McQuaig / Brooks | El problema de los supermillonarios | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 316 Seiten

Reihe: Ensayo

McQuaig / Brooks El problema de los supermillonarios

Cómo se han apropiado del mundo los super-ricos y cómo podemos recuperarlo
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-123514-7-7
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Cómo se han apropiado del mundo los super-ricos y cómo podemos recuperarlo

E-Book, Spanisch, 316 Seiten

Reihe: Ensayo

ISBN: 978-84-123514-7-7
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Entre 1980 y 2008 los ingresos del 90% de los estadounidenses crecieron un mísero 1%, mientras que los de los grandes multimillonarios (el 0,01% de la población) crecían un 403%. Una sociedad descompensada en la parte superior de la pirámide puede parecer un paraíso de la movilidad ascendente, pero en realidad se parece más a un cementerio de sueños rotos para todos excepto para unos pocos afortunados. Las grandes fortunas del capitalista filantrópico Bill Gates, los infames hermanos Koch o el barón de la equidad privada Stephen Schwarzman son presentadas como pruebas de una meritocracia, pero más bien parecen el resultado de un sistema legal y económico diseñado para ello. Un sistema que amenaza seriamente nuestra calidad de vida y, en definitiva, el funcionamiento mismo del estado de derecho. En esta divertida acusación, McQuaig y Brooks desafían la idea de que la desigualdad de ingresos de hoy es el resultado del mérito, revelan cómo los multimillonarios han secuestrado el sistema económico global con consecuencias desastrosas para el resto de la sociedad, y exponen un atrevido rechazo a la cobarde mezcla de roturas fiscales para el rico y austeridad para el resto de la sociedad.

Toronto (Canadá), 1951. Calificada por el National Post como la 'Michael Moore canadiense', Linda McQuaig es periodista de investigación y columnista del Toronto Star, labor por la que ha recibido diversos premios. Es autora de siete libros de gran éxito en Canadá, que le han dado fama de crítica feroz del establishment.
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Por qué la pornografía es

el único verdadero mercado libre

En diciembre de 2009, el gobierno laborista elevó hasta el 50% el impuesto sobre las bonificaciones a los banqueros, provocando los rugidos de protesta de la élite bancaria, incluidos los bancos extranjeros que operaban en Reino Unido.

El furor crecía y Goldman Sachs, la legendaria firma de Wall Street, informaba discretamente a un importante medio de comunicación británico de que estaba estudiando la posibilidad de trasladar la sede de sus gigantescas operaciones financieras de Londres a Ginebra, una clara señal de que sus altos cargos no estaban dispuestos a someterse al nuevo «superimpuesto». Lloyd Blankfein, presidente ejecutivo de Goldman, que en 2007 percibió un salario de 73 millones de dólares y que ha acumulado alrededor de 500 millones de dólares en acciones de la empresa, había declarado anteriormente que la crisis de 2008 apenas había deteriorado la percepción que los banqueros tenían de sí mismos y de su lugar en la sociedad. En una entrevista con el Sunday Times en noviembre de 2009, Blankfein había defendido con firmeza a su compañía y a sí mismo, afirmando que él no era más que un banquero que se dedicaba a hacer «el trabajo de Dios».[22]

A comienzos de ese año, la subida tributaria que elevó el tipo máximo del impuesto sobre la renta hasta el 50% había provocado una reacción similar entre los miembros de la élite británica, con amenazas de traslado de residencia fuera del país. El empresario teatral sir Andrew Lloyd Webber hizo un llamamiento a la opinión pública para que rechazara lo que calificó como una subida de impuestos sobre los creadores de riqueza: «Lo último que necesitamos es un ataque estilo piratas somalíes contra los pocos creadores de riqueza que todavía se atreven a surcar las procelosas aguas de Gran Bretaña». Michael Caine, la estrella de cine, se hizo eco de esta indignación y amenazó con abandonar el país si los impuestos al grupo con mayores ingresos subían un solo punto porcentual.[23] En un comprensivo artículo publicado en el Telegraph sobre las quejas fiscales del actor, el periodista Iain Martin señalaba que Caine, hijo de una limpiadora y un mozo del mercado de pescados de Billingsgate, era la encarnación del ascenso social que el gobierno debería estar tratando de fomentar. Lo que necesitamos no son impuestos más altos, afirmaba Martin, sino «quitar de en medio los escombros de la injerencia estatal».[24]

En realidad, Martin —como casi todos los críticos de los impuestos altos para los ricos— pasa oportunamente por alto un hecho fundamental: que sin «los escombros de la injerencia estatal» los ricos no tendrían nada.

Se trata de una cuestión tan simple como irrefutable, pero que casi siempre se omite: para que haya propietarios de lo que sea —dinero, tierras, joyas, yates— es imprescindible que haya un Estado que cree leyes y las haga cumplir. Este es el punto de partida lógico para cualquier debate serio sobre riqueza y patrimonio y sobre quién tiene derecho a qué.

