Martín Puerta | El franquismo y los intelectuales | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 368 Seiten

Reihe: Ensayos

Martín Puerta El franquismo y los intelectuales

La cultura en el nacionalcatolicismo
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-9055-428-9
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: PDF
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

La cultura en el nacionalcatolicismo

E-Book, Spanisch, 368 Seiten

Reihe: Ensayos

ISBN: 978-84-9055-428-9
Verlag: Ediciones Encuentro
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Concluida la guerra civil, la situación general de España era de graves carencias. Un nuevo régimen autoritario y confesional procedía a crear un marco que pretendió la completa modificación de los datos previos a la guerra. El inicialmente no previsto protagonismo de la Iglesia sería ahora elemento capital. Sobre el mundo intelectual ---fraccionado, como el resto de la sociedad--- recayeron en ambos lados especiales circunstancias agravantes, censuras y forzadas salidas de España. Una extendida visión lo identifica en aquellos años con un mísero y agostado páramo cultural, interpretación que Julián Marías rechazaría contundentemente. Al margen tanto de idealizaciones como de críticas fórmulas preestablecidas, El franquismo y los intelectuales analiza los antecedentes y resultados del proyecto cultural y político del llamado nacionalcatolicismo, como igualmente la situación y la no desdeñable obra de los intelectuales durante las dos primeras décadas del régimen de Franco.

Antonio Martín Puerta, economista y doctor en Historia, es profesor en la Universidad CEU San Pablo de Madrid. Autor de distintos trabajos sobre cuestiones históricas contemporáneas, ha publicado las obras Ortega y Unamuno en la España de Franco (Ediciones Encuentro), Historia de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (1953-1965) y Antecedentes económicos y sociales de la España de la posguerra.
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INTRODUCCIÓN


La época de Franco tuvo como una de sus características principales una fuerte imbricación entre lo político y lo religioso, fenómeno especialmente manifestado durante las dos primeras décadas. La interpretación de tal período histórico sigue viniendo condicionada por la continuidad de fuertes vivencias e influjos ideológicos de distinto signo, a lo que se añade una dificultad adicional que ha trasladado las mentalidades hacia un campo desde el que resulta difícil la comprensión de esa época, como igualmente de buena parte de la historia. Se trata del fuerte proceso de laicización que durante las últimas décadas no sólo ha impregnado nuestras sociedades, sino que hace difícil la comprensión de un concepto que ha sido central en la historia hasta hace escasas fechas: el de lo político-religioso. Resultará de la mayor complejidad una aproximación a esos momentos sin poder comprender que tal parámetro incluye dimensiones e implicaciones propias cuya captación es central para poder entender los hechos aquí referidos. Por otro lado, los acontecimientos que se desarrollan desde abril de 1939 hasta finales de los años cincuenta han venido a juzgarse, como casi todo lo que se refiere al régimen de Franco, desde la perspectiva de la propia guerra o de la prolongación de sus consecuencias. Ciertamente tal régimen surge a partir de la contienda civil, pero no es ése el único elemento a considerar.

La misma cuestión acerca de la postura de los intelectuales ha sido considerada de modo paralelo, con la consiguiente derivación hacia la condena o la exaltación, todo ello dependiendo de su actitud en torno a lo político en cierto momento. Como si las personas no tuviesen legítimo derecho a modificar sus opiniones y actitudes a lo largo de sus vidas, y como si sólo las manifestaciones efectuadas en excepcionales momentos de tensión fuesen la verdadera expresión de la radiografía de sus sentimientos. Lo que no es exacto en buena parte de los casos, pero viene a sustituir la estricta valoración sobre la obra intelectual. Los afectos o los desafectos hacia los respectivos contendientes pueden ser entendidos, pero no deberían llevar a la descalificación de los méritos de las personas. Fórmula, que para el caso de los intelectuales, resulta especialmente inválida, pues se dan en ellos muchos más matices que en otros sectores, aunque demasiados lugares comunes siguen aún prevaleciendo. Una mayoría de intelectuales —y ello en ambos lados, e incluso en el exilio— mantuvo una postura que manifestaba su tendencia hacia una independiente defensa de su propia personalidad y criterios, aun hallándose más o menos vinculados a significadas corrientes políticas. Que prevalezca el juicio político —y para lo que toca a la época de Franco aún no ha llegado el momento del análisis distanciado—, sigue conduciendo a una evaluación de muchos intelectuales en virtud de su vinculación u hostilidad hacia el régimen existente en la época, y ello especialmente si llegaron a jugar algún papel en el drama de 1936.

Hecho histórico que se ha juzgado durante mucho tiempo desde dos perspectivas básicas. Por un lado se idealiza la II República como remanso de paz, cultura, convivencia, pacífica renovación y modernidad; la mayoría y los más valiosos intelectuales habrían apoyado a la República de izquierdas. Finalmente, solidarios con su destino, huyeron al exilio al que su radicalismo político, cuando no su marxismo, les condenaba. Una vez allí, generarían una obra intelectual sin parangón, mientras en España, agostado erial, no se producían salvo insignificancias.

