Mantzizidor | La vida es un tango, Gari | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 63, 416 Seiten

Reihe: Astiro

Mantzizidor La vida es un tango, Gari


Serie Negra
ISBN: 978-84-9868-815-3
Verlag: Alberdania
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 63, 416 Seiten

Reihe: Astiro

ISBN: 978-84-9868-815-3
Verlag: Alberdania
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



¿Puede una persona normal convertirse en traficante de drogas si se le presenta la oportunidad para ello? Gari e Irati, una pareja de vida convencional, se verán arrastrados a una vorágine de mentiras y violencia por el egoísmo y avaricia que anidan en el espíritu de él. Gari, triatleta amateur, encuentra un fardo de cocaína mientras nada por la ría de Urdaibai. Su opción es clara: asociado con su cuñado Unai, un camello de poca monta, tratará de vender la droga, desencadenando, de esa manera, una serie de acontecimientos que involucran a traficantes de distinto nivel, policías corruptos, adictos, jueces e incluso a su propia familia. La novela relata el descenso a los infiernos de Gari, quien renuncia voluntariamente a una vida que se venía desarrollando en los estándares convencionales, hasta el punto de verse arrastrado por la espiral de violencia que él mismo ha desencadenado y de la que es incapaz de zafarse. Su intención de vender la cocaína choca frontalmente con los intereses de Corso, líder de la mayor banda narcotraficantes de Bizkaia y propietario del fardo, quien no reparará en medios ni métodos para eliminar la amenaza que Gari y sus socios suponen para su negocio... El curso de los acontecimientos y el doloroso desengaño respecto a la actitud y valores de Gari provocarán una profunda transformación en Irati, quien jugará un papel clave en el desenlace de la trama.

URKO MANTZIZIDOR TORRONTEGI (Mundaka, 1977). Ingeniero técnico informático, es un ávido lector desde su infancia, y en La vida es un tango, Gari, su primera novela, se propone dar expresión literaria a algunas de las cuestiones que le preocupan, como el egoísmo, las adicciones, la cárcel o el machismo.