Sin gobierno reinaría el caos y la anarquía, o lo que el filósofo del siglo XVII Thomas Hobbes denominó «la guerra de todos contra todos». En tales condiciones, la vida no sólo sería difícil y turbulenta —o, en palabras de Hobbes, «desagradable, brutal y breve»—, sino que no habría manera segura de hacer respetar la propiedad. O, como dijo de forma más resumida Jeremy Bentham, otro filósofo inglés: «Suprímanse las leyes y desaparecerá cualquier tipo de propiedad». En esas condiciones, todos disfrutarían más o menos del mismo bienestar: prácticamente ninguno. En consecuencia, filósofos como Liam Murphy y Thomas Nagel sostienen que es un error «pensar que las diferencias de capacidad, carácter y patrimonio heredado que dan lugar a grandes desigualdades de riqueza en una economía de mercado organizada tendrían el mismo efecto si no hubiera un gobierno que crease y protegiese los derechos legales de propiedad».[25]

Viendo lo que significaría la supresión del Estado, ya podemos desechar la idea de que la «injerencia estatal» ha sido muy dura con los ricos. Antes al contrario, ese Estado entrometido ha sido su mejor amigo. Sin él, estarían rebuscando en la maleza como todo el mundo, temiendo que las bandas de saqueadores se lanzaran en cualquier momento sobre el búfalo que acababan de cazar para tratar de alimentar a su prole. Sólo gracias al complejo conjunto de leyes que regulan la propiedad, las sucesiones, los contratos, la actividad bancaria, la Bolsa y el resto de relaciones comerciales —por no hablar de los procesos penales contra quienes quisieran apropiarse del búfalo— pueden los ricos estar seguros de conservar sus posesiones y disfrutar de la vida acomodada que éstas traen consigo.

En realidad, el sistema de derechos de propiedad garantizado por el Estado, si bien en teoría beneficia a todo el mundo, ofrece muchas más ventajas a los ricos que al resto de la gente. Como señala el jurista norteamericano Robert Hale, «un propietario, de resultas del conjunto de restricciones inherente a los derechos de propiedad, se beneficia de que los actos de los no propietarios no interfieren en su libertad de utilizar un traje andrajoso. Otro propietario disfruta de la libertad de circular por un Estado y de utilizar un gran número de automóviles sin que nadie se entrometa en sus actos […] Las ventajas que confieren estos derechos no son iguales en ningún sentido relevante».[26] Podría añadirse que es probable que la policía responda de forma un tanto diferente a una llamada del vagabundo que denuncia que alguien se está llevando su andrajoso traje que a otra del propietario que informa de que están robando en su mansión. En teoría, el Estado está al servicio de todos, pero con algunos es más solícito y cumplidor que con otros.

En realidad, quienes carecen de recursos enseguida encontrarán al Estado y todos sus medios dispuestos en su contra. El profesor Hale hace notar que, aunque no hay ninguna ley que prohíba comer, «hay una ley que prohíbe comer cualquiera de los alimentos existentes de hecho en una comunidad concreta: es la ley de la propiedad». Si el individuo no dispone de dinero para comprar comida, tendrá que irse con las manos vacías. Del mismo modo, tampoco puede tomar posesión del encantador columpio que hay en el jardín de alguien y decirle luego a la policía que sólo estaba ejerciendo su derecho a la propiedad privada. La propiedad privada es un privilegio especial, respaldado por el poder del Estado y otorgado exclusivamente a quienes disponen de recursos suficientes.

Obviamente, los ricos no tienen nada que objetar a la injerencia gubernamental cuando de lo que se trata es de hacer valer los derechos de propiedad. Se molestan sólo cuando el Estado se entromete gravando con impuestos sus rentas, en especial cuando dichos impuestos son progresivos, es decir, cuando gravan con un tipo marginal más alto las rentas más altas. Pero cuando se quejan de que esta fiscalidad es injusta —e insinúan que viene a ser como un «asalto estilo piratas somalíes»—, los ricos están dando a entender que los ingresos que perciben, antes de tributar, son de alguna manera justos. Ellos se dedican a cuidar de sus negocios, reciben a cambio la recompensa que merecen su talento y su esfuerzo y luego Hacienda se presenta y perturba una distribución de la riqueza que en sí misma es intrínsecamente correcta. Lo que se está dando por sentado es que la manera en que el «mercado» distribuye las rentas es justa.

Este presupuesto se basa en la idea de que el mercado funciona siguiendo unos principios elementales, naturales —análogos a la ley de la gravedad—, que no están sujetos al tipo de presiones humanas y a la manipulación política que supuestamente dan forma al sistema tributario. Dicho de otra manera, que el mercado sería lo que quedaría si se suprimiese la mano interventora del Estado, si se dejase que las cosas pasaran sin más, de acuerdo con las leyes de la naturaleza. De ahí la expresión laissez-faire («dejar hacer» o «dejar en paz»). Pues bien, esta idea es una ficción. El «mercado» es tan hijo del Estado como lo pueda ser el sistema tributario. Ambos se basan en una complicada serie de leyes ideadas y aplicadas por seres humanos. En consecuencia, quienes disponen del poder para hacer las leyes pueden darles forma en su propio provecho.

El nivel de beneficios de una empresa, por ejemplo, viene determinado por un conjunto de normas, que incluyen los derechos contractuales y de propiedad: leyes de propiedad intelectual que impiden que la competencia se apropie de una innovación; leyes medioambientales que definen cuánto puede contaminar una empresa o a qué multas se enfrenta si sobrepasa esos límites; normas laborales que determinan si los empleados están autorizados a constituir un sindicato o cuándo se les permite abandonar su puesto de trabajo; legislación contractual que establece las compensaciones en caso de que un cliente no cumpla los términos de un acuerdo o lo que se debe pagar al propietario si se quiere romper el contrato de arrendamiento de una fábrica. Después de que todas estas leyes, y muchas otras, determinen el nivel de beneficios de una empresa, viene un conjunto muy diferente de normas que regulan la transferencia de esos beneficios a los propietarios de la compañía: qué derechos tienen los accionistas para decidir cómo se reparten los...



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