E-Book, Spanisch, Band 136, 368 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
Matthiessen El leopardo de las nieves
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-19419-28-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 136, 368 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
ISBN: 978-84-19419-28-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Peter Matthiessen (Nueva York, 1927-2014), escritor, viajero y naturalista, se ha interesado profundamente por el pensamiento oriental y el budismo zen, como reflejan muchos de sus trabajos. En 1978 ganó el National Book Award por El leopardo de las nieves. Es también autor de la novela Jugando en los campos del Señor y del volumen de relatos En la laguna Estigia.
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28 de septiembre
Al amanecer, la pequeña expedición se reúne bajo una higuera gigante más allá de Pokhara: dos sahibs blancos, cuatro sherpas y catorce porteadores. Los sherpas pertenecen a una tribu de Nepal nororiental, cerca de Namche Bazaar, famosa por proporcionar acompañantes a quienes ascienden a las grandes cumbres; se trata de pastores budistas que bajaron en siglos recientes del Tíbet oriental —sherpas es la palabra tibetana para «oriental»— y su lengua, cultura y apariencia reflejan su origen tibetano. Uno de los porteadores también es sherpa, y otros dos son refugiados tibetanos; el resto, mezcla de arios y mongoles. Los porteadores recogen los altos cestos de mimbre: casi todos van descalzos, con pantalones cortos o con los calzones de la India, muy amplios a la altura de las caderas pero tan estrechos en las pantorrillas como pantalones de montar, y llevan variopintos chalecos viejos, chales y cubrecabezas. Además de su comida y de sus mantas, los porteadores transportan una carga hasta de casi cuarenta kilos que se sujetan a la espalda, muy inclinada, mediante una correa que pasan por la frente, y siempre, antes de empezar cualquier viaje por estas montañas, hacen pruebas y se quejan del peso, al mismo tiempo que regatean a grandes voces. Los porteadores son, en general, hombres de la zona sin ocupación precisa y de humor cambiante, con fama de crear problemas. Pero también es cierto que su trabajo es muy duro y está muy mal pagado: alrededor de un dólar diario. Por regla general no se alejan de casa más de una semana de camino con cualquier expedición, momento en que hay que sustituirlos por otros, con lo que las probaturas y las quejas recomienzan. Hasta que los catorce porteadores se dejan convencer y la andrajosa hilera se pone en camino hacia occidente, pasan casi dos horas y empiezan ya a congregarse las nubes.
Nos alegra marcharnos. Lo hacemos con satisfacción. Las afueras de Pokhara podrían ser los arrabales de cualquier ciudad tropical: niños inexpresivos, adultos apáticos, perros lisiados y pollos esqueléticos entre una confusión de chozas hundidas, escombros, barro, malas hierbas, cunetas con agua estancada, desagradables olores dulzones, trozos de plástico de colores brillantes y peladuras de frutas en espera del cerdo carroñero; a falta de mejores alimentos, tanto los cerdos como los perros consumen los excrementos humanos que abundan por todas partes al lado del camino. Cuando el tiempo es bueno, todo esto resulta tolerable, pero ahora, en este poso final de la estación de las lluvias, el fango de la vida parece filtrarse en la piel cetrina de estos seres flaquísimos que se acuclillan y se enjabonan y que cada mañana escurren la ropa que llevan en los charcos de la lluvia.
Ojos castaños nos observan mientras pasamos. Al enfrentarse con el sufrimiento de Asia, no es posible mirar, pero tampoco es posible volverle la espalda. En la India el dolor parece tan omnipresente que solo se advierten detalles sueltos, como una pierna deforme o la ausencia de un ojo, un perro paria enfermo que come hierba agostada, una anciana que se levanta el sari para mover el vientre apergaminado junto al camino. Sin embargo, en Benarés persiste un apego a la vida desaparecido ya en ciudades como Calcuta, que parecen resignadas a los moribundos y a los muertos en las cunetas. Shiva baila en los alimentos con muchas especias, en los jubilosos timbres de las bicicletas, en las coléricas bocinas de los autobuses, en el parloteo de los monos de los templos, en el lunar bermellón que las mujeres llevan en la frente e incluso en el olor a carne humana carbonizada que se extiende por las escaleras a orillas del río. La gente sonríe: ese es el mayor milagro. En Benarés, en medio del calor y del hedor y de los chillidos, mientras en el ardiente amanecer las golondrinas vuelan como espíritus viajeros sobre el enorme río silencioso, se nos alegra el alma con la sonrisa de una niña ciega a quien alguien lleva de la mano, de un caballero hindú de turbante blanco que contempla con benevolencia al conductor de autobús que lo insulta, de una pausada anciana que vierte agua bendita del Ganges, el río, sobre un elefante de piedra embadurnado de rojo.
Cerca de donde arden las piras funerarias y de la industria de la muerte, un palacio, a la orilla del río, está decorado con enormes tigres, cuyas rayas son semejantes a las de los bastones de caramelo.
