Matheson | Las playas del espacio | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 320 Seiten

Matheson Las playas del espacio


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-350-4786-9
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 320 Seiten

ISBN: 978-84-350-4786-9
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
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Probablemente no es casual que sean trece las narraciones reunidas en este libro. Trece cuentos extraordinarios que exploran el borde resbaladizo de la locura y hasta la rebasan, convirtiéndola en una escalofriante pesadilla a través de sucesos fantásticos e inexplicables. Un mundo donde el horror inenarrable es lo normal y donde la tenebrosidad del espacio actúa en la mente de los hombres. Un tiempo en el que criaturas de poderes espantosos y extraterrestres pueden controlar a los seres humanos, y éstos crear seres que escapan a su control. Se trata de relatos que Matheson escribió a la época en que él más asiduamente colaboraba en revistas de ciencia ficción, y presentan ya muchos de los temas y tratamientos que harían de 'Soy leyenda' una de sus obras más rompedoras e impactantes. Sin duda, la más popular de estas narraciones es 'Acero puro', un relato elíptico, tenso y rico que, después de convertirse en un capítulo de la mítica serie The Twilight Zone, fue llevado a la gran pantalla. Centrado en un exboxeador en un tiempo en que este deporte está prohibido y sólo se autorizan combates entre robots, el protagonista se convierte en promotor y, tras un sonado fracaso, su intento por volver a triunfar coincide con el descubrimiento de que tiene un hijo del que no sabía nada, pero que le ayudará a llevar a cabo su sueño. Una fantasía mágica y una extraña imaginación inspira todos estos cuentos de inolvidable vigor y con un final imprevisible, en los que se percibe claramente y en toda su variedad, la potencia, la brillantez y el heterogéneo talento narrativo del autor.

Richard Burton Matheson ( 20-02-1926 / 23-06-2013 ) fue un escritor, guionista y director estadounidense de fantasía, ciencia ficción y terror. Su obra ha sido a menudo llevada a la gran pantalla con gran éxito (Soy leyenda, 1954; El hombre menguante, 1957; etc.) y sus excelectnes colecciones de relatos, como El tercero a partir del sol, Pesadilla a 20.000 pies, o Las playas del espacio (donde se incluye el relato Acero puro, llevado también a la gran pantalla con Hugh Jackman de protagonista) le han valido el Premio Bram Stoker y el World Fantasy, entre otros galardones. En 2010 entró en el Science Fiction Hall of Fame.
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EL SER

Se cernía en las tinieblas. La corteza metálica fulguraba tenuemente en silencio, impulsada hacia arriba por fuerzas antigravitatorias. La mortaja de la noche envolvía el planeta alejado de la Luna. Abajo, en la región cubierta por las sombras, un animal contemplaba con los ojos desorbitados la fosforescencia mortecina de la esfera suspendida en lo alto. Contracción de músculos. Sordo tamborilear de garras que huyen sobre la superficie dura de la Tierra. Otra vez el silencio solitario, rasgado apenas por el susurro del viento. Horas. Horas negras en su lenta metamorfosis, al gris primero y después a un rosado difuso. Moteada por los primeros rayos solares, la esfera metálica resplandecía con un suave fulgor ultraterreno.

Fue como introducir la mano en un horno ardiente.

–¡Oh, Dios mío, cómo quema! –exclamó él con una mueca, y volvió a posar la mano sobre el volante húmedo de sudor.

–Es tu imaginación –dijo Marian.

Estaba arrellanada contra las fundas de plástico recalentado que cubrían el asiento. Un kilómetro atrás había asomado los pies por la ventanilla, sin quitarse las sandalias. Tenía los ojos cerrados y el aliento pasaba entrecortado entre sus labios resecos. El viento cálido le abanicaba la cara desordenándole los cortos cabellos rubios.

Se retorció incómoda, mientras tironeaba del estrecho cinturón de sus pantalones cortos.

–No hace calor –afirmó–; se está tan fresco como en un oasis.

–¡Ojalá! –masculló Les.

