesión avanza, impulsada por los avemarías y los padrenuestros. Sol, polvo y pasos lentos, cabezas inclinadas y rosarios musitados durante una larga hora. Las filas empiezan a ralear, las mujeres y los niños pasan al fondo de la columna. A los avemarías siguen las letanías a los santos. Cayetano, Pantaleón, Expedito, el cura Brochero, san Romero de América. El camino continúa. Acuestan a un anciano en el carro y le dan aire con un sombrero de alas anchas; izan algunas mujeres agotadas a los bordes del vehículo. La tercera hora es la más difícil. Avemarías y padrenuestros y letanías tienen la monotonía de la inconsciencia. Después viene la parada para recuperar fuerzas. La procesión se disuelve y se coagula en grupos bulliciosos a la orilla del camino. Los olores se mezclan, las empanadas pasan de mano en mano, las tortillas fritas se rellenan con mezclas de sabores fuertes. Las cajas destilan vino, las cantimploras aportan agua a la liturgia profana. El burro de Valdemar mete la cabeza en la bolsa de forraje. La sacude haciendo tintinear la campanilla que cuelga de las riendas. Media hora después el sonido más penetrante de otra campanilla pone fin a la comida y al descanso. La procesión retoma el camino con lentitud. Pasa otra hora, poblada de invocaciones y distancias conquistadas apretando los dientes. Hasta que la cúpula del santuario perfora la niebla de calor. Los avemarías vuelven a cobrar fuerza, los padrenuestros caen entre una decena y otra como pétalos de rosa. Se alcanzó la meta, los santos vuelven en lenta caravana. La promesa se ha cumplido, los muertos han sido honrados y la Virgen reverenciada. El burro de Valdemar se detiene, dobla las patas toscas como si quisiera hacer una genuflexión. Las varas del carro acompañan el inesperado movimiento. El carro se inclina de costado. La estatua de la Virgen se balancea, cae contra el respaldo y se rompe en dos partes que tocan tierra al mismo tiempo, una muy cerca de la otra. Y el burro murió. A los pies de la Madre. Pelota al centro, se vuelve a empezar Se sacude como si lo hubieran atado a una cama de contención. Querría ponerse de pie y correr por el borde del campo de juego para seguir el vaivén de sus muchachos. Pero no puede. La silla de ruedas pesa como plomo y lo mantiene sujeto a cuarenta centímetros del piso. Aún así, el arnés de metal no es suficiente para retenerlo. Los brazos musculosos hacen fuerza sobre las ruedas y la silla se pone en movimiento. Es más, corre. Dracu le grita al lateral que no debe avanzar, al arquero que no retroceda demasiado bajo los palos. Entre tanto, mira la acción que se desarrolla en la otra mitad del campo, donde ni siquiera su vozarrón puede llegar. La silla de ruedas que lo inmoviliza concentra el peso de su historia. De jefe de una banda a director técnico de un equipo de fútbol, de capo de una pandilla a líder de un club deportivo con cientos de afiliados. Ese ha sido, en pocas palabras, el recorrido de Diego Javier Carrizo, al que amigos y adversarios llaman Dracu. A qué se debe ese apodo que evoca tenebrosos escenarios de Transilvania, ni siquiera él lo sabe, guía indiscutido de los jóvenes jugadores y aspirantes a tales de Villa La Cárcova, un populoso barrio marginal a treinta kilómetros de Buenos Aires. Ojalá hubiera encontrado algo parecido cuando era niño. Pasaba todo el día en la calle y andaba en cosas poco limpias. No hubiera terminado en medio de una balacera que lo dejó tirado con nueve disparos en el cuerpo y las piernas flojas como un trapo. Dracu no se resigna a quedar demasiado lejos de la línea de medio campo, donde ahora sus muchachos se mueven con la pelota preparando el ataque a fondo más allá de la línea de defensa contraria. La silla de ruedas parece levitar, salta sobre el pedregullo y adquiere velocidad. La voz persigue a Cariló que corre por la derecha y apunta directamente al arco… La desgracia ocurrió un día de noviembre de 2001. Dracu tenía 19 años, un hijo de dos a cargo, mucha droga en el cuerpo y un propósito descabellado en la cabeza: asaltar a un empresario en la puerta de su casa para arrancarle el portafolio con la recaudación de la semana. Un trabajito fácil como muchos otros que acabaron bien antes de ese, facilitado por un soplo oportuno. Pero el asalto se complicó a último momento. Él y sus cómplices no habían previsto la presencia de un guardaespaldas… Dracu llega a tiempo al centro de la cancha para ver al Pelado esquivar al lateral y picar hacia el centro del área haciendo honor a su fama de velocidad, que ya atrajo la atención de los buscadores de talentos del Boca Junior. Le grita que pase la pelota, Caipiriña y el Loco están a su izquierda, y él lo hace. Cuando se la devuelven, la parada de pecho no es impecable pero la pelota baja por el empeine. El tiro es...



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