Sin duda, Benarés es la meta de este anciano hindú que encontramos a las afueras de Pokhara, dentro de un cesto suspendido de dos varas que descansan sobre los hombros de cuatro sirvientes; se trata, por lo que parece, de su última peregrinación al Ganges, el río madre, a los oscuros templos próximos a los sitios donde arden las piras, a las hosterías donde el peregrino espera el momento de incorporarse al grupo de cadáveres amortajados de blanco junto a la orilla del río, para seguir después esperando a que lo coloquen sobre las piras: los encargados devuelven al fuego un pie amarillento o un codo arrugado; luego separan los restos carbonizados de la plataforma en llamas para arrojarlos a la rápida corriente del río. Y aún quedan sobras suficientes para mantener con vida a los esqueléticos perros de cabeza alargada que nunca están muy lejos de las cenizas, mientras las vacas sagradas —grandes criaturas blancas y silenciosas— devoran las tiras de paja que sujetaban a las parihuelas el cuerpo gastado.
El anciano ha sido devorado desde dentro. Esa mirada suya, ciega y avarienta, ese aspecto socavado y el movimiento de la boca descubren quién habita ahora en él, quién mira desde su interior.
Saludo a la muerte que pasa, notando el ruido de mis pies sobre el camino. El anciano está perdido en un mundo de sombras y no responde.
Gris camino junto al río, cielo gris. De una roca a otra del torrente revolotea un doradillo o aguzanieves.
Caminantes: una mujer de aspecto delicado lleva una canasta de pececillos plateados, y otra se hunde bajo el peso de un cesto, lleno de piedras, que pone en ridículo mi macuto; otras mujeres de Pokhara machacarán sus piedras hasta convertirlas en grava, parte del trabajo de innumerables manos morenas que pavimentarán una nueva carretera hacia el sur, hacia la India.
Atravesando un rayo de sol avanza un grupo de mujeres magar con chales de color escarlata; de la ventanilla izquierda de la nariz les cuelga un pesado adorno de bronce. Para disfrutar del nuevo sol después de la lluvia, un gallo de roja cresta trepa rápidamente al techo de esteras de una choza al borde del camino y una niñita empieza a cantar a trompicones. La luz ilumina las blancas cumbres del Annapurna, que avanzan bajo el cielo, parte de la gran muralla que se extiende a oriente y occidente por espacio de casi 3.000 kilómetros, la cordillera del Himalaya: la alaya (morada o casa) de hima (la nieve).
Hibiscus, franchipaniero, buganvilla: vistas bajo los picos nevados estas plantas tropicales se convierten en flores de paisajes heroicos. Los macacos corretean por un prado verde y un pichón volteador de color turquesa gira envuelto en luz dorada. Drongos, pichones volteadores, barbudos y el buitre blanco egipcio son las aves más corrientes, y todas tienen parientes próximos en África oriental, donde GS y yo nos conocimos; mi compañero se pregunta cómo reaccionaría este buitre si encontrase el huevo de un avestruz, que era también un ave común en Asia durante el pleistoceno. En África se sabe que el buitre egipcio es una especie que utiliza herramientas, debido a su destreza para quebrar los grandes huevos de los avestruces lanzándoles piedras con el pico.
Hasta hace muy poco estas tierras bajas del Nepal eran bosques de sal (Shorea robusta), una planta perenne de hoja ancha, y en ellos vivían el elefante, el tigre y el gran rinoceronte indio. Las talas y la caza furtiva han acabado con esos animales; a excepción de unos pocos refugios como el valle de Rapti, hacia el sudoeste, la huella bendita de los elefantes ha desaparecido. En India central se vio al último guepardo salvaje en 1952; del león asiático solo queda un pequeño grupo en el bosque Gir, al noroeste de Bombay, y el tigre se está convirtiendo en leyenda en casi todas partes. Sobre todo en la India y en Pakistán los ungulados desaparecen a gran velocidad, debido a la destrucción de su hábitat por la agricultura de subsistencia, la tala excesiva de los bosques, el apacentamiento de famélicas hordas de animales domésticos, la erosión y las inundaciones: todo el catastrófico ciclo de perturbaciones que acompañan a la superpoblación. En Asia, más que en ningún otro sitio del planeta, es imprescindible crear de inmediato santuarios para la fauna salvaje, antes de que desaparezcan los últimos ejemplares. Como ha escrito GS: «El hombre cambia el mundo tan deprisa y de manera tan drástica que la mayoría de los animales no pueden adaptarse a la nueva situación. En el Himalaya, como en otros sitios, hay una gran mortandad, y una mortandad infinitamente más triste que las extinciones del pleistoceno, porque ahora el hombre posee los conocimientos para impedirla y necesita salvar los restos de su pasado».5
El camino que sigue la orilla del río Yamdi es una importante ruta comercial que atraviesa arrozales y aldeas mientras se dirige hacia occidente y hacia el río Kali Gandaki, donde gira hacia el norte, para llegar a Mustang y al Tíbet. En los verdes recintos cercados de las aldeas, en los que abundan los banianos o higueras gigantes de Bengala y los viejos estanques y muros de piedra, la hierba se mantiene podada a altura de...