Se inclinó un poco hacia delante y la camisa húmeda, pegada a la espalda, le hizo rechinar los dientes.

–El peor mes para conducir –refunfuñó.

Habían salido de Los Ángeles, tres días antes, rumbo a Nueva York, para visitar a la familia de Marian. Desde el principio, las temperaturas habían sido verdaderamente tropicales; después de tres días de calor bochornoso, estaban sin energías.

Por otra parte, el ritmo que se habían impuesto no contribuía a mejorar las cosas. Sobre el papel, seiscientos kilómetros diarios no parecían excesivos, pero en la práctica conducir a esa velocidad era un verdadero martirio. Había que conducir por caminos polvorientos, levantando nubes de tierra por los tramos en obras, llenos de baches, tratando de no sobrepasar los treinta kilómetros por hora para no romper un eje ni desnucarse, y cada media hora, más o menos, debían ascender largas cuestas empinadas que ponían el radiador casi en el punto de ebullición. Después tenían que esperar un buen rato bajo un calor sofocante para que el motor se enfriara, ayudándolo, a veces, con un poco del agua que llevaban para ellos. No había más remedio que sentarse a esperar en medio de aquel horno.

–De este lado ya estoy listo, dame la vuelta –dijo Les, sin aliento.

–¡Ja, ja, ja! –repuso Marian en voz baja.

–¿Queda un poco de agua?

Marian extendió la mano izquierda para levantar la pesada tapa de la nevera portátil. Tanteó en el interior fresco hasta encontrar el termo y lo sacudió.

–Vacío –anunció, con un gesto de desaliento.

–Como mi cabeza –repuso él, en tono disgustado–. ¿Cómo fui capaz de aceptar conducir hasta Nueva York en pleno mes de agosto?

–Bueno, bueno, basta ya –replicó ella, de pronto sin ganas de bromear–. No te acalores.

–Joder –replicó Les ásperamente–, ¿cuándo volverá este infernal desvío al maldito camino?

–Maldito, maldito, maldito –repitió ligeramente el eco femenino.

Él no replicó, pero sus manos se crisparon con fuerza sobre el volante. Llevaban horas viajando por ese maldito camino, apartados de la ruta, que estaba en reparación, por un solo letrero: RUTA 66, DESVÍO. Después de haber cruzado más de cinco intersecciones en menos de dos horas, ya ni siquiera estaba seguro de encontrarse en el camino correcto. Deseoso de dejar atrás el desierto, no había prestado demasiada atención a las señales de los cruces.

–Querido, allí hay una estación de servicio –dijo Marian–; quizá puedan darnos un poco de agua.

–Y gasolina, ya de paso –añadió él, mientras miraba la aguja del indicador–, y quizás incluso alguna orientación para volver al camino.

–Al maldito camino –agregó ella.

El asomo de una sonrisa cambió apenas la expresión de Les, mientras se desviaba del sendero. Detuvo el coche frente a dos bombas de gasolina con la pintura descascarillada, plantadas frente a una miserable casucha.

–Este lugar se las trae –dijo Les, sin ningún entusiasmo.

–Para gente de categoría –bromeó Marian, volviendo a cerrar los ojos y respirando agitadamente con la boca abierta.

Nadie salió de la casita.

–Por favor, no me digas que está abandonada –dijo Les, disgustado, después de echar una mirada alrededor.

Marian abrió los ojos y bajó sus largas piernas.

–¿No hay nadie por aquí? –preguntó.

–No lo parece –dijo Les.

Abrió la portezuela, disponiéndose a salir del coche. Cuando se puso de pie, un gruñido involuntario le sacudió el cuerpo y sintió que se le aflojaban las rodillas. Era como si lo hubieran sumergido en un baño caliente.

–¡Dios mío! –exclamó, apartando la vista de las reverberaciones oscuras que le lamían los tobillos.

–¿Qué pasa?

–¡Este calor! –respondió.

Cruzó el trecho de tierra caliente y resquebrajada y pasó entre las dos bombas, que tenían las palancas herrumbradas, para llegar ante la puerta de la casita. «Y ni siquiera hemos hecho un tercio del camino», murmuró tristemente para sí.