La visión contraria procede de la exaltación —como elemento político e interpretativo básico del nuevo sistema— del conjunto de idearios incluidos en los grupos que, ante la inminencia de una revolución, se adhirieron al alzamiento de 1936. A tales fuerzas se vino a atribuir un grado de penetración e influencia durante los tiempos de la República que no se ajusta a lo comprobable con los datos en la mano. La nueva España, guiada por un militar, se recrearía sobre las bases de un estricto catolicismo junto a las nuevas aportaciones de Falange y de un más o menos oficiosamente reconocido tradicionalismo. Pero aunque tal fuera la teoría, la realidad terminaría mostrando otros datos, precisamente para decepción de tradicionalistas y falangistas, viendo ondear en toda España sus símbolos hasta el último día como imagen de un régimen que, en realidad, era otra cosa. Hasta el último día y hasta varios años después, dicho sea de paso. De hecho la Constitución de 1978 se editaba con el escudo oficial de España reglamentado en febrero de 1938, y que permaneció hasta octubre de 1981. Como el escudo republicano fue también el oficial de la España de Franco hasta 1938, lo que es prueba adicional de la confusión que pueden generar las apariencias. Contándose, por supuesto, con intelectuales del mayor relieve en apoyo del sistema surgido.

El estudio de la realidad requiere, para ambos casos, de notables matizaciones. Realidad que tampoco ha de ser identificada con las aspiraciones de una llamada «Tercera España», o una postura de «centro» distante de las dos Españas. Al final ésa es una creación ficticia elaborada desde idealizaciones desligadas de los hechos. Ni en 1936 ni en los años posteriores hubo «centros» ni tampoco esa «Tercera España», cuando menos con carácter significativo. Hubo dos posturas que se asumieron con mayor o menor grado de voluntariedad y militancia —e incluso con incomodidad, pero se asumieron—, y que dejaron en ambos casos víctimas inocentes o que vivieron el drama de su honradez y de la brutalidad del momento. Y en muchos momentos con riesgo y dignidad. Aunque sí había —y ahí estaban muchos de los intelectuales—, dos «Terceras Españas», una en cada vertiente, distantes ambas —aunque no siempre— de lo más exaltado de su propio bando. Pero, en aquellas fechas, sin grandes deseos de reconocimiento hacia su parte más o menos simétrica del otro lado. La guerra vino a ser un hecho radical e insoslayable; moderados y exaltados de cada bando tardarían un cierto tiempo en considerar soportable lo proveniente del otro sector. El muy antifranquista y exiliado Pedro Salinas, alarmado ante la división de sus amigos, escribe lo siguiente en una carta de 10 de abril de 1937: «Ya empieza uno a parecer lo que va a ser la cosecha de la guerra: la división de todos, de todo, en dos bandos que no se perdonarán».

La verdad es que el enfrentamiento de 1936 fue una catástrofe que la mayoría no deseó, salvo los insensatos que nunca han faltado en España, como la II República fue un régimen que nadie con correcto conocimiento de los datos deseará que sea repetido. Si bien es cierto que para tal falla histórica no faltan responsabilidades en ambos lados. Es, desde luego, falso que las derechas, la Iglesia o el Ejército se situaran desde los inicios en posición de hostilidad hacia la República. Abundan, desde los primeros días, datos sobre declaraciones eclesiásticas de reconocimiento hacia el nuevo régimen, de adhesiones de jefes militares y de aceptación de la legalidad por los grupos conservadores. Ni es cierto que estuvieran constantemente conspirando contra el régimen. Aunque sí es imputable a las derechas —entre las que había muy valiosos intelectuales— una responsabilidad histórica, que tiene mucho que ver con un permanente egoísmo y falta de sentido social, con habituales escaseces de miras, con el afecto por lo rutinario, y aun por lo atávico, en una España muy distante de los estándares mínimos del mundo europeo. Un no pequeño sector de las derechas tuvo la responsabilidad de su autosatisfacción con lo pequeño y lo provinciano, de medianía y cortedad, de falta de correspondencia práctica con los principios que evocaban. Vino así a crearse un enorme espacio histórico de agua estancada. Incluyendo generalmente la tendencia a derribar a las personalidades de su propio mundo que se salían del modelo.

Sobre tal terreno histórico problemático y atrasado, las izquierdas —entre las que había muy notables personalidades del mundo intelectual— tendieron a actuar de modo fuertemente impositivo, incluyendo la exaltación pasional, asumiendo parte de sus agrupaciones los mitos revolucionarios, y más que buscando el bien común, aplicando prejuicios bien poco integradores. No pudo ser más claro Azaña, un intelectual, cuando se presentó como la derecha de la República al cedista Giménez Fernández, un catedrático. O sea, que uno de los grandes símbolos oficiosos del régimen no reconocía a los sectores no izquierdistas como parte posible del sistema. Suicida declaración por otra parte, pues, muy nítidamente captado el criterio por las derechas en sus consecuencias prácticas, empezaron seriamente a buscar otras opciones. Por supuesto que en ambos lados hubo personalidades que, de haber sido dominantes, hubieran evitado la confrontación, pero lamentablemente carecieron de la suficiente influencia para ello. La insurgencia revolucionaria de 1934 y la consuetudinaria barbarie iletrada de los ácratas ya habían preparado el terreno, a lo que se sumó a la inoperancia del último gobierno republicano.

La brecha de 1936 vino a engullir a la mayor parte de los intelectuales, que, en general, carecía de vinculación profunda con las posturas extremas. Sobre la suerte final de una buena parte de ellos —como de la mayoría de los españoles— vino a pesar un dato inicial del que bien poco responsables eran: el ámbito político y geográfico en que quedaban situados en función de cuál hubiese...



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