E-Book, Spanisch, 256 Seiten
Reihe: Los libros de...
Menéndez-Ponte Si lo dicta el corazón
1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-675-5294-2
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 256 Seiten
Reihe: Los libros de...
ISBN: 978-84-675-5294-2
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Nació en La Coruña. Cuando era niña derrochaba fantasía, era muy traviesa, siempre estaba inventando juegos, no entendía el mundo que la rodeaba. Apenas prestaba atención en clase en el colegio de monjas al que asistió, pues estaba demasiado entretenida en hacer volar su imaginación y crear sus propias historias. Leía y releía clásicos de la literatura como Celia, Mary Poppins, La isla del tesoro, Peter Pan, Cuentos rusos... Sus padres, preocupados por su falta de disciplina, la enviaron a un internado a Madrid. Allí, gracias al ballet y la gimnasia, entre otras cosas (fue campeona de España a los trece y catorce años), se centró por fin en los estudios y los suspensos se convirtieron en sobresalientes. Inició los estudios de Derecho en la Universidad de Santiago de Compostela, aunque los acabó por la UNED en Nueva York. También es diplomada en Filología Hispánica, en Derecho Inglés y en Derecho Comparado por la London Politechnic School. Además, cuenta con una licenciatura en Lengua y Civilización Americana en el Marymount College de Nueva York. Ha trabajado como profesora en distintos centros de España y Estados Unidos. Sus cuatro hijos dieron a María el impulso definitivo hacia la escritura. Empezó a inventar cuentos y aventuras que después ellos representaban. Ha sido subdirectora del departamento de comunicación en Ediciones SM, y colabora en varias revistas literarias. En 2007 fue galardonada con el Premio Cervantes Chico por el conjunto de su obra.
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2
INCIDENTE EN LA SINAGOGA
Samuel llevaba dos días evitando volver a encontrarse con Judit. Pensaba que, al no verla, disminuiría el deseo que crecía en su interior como una semilla de mostaza. Pero no solo no lo había conseguido, sino que su obsesión por ella se había acrecentado. Por eso, cuando el sabbath la vio entrar en la sinagoga, su corazón dio un vuelco y empezó a latir desenfrenadamente. Ella se sentó donde estaban las mujeres –un lugar inferior al de los hombres–, pero aun así Samuel temió que todos los que se encontraban cerca de él pudieran oír la incontenible furia de sus latidos, semejante a la de los tambores de los ejércitos antes de invadir una ciudad. Su mirada temerosa se cruzó entonces con la de un hombre al que nunca antes había visto en Cafarnaún. Tenía unos ojos serenos y penetrantes a la vez, que, sin saber por qué, lo tranquilizaron, proporcionándole al instante una gran paz interior.
A continuación, su padre, con la autoridad que le daba ser sacerdote del Templo, señaló a uno que tenía una mano paralizada y se dirigió altivamente a aquel hombre preguntándole:
–¿Crees que es lícito curar en sábado?
Samuel se sorprendió ante semejante pregunta. ¿Quién era ese hombre para que su padre lo increpara de aquella manera? Conocía bien a su progenitor, y por su mirada sabía que estaba conteniéndose para no explotar en un furibundo ataque de ira.
El hombre, sin perder la calma, respondió:
–Supongamos que uno de vosotros tiene una oveja y un sábado se le cae en un hoyo. ¿Acaso no la sacará de allí? Pues ¡cuánto más vale un hombre que una oveja! –Samuel observó que a su padre se le había hinchado la vena del cuello y parecía a punto de estallar–. Por tanto –continuó el extraño sin alterarse lo más mínimo por ese detalle que a cualquier otro le habría hecho palidecer–, está permitido hacer el bien en sábado.
Luego, aquel hombre se acercó al de la mano paralítica y le dijo con autoridad, como desafiando a su padre:
–Extiende la mano.
Él la extendió y al instante quedó curada, tan sana como la otra. Samuel no podía dar crédito a lo que acababa de presenciar, tan impresionado se había quedado. Había oído hablar de quirománticos y curanderos poseídos por el demonio, pero nunca había visto a nadie curar de aquella manera.
Inmediatamente, su padre y los escribas y fariseos que había en la sinagoga se pusieron a murmurar con gran alteración; pero el hombre que había obrado el prodigio salió rápidamente de allí y desapareció sin que pudieran recriminarle lo que había hecho ni acusarlo de nada. Después continuaron con las lecturas y los salmos propios del día santo por excelencia.
Samuel esperó a llegar a la casa de su abuelo para abordar a su padre.
–Padre, ¿quién era ese hombre que curó al de la mano enferma?
–Un loco llamado Jesús, que expulsa demonios con el poder de Belcebú, jefe de los mismos –respondió visiblemente alterado: se veía que era un tema que le molestaba profundamente.
Sin embargo, a Samuel no le había dado la impresión de ser ningún loco relacionado con las fuerzas del mal, sino alguien que, por el contrario, emanaba una bondad y una entereza que no parecían de este mundo. Por supuesto, se calló su opinión: no quería incidir en un tema que irritaba a su padre en exceso. Seguramente tendría razón para juzgarlo con tanta dureza, ya que había sido sumo sacerdote y pertenecía al Sanedrín, un consejo formado por setenta y un representantes de los ancianos, notables y escribas, que se encargaba de todos los asuntos relacionados con la religión y la justicia; ellos movían los hilos de la vida política.