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6 EL PAQUETE Salí del agua y me acerqué lentamente al paquete. Cada pocos segundos miraba alrededor, temeroso de que alguien me observara; pero por suerte no hacía muy buen tiempo y no se veía ninguna embarcación en los alrededores. Sabía lo que tenía que hacer, cualquier persona normal solamente sopesaría dos opciones: pasar de largo como si no hubiera visto nada o dar media vuelta y llamar al 112 para que avisase a la Ertzaintza de que había un paquete sospechoso en la ría. Cualquier persona normal, pero yo ya no era una persona normal, sino, como he escrito anteriormente, un egoísta que no podía ver más allá de sus deseos. Ahora lo sé: debería haber seguido nadando como si nada, pero la tentación era demasiado grande. Realmente no tuve que pensar y decidir qué hacer; la decisión ya estaba tomada incluso antes de que pensase en ella: iba a quedarme con el paquete, fuera lo que fuera. Porque para mí aquello no era un paquete de droga, era mi billete a Kona. De todas formas, una cosa era decidir llevarme el paquete y otra muy distinta hacerlo sin que nadie me viera. Por el lado de la costa las rocas ascendían en una pendiente muy abrupta hacia un bosquecillo de encinas. No iba a poder subir por allí descalzo y cargando con el fardo; además, después tendría que atravesar el bosquecillo que daba a las viviendas de Abiña. Descarté aquel camino de inmediato. Como era casi bajamar, podía ir andando por la orilla metiéndome en el agua hasta la cintura o menos, pero, claro, solo había dos posibilidades: la primera era remontar la ría en dirección Gernika; la segunda era bajar en dirección al mar. En dirección Gernika no había nada excepto kilómetros de marisma. Tal vez podría salir de las marismas en Axpe, a uno o dos kilómetros de donde me hallaba, pero de nuevo aparecería en una zona habitada, con un paquete sospechoso, en traje de baño… Aquel camino quedaba tan descartado como el de Abiña. Así que solo me quedaba volver por donde había venido, a la playa de San Antonio. Pero ¿cómo evitar que me viesen con un fardo en los brazos la gente que estaba en la playa y en el chiringuito? Era septiembre y, a pesar de no hacer muy buen tiempo, en esa época del año siempre hay gente allí, paseando, jugando con la arena, tomando algo en el chiringuito. Y esperar a la noche tampoco era una opción, la marea empezaría a subir y solía haber cuadrillas hasta tarde tomando algo. «Si al menos todavía tuviésemos el bote… –pensé–. Podría ir a Mundaka, remontar la ría, recoger el fardo y sacarlo por el puerto tranquilamente dentro de una mochila. Pero vendimos el bote el año pasado, no podíamos mantenerlo». Cada minuto que pasaba me sentía más frustrado: allí estaba yo, con un paquete que podía valer mucho dinero, que podía hacer realidad todos mis sueños (mi único sueño realmente), y no podía sacarlo sin que me viera nadie… Repasé la costa en mi cabeza una y otra vez. Conocía la ría como el pasillo de mi casa, desde niño había remado, nadado o navegado por ella en infinidad de ocasiones. Tenía que haber una solución, una salida. Entonces recordé cuando, de niños, con el bote de aita en una ocasión subimos desde la ría a los terrenos del caserío Urkitze. A muy poca distancia de donde me encontraba, en dirección a Gernika y antes de llegar a Axpe, había dos caseríos cuyos terrenos llegaban hasta la costa. Los terrenos terminaban en un terraplén similar al que tenía en frente, pero menos alto e inclinado, sin bosquecillo a continuación, sino con una pendiente de hierba y, sobre todo, sin viviendas al final, porque creía recordar que el primero de ellos estaba deshabitado. Sí, cuanto más pensaba en ello más me convencía. Alguien había dicho que estaba en venta, que sería un lugar increíble para vivir. Sí, definitivamente allí no viviría nadie. No lo pensé mucho más, al fin y al cabo era la única solución que veía. Así que cogí el fardo con las dos manos y comencé a tirar suavemente hacia mí, con cuidado de no rasgar el envoltorio plástico con las rocas. El plástico ya estaba rozado en varios puntos, allí donde había rozado contra las rocas, pero debajo solo se veía aún más plástico. Se notaba que aquel paquete había sido hecho con mimo. Me sorprendió que pesaba más de lo que parecía, pero, aun así, podía manejarlo cómodamente. Me metí en el agua hasta la cintura y comencé a caminar con el paquete parcialmente introducido en el agua. De esta manera, si pasase una embarcación o alguien me viese desde la otra orilla de la ría, en Kanala, les sería difícil apreciar que llevaba un fardo. Tal vez se extrañasen de ver a alguien andando por aquella parte de la ría, pero probablemente pensarían que era un mariscador furtivo. No tardé mucho en llegar. En algunos puntos había perdido pie y había tenido que vadear en el