Mannix | Breve Historia de los Gladiadores | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Breve Historia

Mannix Breve Historia de los Gladiadores


1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9763-849-4
Verlag: Nowtilus
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Breve Historia

ISBN: 978-84-9763-849-4
Verlag: Nowtilus
Format: EPUB
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'Breve Historia de los Gladiadores es una obra completísima que nos acerca de forma asombrosa al mundo de los ludi circenses (carreras de caballos) y munera (juegos gladiatorios) romanos.' (Blog Cientos de miles de historias) 'Breve Historia de los gladiadores presenta las técnicas de lucha a muerte que aprendieron aquellos fornidos prisioneros que se enfundaban sus armaduras y se lanzaban a la arena del Coliseo romano en el que se congregaban hordas de ciudadanos romanos, patricios y plebeyos para aclamar a sus gladiadores preferidos.' (Blog Literariacomunicación) Hubo un tiempo en que la muerte era un espectáculo de masas. Con un estilo que tiende más a la narrativa ágil que al tono grave del ensayo, Daniel P. Mannix nos mete de lleno en los ludi, escuelas en las que se enseñaba a prisioneros de guerra, fugitivos o delincuentes, las más sofisticadas artes de matar, para conseguir la gloria o la muerte. Pero no sólo se queda ahí sino que el autor también reflexiona sobre las carreras de cuádrigas, las peleas de bestias y las naumaquias (batallas navales), celebradas en el Coliseo Romano ante 50.000 personas. Ilustrará esta cultura del espectáculo con los juegos organizados por Trajano, de 122 días de duración y en el que murieron unos 11.000 luchadores. Encontramos también una pormenorizada descripción los hábitos y vestimentas de estos hombres considerados semidioses y sobre los que se decía que podían curar con su sangre. Completa el libro un glosario con todos los términos relacionados con este espectáculo. Razones para comprar el libro: - Descubrir una parte de la historia no tan ajena a nosotros. - El estilo del autor, ágil y preciso. - La excelente descripción de lugares y costumbres. - La reflexión final sobre la barbarie como espectáculo. Es un libro único, no sólo por las múltiples ilustraciones y detalles, sino porque introduce una conclusión final en la que nos hace ver la intemporal necesidad del ser humano de contemplar la barbarie.

Daniel P. Mannix fue un afamado y premiado periodista y escritor. Autor de más de 20 libros, algunos best seller como The Fox and the Hound, The Hell Fire Club, Last Eagle, All Creatures Great and Small, Those About To Die, The History of Torture, The Hell-fire Club, Memoirs of a Sword Swallower, The Beast. Especializado en temas históricos, infantiles y novela negra, se ha ido convirtiendo poco a poco en un autor de 'culto'. Nació en Pennsylvania (USA) en 1911. Fue un viajero incansable y personaje multifacético con una apasionante vida como cazador, mago y fakir. Hasta su muerte en enero de 1997 vivió en su rancho rodeado de sus libros, su halcón, caballos y su colección de reptiles.
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I

Nerón fue proclamado emperador y, durante dos semanas, el populacho protagonizó disturbios por las calles de Roma. La economía del imperio más grande que el mundo había visto se estaba desmoronando como un castillo de arena. El coste de mantener un enorme ejército, equipado con las últimas catapultas, ballestas y las galeras más rápidas estaba sangrando las reservas de la nación y, además, había que pagar altos subsidios a las naciones dependientes de Roma. El gobierno empobrecido no tenía ni los fondos ni el poder para detener los disturbios callejeros.

En medio de esta crisis, el Almirante de la Flota se apresuraba en su cuadriga para consultar con el primer tribuno.

«La flota mercante está en Egipto, esperando la carga», anunció. «Los barcos pueden cargarse con maíz, para alimentar a la gente hambrienta, o con arena especial de la que su utiliza para las carreras de cuadrigas. ¿Qué debemos hacer?».