Samuel decidió olvidar el incidente y, con el permiso de su padre, se fue a pasear con su primo Leví. Pero, en lugar de hacerlo por las calles, como era habitual entre los jóvenes, que así podían lucir sus mejores túnicas después del acto religioso en la sinagoga, prefirió ir por el campo, dentro de los límites permitidos en el sabbath, pues, saturado como estaba de la vida en la ciudad, esto tenía para él más encanto.
Por el camino iban contándose las novedades, felices de estar juntos de nuevo. Pero, inevitablemente, pronto salió a relucir el incidente de la sinagoga, pues a Samuel le había impresionado vivamente. Por contra, le pareció que a su primo no le había impactado tanto como a él.
–¿Conocías tú a ese tal Jesús? –le preguntó.
–Sí, es amigo de Simón, ahora apodado Pedro, y de su hermano Andrés, los pescadores. También van con él los hijos del Zebedeo, y Felipe, y Natanael, y Tomás, el gemelo, ¿te acuerdas de él? –Samuel asintió con la cabeza–, y Santiago, el hijo de Alfeo, y Judas Tadeo, y Simón el fanático y Judas Iscariote, el zelota.
–¿Y tú crees que, siendo amigo de esos, expulsa a los demonios con el poder de Belcebú?
–También anda con pecadores y prostitutas. Según he escuchado, entre sus discípulos está un tocayo mío, al que ahora llaman Mateo, que era recaudador de impuestos, y ya sabes la mala fama que tienen.
–Pues a mí me parece que tenía sentido lo que dijo en la sinagoga.
Su primo se escandalizó de sus palabras.
–Curar en sábado va contra la Ley de Moisés, ya oíste a tu padre. Y digo yo que él sabrá más de las Escrituras, siendo sacerdote, que el hijo de un carpintero de Nazaret, ¿no crees?
Samuel no encontró palabras con las que replicarle, ya que su único argumento era lo que su corazón le dictaba por mero impulso, y eso lo asustó. Por alguna razón que desconocía, no era capaz de olvidar la profunda mirada con la que aquel hombre había tranquilizado su agitado estado de ánimo, y no paraba de darle vueltas.
La campanilla de un leproso lo sacó de su ensimismamiento. Los leprosos estaban obligados a hacerla sonar para advertir a quien se acercase, ya que los judíos consideraban la lepra como una enfermedad enviada por Dios, y la Ley prohibía acercarse a ellos; por eso vivían en cuevas, apartados de todo el mundo.
–Vamos a desviarnos un poco del camino –le aconsejó Leví–, no sea que nos contagie.
Y se habían salido de él cuando vieron cómo el leproso empezaba a correr en pos de ellos con los brazos en alto. Ambos se quedaron paralizados de miedo: ese comportamiento no era normal en un leproso. ¿Estaría loco, o endemoniado? ¿Y si los tocaba y los contagiaba? Samuel miró hacia atrás buscando algún sitio en el que ponerse a salvo de él, y entonces descubrió a Jesús, que caminaba en su misma dirección junto con otros hombres. En su cara no había ningún signo de temor, ni tampoco en su comportamiento. Aparentaba una gran serenidad. En cambio, sus amigos, al igual que ellos, parecían escandalizados por la actitud del leproso.
Según se iba acercando, los dos primos notaron las articulaciones rígidas y se intercambiaron una mirada que expresaba todo el miedo que sentían en ese momento ante una situación que los desbordaba. Era un miedo cerval, ubicado en su cogote, y desde allí se desparramaba al resto del cuerpo. Instintivamente se juntaron uno contra el otro intentando protegerse del algún modo. Pero respiraron aliviados cuando vieron que pasaba de largo por delante de ellos y continuaba corriendo hacia Jesús.
Sin embargo, al llegar donde él estaba, se tiró a sus pies gritando:
–¡Maestro, si tú quieres, puedes curarme!
Samuel se maravilló de la mirada tan compasiva que se dibujó en el rostro de Jesús, y se acordó de la que le había dedicado a él en la sinagoga, que lo había serenado en el acto. ¿Cómo era que aquel hombre no tuviese miedo de que el leproso pudiera contagiarlo? ¿Podía venirle esa pasmosa serenidad de Belcebú, como había sugerido su padre? Luego contempló con asombro cómo extendía su mano sobre él y le decía:
–Sí, lo quiero. Quedas curado.
Pero mucho más asombroso todavía fue constatar cómo las llagas desaparecieron inmediatamente del rostro del leproso. Samuel y Leví fueron testigos de que en su cara únicamente quedaron las marcas de la enfermedad. A continuación, Jesús advirtió al leproso:
–Ojo con decírselo a nadie. Ve a presentarte al sacerdote para que atestigüe que estás curado, y lleva la ofrenda de la curación establecida por la Ley de Moisés.
Sin embargo, el leproso estaba tan feliz que se lo iba contando a todo el que se encontraba por el camino. Samuel, después de presenciar aquel portentoso milagro, el segundo del día, se quedó tan profundamente impactado que le sugirió a Leví que se acercaran a hablar con él.
–¡Tú estás loco! Como se entere tu padre de que has hablado con Jesús, se pondrá furioso, y con razón –le amonestó–. ¿Acaso no viste lo que hizo con el leproso?
–Lo curó, lo mismo que al de la sinagoga –le respondió Samuel.
No entendía cómo su primo no sentía las mismas ganas que él de conocer mejor al hombre que obraba esos prodigios.
–Pero ¿no te das cuenta de que le puso la...