A su espalda, Marian cerró la portezuela con un golpe seco; Les oyó el rumor de sus sandalias sobre el suelo.

La sensación de frescura que se desprendía de la oscuridad duró apenas un instante, enseguida el aire húmedo y viciado envolvió a Les, haciéndolo bufar de disgusto.

La casita estaba desierta. El reducido espacio incluía una mesa, cuyas patas desparejas sostenían una superficie llena de cicatrices, una silla sin respaldo, un surtidor de Coca-Cola cubierto de telarañas; sobre la pared, almanaques y listas de precios; un raído visillo cubría la ventana hasta el marco inferior, dejando pasar los rayos de una luz mortecina a través de sus numerosas rasgaduras.

Retrocedió hacia la puerta, haciendo crujir las maderas del suelo.

–¿No hay nadie? –preguntó Marian.

Él negó con la cabeza. Por un momento se miraron sin expresión. Ella se enjugó la frente con el pañuelo húmedo.

–Bueno, pues ¡adelante! –dijo, en tono amargo.

En ese momento oyeron el traqueteo de un coche por el mal definido sendero que iba desde el camino en dirección al desierto. Alejándose unos pasos de la casita, divisaron un viejo camión remolcador de fabricación casera que se acercaba ruidosamente a la gasolinera, en una línea no muy recta. A lo lejos, más allá del camino, pudieron ver la baja silueta de la casa de donde había salido.

–Llegan refuerzos –dijo Marian–. ¡Ojalá traigan agua!

Mientras el camión frenaba con un chirrido junto a la casita, pudieron ver la cara requemada por el sol del hombre que lo conducía. Era un individuo de unos treinta y tantos años, de aspecto hosco, vestido con una camisa y un mono azul desteñido, cubierto de remiendos. Por debajo del sombrero manchado de grasa se asomaban mechones de cabello largo y lacio.

El gesto que les hizo al salir del camión no fue una sonrisa, sino más bien algo parecido a una contracción nerviosa de sus delgados labios. Se acercó a ellos en varios trancos espasmódicos, pasando la mirada del uno a la otra.

–¿Quieren gasolina? –preguntó a Les, con voz dura y ronca.

–Sí, por favor.

Por un momento, el hombre miró a Les como si no comprendiera. Luego, se dirigió al Ford con un gruñido mientras sacaba la llave de la bomba del bolsillo posterior del mono. Al llegar frente al guardabarros delantero, echó un vistazo a la matrícula.

Trató de desenroscar el tapón del depósito de gasolina con sus dedos callosos, y se quedó mirándolo estúpidamente.

–Tiene llaves –le explicó Les, apresurándose a alcanzárselas.

El hombre las tomó en silencio y abrió la cerradura, sacó el tapón y lo colocó sobre el capó.

–¿Quiere normal? —preguntó, levantando la mirada, oculta por las anchas alas del sombrero.

–Sí –contestó Les.

–¿Cuánto?

–Puede llenarlo.

Posó apenas la mano sobre el capó ardiente y la retiró con brusquedad, dejando escapar una exclamación. Sacó un pañuelo y se envolvió la mano para levantar el capó. Al desenroscar la tapa del radiador, el agua hirviente salió en espumarajos, derramándose sobre el suelo reseco, entre nubes de vapor.

–¡Lo que faltaba! –murmuró Les para sí.

El agua de la manguera estaba casi a la misma temperatura. Mientras Les la aplicaba al radiador, Marian se acercó y puso el dedo en el líquido que salía en lentos borbotones.

–¡Oh, Dios! –exclamó, desilusionada.

Mirando al hombre del mono, preguntó:

–¿No tendría usted un poco de agua fresca?

El hombre permanecía con la cabeza inclinada, apretada la boca en una línea estrecha y las comisuras hacia abajo. Marian volvió a repetir la pregunta, sin obtener respuesta.

–El clásico arizoniano de sangre de horchata –susurró a Les. Y se acercó al hombre para...



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