«¿Estás loco?», exclamó el tribuno. «La situación está fuera de control. El emperador es un lunático, el ejército está a punto de amotinarse y la gente se muere de hambre. ¡Por todos los dioses, que traigan la arena! ¡Tenemos que borrar de sus mentes todos los problemas!».

Pronto los heraldos anunciaron que las mejores carreras de cuadrigas que pudieran recordarse se iban a celebrar en el Circo Máximo. Trescientos pares de gladiadores lucharían hasta la muerte y mil doscientos criminales condenados serían devorados por los leones. También habría luchas entre elefantes y rinocerontes, búfalos y tigres y leopardos contra jabalíes. Y, como número especial, veinte bellas jóvenes serían violadas por asnos. La entrada para los sitios posteriores era gratuita. Las primeras treinta y seis filas de asientos tendrían un precio reducido.

Todo lo demás se olvidaría pronto. El gigantesco estadio, para más de 385.000 espectadores, estaba totalmente abarrotado. Durante dos semanas se celebraron los juegos, mientras la multitud vitoreaba, hacía apuestas y se emborrachaba. Una vez más, el gobierno había conseguido un respiro para intentar solucionar sus dificultades.

Los juegos, como cortésmente se denominaba a estos espectáculos incalificables, eran una institución nacional. De ellos dependían para vivir millones de personas: los cazadores de fieras, los entrenadores de gladiadores, los criadores de caballos, los consignadores, los contratistas, los armeros, los encargados del estadio, los promotores y los hombres de negocios de todo tipo. El haber abolido los juegos habría dejado a tanta gente sin trabajo que la economía nacional se habría venido abajo. Además, los juegos eran la droga que mantenía al populacho romano anestesiado, de manera que el gobierno pudiera operar a sus anchas.

Un actor llamado Pilades le dijo desdeñosamente a César Augusto: «Tu puesto depende de cómo mantengamos al populacho entretenido». Juvenal escribió amargamente: «Al pueblo que ha conquistado el mundo ahora sólo le interesan dos cosas: el pan y el circo».

En cierto sentido, la gente estaba atrapada. Roma se había sobreextendido. Se había convertido, casi tanto por accidente como por estrategia, en la nación dominante del mundo. El coste de mantener la «Pax romana» sobre la mayor parte del mundo conocido era un empeño demasiado costoso, incluso para los enormes recursos del poderoso imperio. Pero Roma no se atrevía a abandonar a sus aliados o a retirar a sus legiones, que retenían a las tribus bárbaras, de una frontera que se extendía desde el Rin en Germania hasta el Golfo Pérsico. Cada vez que se abandonaba un puesto fronterizo, las hordas salvajes penetraban en el territorio, saqueaban la zona y se acercaban a los centros neurálgicos del comercio romano.

De manera que el gobierno romano estaba constantemente amenazado por la bancarrota y no había ningún estadista que pudiera encontrar una solución a las dificultades. El coste de su gigantesco programa militar era sólo uno de los quebraderos de cabeza de Roma. Para impulsar la industria en sus distintas naciones satélites, Roma intentó una política comercial sin restricciones, pero los trabajadores romanos eran incapaces de competir con la mano de obra más barata extranjera, y pidieron aranceles más altos. Cuando estos se impusieron, las naciones satélites no pudieron vender sus productos en la única nación que tenía dinero. Para romper este círculo vicioso, el gobierno se vio finalmente obligado a subsidiar a la clase trabajadora romana para maquillar la diferencia entre su «salario real» (el valor real de los que producían) y los salarios necesarios para seguir manteniendo su nivel de vida relativamente alto. Como resultado, miles de trabajadores vivían del subsidio y no hacían nada más, sacrificando su nivel de vida por una vida más fácil.