agua, pero en general no había sido muy difícil llegar a las inmediaciones del terreno de Urkitze. Ahora venía lo más difícil, subir entre las rocas, descalzo y con el paquete. Miré una vez más alrededor y empecé a visualizar en mi cabeza la ruta más sencilla. Podía llevar el paquete bajo un brazo y así ayudarme con el otro para escalar. En total habría unos dos metros y medio o tres desde el borde del agua hasta donde comenzaba la campa. Después había una pequeña hilera de arbolitos y a partir de ahí una suave pendiente hasta un camino rural muy poco transitado. Tomé aire y, con el corazón a más de ciento cincuenta pulsaciones, comencé a escalar lentamente el terraplén de rocas. Además de con las propias rocas, debía tener cuidado con las afiladas ostras que asomaban sobre ellas, y el paquete debajo de mi brazo izquierdo era una molestia bastante grande que dificultaba mis maniobras. Cuando ya había ascendido como un metro desde el agua y el borde del terreno ya aparecía ante mis ojos, perdí contacto y casi caí hasta el agua. Sentí un agudo dolor en el pie izquierdo y supe de inmediato que me había hecho una buena herida. Miré hacia abajo y, efectivamente, ya se podía apreciar algo de sangre en la roca y entre mis dedos. Maldije entre dientes y me dije que ya no había vuelta atrás, que tenía que subir la droga hasta el terreno costase lo que costase. Menuda puta mentira… ¿Por qué hostias no iba a haber vuelta atrás? Podía tirar el fardo al agua y volver a casa como si tal cosa, pero estaba tan acostumbrado a mentirme a mí mismo, a creerme mis mentiras, que seguí subiendo con él firmemente sujeto bajo mi brazo izquierdo. Creo que, ni aunque su vida dependiera de ello, no habría sujetado con más determinación a Izaro, a mi propia hija, que a aquel paquete de mierda. Aquel paquete que, en aquel momento, aún no sabía ni qué mierda contenía. Aún tardé unos minutos en terminar de escalar hasta el terreno. Inmediatamente me acuclillé entre dos de los arbolitos, dejé el bulto al pie de uno de ellos y comencé a mirar alrededor. El terreno ascendía en una pendiente bastante más pronunciada de lo que había supuesto, pero estaba totalmente despejada hasta el camino vecinal. No podía ver el camino, sin embargo sabía exactamente dónde estaba, ya que la valla que lo separaba del terreno era perfectamente visible desde donde me encontraba. La cerca era, en realidad, una vieja alambrada, medio caída en varios puntos, que solo servía para retener a los animales que en su día hubo en el caserío. Este en sí era impresionante. Se notaba que estaba abandonado, necesitaba una reforma en profundidad, pero su tamaño, sus paredes de piedra, su entrada en arco y su enorme tejado a dos aguas le daban un aire casi majestuoso. Se veía que en su día había sido una casa llena de vida, uno de tantos caseríos de Euskal Herria donde convivían tres y cuatro generaciones de la misma familia juntas; donde el hijo mayor se hacía cargo del mayorazgo y los menos agraciados elegían entre la industria, el clero, la servidumbre o América… Unos tiempos que no volverán. Miré hacia la izquierda en dirección a Axpe y me fijé en el otro caserío, el que sí estaba habitado. No recuerdo su nombre, era un edificio reformado y parecía que separado en varias viviendas. Por suerte el lugar donde yo estaba daba a la parte trasera de la vivienda y era poco probable que alguien estuviera en aquel lado, en la cara norte del inmueble. La vida se hace en la cara sur de los caseríos, a resguardo del viento norte, al calor del sol. Satisfecho con lo que veía, escondí un poco más el paquete entre los árboles. Era difícil que alguien se fijase en ese lugar y, menos aún, que pudieran ver un paquete entre las sombras, al pie de un árbol cualquiera entre varios árboles. Miré la hora y me sorprendí: parecía que apenas habían pasado unos minutos desde que encontré el paquete, pero para entonces ya debería haber terminado el entrenamiento. «Bueno, Irati está con Izaro, así que tampoco tengo prisa». Comencé a bajar por el mismo lugar por donde había subido. La bajada debería haber sido más fácil ahora que iba sin nada entre los brazos, pero, con la herida del pie, cada paso era un pequeño suplicio. Cuando llegué a la ría, el agua salada me provocó un escozor bastante molesto en el corte, pero era más llevadero que escalar y pisar sobre la herida. Comencé a nadar en dirección a la playa, ayudado por la corriente y terminando de perfilar mi plan. Esta vez no me concentraba en la técnica ni en la respiración, sino en lo que tenía que hacer en las próximas horas, en los próximos días… Cuando llegué a la playa no me dirigí al coche directamente. Primero fui al puesto de socorro de la Cruz Roja que se instala todos los veranos. Si tienes algo serio...



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