La clase rica de Roma, que vivía en palacios y comía en banquetes donde se servían tales exquisiteces como lenguas de tordos en miel silvestre y ubres de cerda rellenas de ratoncitos fritos, debían sus riquezas a las grandes fábricas donde trabajadores esclavos producían enormes masas de productos mediante lo que hoy en día se conoce como método de cadena de montaje. Los granjeros desposeídos y los trabajadores sin empleo tenían un sólo grito: «¡Que paguen los ricos!». El gobierno respondía elevando los impuestos año tras año sobre los plutócratas, pero había un punto más allá del cual no se atrevían a pasar. Después de todo, eran los impuestos que pagaban estos ricos los que conseguían que el sistema continuara funcionando y el gobierno no se atrevía a arruinarlos. Se hicieron intentos de abolir el trabajo de los esclavos en las fábricas, pero los hombres libres pedían menos horas de trabajo y salarios más altos, de manera que, desde el punto de vista económico, sólo podía emplearse a los esclavos. Además, los propietarios de las grandes fábricas tenían mucho poder político y luchaban contra cada esfuerzo por derribar sus propiedades sobornando a senadores, contratando a miembros de grupos de presión y asegurándose el apoyo de los líderes de los trabajadores sin escrúpulos. Un romano propietario de una fábrica encontraba mucho más rentable gastar miles de sestercios en este tipo de prácticas que perder sus esclavos. Y los hombres libres romanos preferían el subsidio de desempleo y los juegos frente a la necesidad de trabajar para vivir.

Para el populacho romano, sumergido en un enredo económico que no podía entender y que era incapaz de romper, el circo era la única panacea para sus problemas. Los grandes anfiteatros se convirtieron en los templos, hogares, lugares de reunión y en el ideal del hombre corriente. Como los juegos eran ostensibles ceremonias pías en honor de los dioses, se gratificaba su sentido religioso. Cada hombre era capaz, durante unas cuantas horas, de habitar un edificio mucho más espléndido que el Palacio Dorado de Nerón, en lugar de su atestada casa de vecinos. Aquí podía reunirse con otros hombres libres, tener un sentimiento de unidad ya que se sentaba con su facción para animar a un equipo dado en las carreras de cuadrigas e imponer sus deseos al emperador, ya que los romanos se decían a sí mismos: «Sólo en el circo el pueblo manda». Los romanos reverenciaban el valor y a cada romano le gustaba considerarse un luchador duro y fuerte. En Roma, los muchachos se identificaban con los gladiadores de fama, al igual que hoy en día un entusiasta del boxeo puede identificarse con un boxeador de éxito.

AA. Puerta de salida E. Puertas de salida B. Porta Pompae: puerta central FF. Metae para las procesiones GG. Spina, colocada ligeramente CC. Hileras de asientos en diagonal DD. Torres del oppidum H. Tribal Judicum: sitios de los jueces

También había otras atracciones. Las apuestas eran tan altas que se podían ganar o perder fortunas en el circo en unos pocos minutos, y sólo mediante la apuestas podía un hombre corriente conseguir fortuna. Además, no importaba lo mal de dinero que pudiera estar un romano, tenía la satisfacción de saber que estaba por encima de los miserables que estaban en la arena. Aunque pocos romanos se interesaban por el ejército, mal pagado y con una férrea disciplina, aún se consideraban como verdaderos luchadores y gritaban insultos y consejos a los gladiadores que luchaban en la arena. Nada gustaba más al populacho romano que el que algún dignatario de alguna nación satélite enfermara durante los juegos y tuviera que abandonar el anfiteatro. Los hombres libres dirían con satisfacción, «¡Estos griegos afeminados, no pueden soportar la vista de la sangre como nosotros los romanos!» y esperaban el próximo espectáculo con renovado placer.

Los juegos, que venían a costar un tercio de los ingresos totales del imperio y que necesitaban miles de animales y de hombres cada mes, empezaron como festivales no más sangrientos que cualquier fiesta de pueblo. Los primeros juegos en el 238 a. C. presentaron exhibiciones de monta, acróbatas, funambulistas, animales amaestrados, carreras de cuadrigas y espectáculos atléticos. Había boxeo, pero en lugar de los guantes, se utilizaban unas correas de piel suave para cubrir los nudillos. La milicia representaba una simulación de una batalla y la élite de la caballería, compuesta por jóvenes ricos, montados en caballos...



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