E-Book, Spanisch, 115 Seiten
Reihe: Señales
Malpartida Estación de cercanías
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16247-63-9
Verlag: Fórcola Ediciones, S.L.
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Diario 2012-2014
E-Book, Spanisch, 115 Seiten
Reihe: Señales
ISBN: 978-84-16247-63-9
Verlag: Fórcola Ediciones, S.L.
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
En este nuevo diario, Estación de cercanías, Juan Malpartida asume la memoria y la fijación del momento en una atractiva alianza de la reflexión y la afectividad, de pensamiento y los sentidos. Aunque no deja de responder en ocasiones a la urgencia de lo cotidiano, se trata de un diario que da cuenta de varias obsesiones: las ideas e imágenes que nos hemos dado sobre el tiempo y la Historia; las aportaciones de la neurociencia a la comprensión de la naturaleza humana; la revolución que supone tener en cuenta la realidad evolutiva de la vida, en la que estamos insertos, aunque sea de manera problemática; las tensiones entre creencia y conocimiento; la complejidad del deseo y de la pasión amorosa; y, finalmente, pero en el centro de esta Estación, el fenómeno de la creación poética, que forma parte de una concepción del ser humano como eminentemente creador.
Sin ser un ensayo -aunque lo es en cierto sentido muy literario-, Juan Malpartida pretende crear un espacio, una estación de cercanías; en ella, bitácora de lecturas, confluyen pequeñas reflexiones, pensamientos, diálogos con escritores y meditaciones sobre libros, que a modo de salidas al mundo, se comportan como trenes de cercanías: en la distancia corta, por afectiva y por su proximidad, tienen un carácter abiertamente confesional, dotando a la reflexión de una dimensión corporal, transformando el diario en un retrato de una mente y un cuerpo.
Juan Malpartida (Málaga, 1956) es escritor, ensayista y poeta. Es director de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, y ejerce de crítico literario en revistas culturales, así como colaborador habitual del suplemento Cultural del ABC.
Ha publicado las novelas La tarde a la deriva (Galaxia Gutenberg, 2002), y Reloj de viento (Artemisa, 2008); y los ensayos La perfección indefensa: Ensayos sobre literaturas hispánicas del siglo XX (FCE, 1996), Los rostros del tiempo (Artemisa, 2006).
Como poeta destacan sus obras Espiral (Anthropos, 1990), Canto rodado (Pre-textos, 1996), El pozo (Pre-textos, 2002), A favor del tiempo: antología (FCE, 2007), y A un mar futuro (Visor, 2012).
En Fórcola ha publicado Al vuelo de la página. Diario (2011, 2015), y ha preparado las ediciones de Los signos en rotación (2011), de Octavio Paz, y de Libros y libreros de la Antigüedad (2011), de Alfonso Reyes.
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2012
5 de enero Debajo de varias carpetas, de un atado de fichas y una pequeña pirámide de malaquita, sé que hay un cuaderno con un relato que terminé antes del verano de dos mil once, Camino de casa. Apenas cien páginas en las que quise recrear una experiencia tan antigua como el hombre, pero que, desde mediados del siglo xix, tomó una dimensión nueva. No es fácil formular dicha experiencia, pero quizás se podría decir que tiene que ver con el estado de nuestra conciencia al saber que somos productos de la evolución y que en nuestro ADN hay memoria de los otros animales y formas de vida que hemos sido. Cierto, esto es algo que estudian los niños en el colegio, pero sería un error por precipitación si pensáramos que lo hemos asimilado, entendiendo por tal una comprensión no superficial de sus implicaciones. El dato es éste, y podría ser formulado con más exactitud, pero las resonancias de tal información en el conocimiento que podemos tener de nosotros mismos son de una complejidad inabarcable. Quizás sea sencillo, en cierto sentido, pero es complejo porque lo hemos de entender en relación a nuestra historia, a los significados de nuestras creencias (de la religión al capricho) y filosofías. El cuaderno me espera ahí para ser revisado, aunque lo sé concluido, a falta sólo de subsanar alguna falta de concordancia, una repetición de palabras, un descuido. Como no es un ensayo, aunque lo sea en cierto sentido muy literario, no hay tampoco conclusiones, pero a mí me sirvió, entre otras cosas a las que no es ajena la tarea de inventarme en el despliegue espiral de lo narrativo, para descender a un arcano. He reflejado en otro libro, Reloj de viento, una especie de katabasis: esa experiencia de los pitagóricos de descenso iniciático, sólo que en mi novela estaba más bien simbolizado al situar a uno de los dos protagonistas en un sótano donde éste desarrolla su tarea, solitaria y colectiva a un tiempo. Anteriormente, en La tarde a la deriva, ubiqué a su antónimo (el otro lado de lo mismo) en la parte alta de la casa, donde desempeñaba su tarea de escritor. Esa oposición se resuelve al final de Reloj en una espiral en la que, al bajar uno de los personajes, el otro (el mismo) sube, no se ven, no pueden verse, pero se intuyen. Cada uno es un fantasma (una imagen) del otro. ¿Cuál es ese arcano? Por un lado, biográfico, pero sobre todo es algo que está más allá de mi individualidad y del que no tengo más remedio que afirmar que afecta a la especie. Pero Dios me libre de hablar en nombre de la especie. Me basta con contar el paseo que voy dando. Le he echado un vistazo a aquella novela de 1998 con la sospecha de que hay unas imágenes a las que siempre vuelvo, o mejor, que siempre vuelven a mí. Acaba el libro con estas líneas: «Me pregunto adónde irán estas hojas, adónde la transparencia, adónde la tarde [...] Busco la tensión de la pregunta, el arco que al desplegarse abarca la totalidad del espacio, el arco que al abrirse acoge en su diámetro al sujeto y a lo enunciado: adónde». Presente este mito en mi siguiente novela, se entrevé en la que cierra el ciclo, Señora del mundo, y late en este cuaderno que ahora saco del pequeño montón de papeles: «Pero para hablar con el niño, con las huellas que el tiempo ha dejado, para hablar contigo, creí que podría contar un cuento, contarme camino de una casa de la que no he salido, hecha del viento que hace sonar las hojas». En la espiral de un nautilus, como en la de cualquier caracol, podemos encontrar un comienzo, pero el milagro, por decirlo así, es su desarrollo, el despliegue. No es posible encontrar el inicio de lo que llamamos hombre, aunque hay un momento anterior, imperceptible a la observación científica, en el que aún no, y otro posterior en el que ya sí. No invoco milagros y deus ex máchina, sino que la gradación debió ser muy lenta. No creo que haya ninguna explicación en el origen, y por lo tanto ninguna revelación (científica) que nos aclare el misterio de nuestra condición. Antes de nuestra aparición ya había inteligencia en el mundo animal, como la hay ahora paralelamente a la nuestra. Estamos hechos, incluidos nuestros sueños, de la materia del universo. Las estrellas son las calderas en las que se ha forjado nuestra mirada. Hay que leer El cuento del antepasado (The Ancestor’s Tale. A Pilgrimage to the Dawn of Life) de Richard Dawkin: el sabio viaje de un naturalista a la semilla. Me doy cuenta de que llevo años desplegando algo en mi imaginación. ¿Acabará teniendo una figura? 7 de enero Hay una frase del paleontólogo Ives Coppens, común en su significado a la de cualquier científico evolucionista desde el siglo xix, que no deja de impactarme: «El hombre no cesa de aparecer». Su afirmación de aparente descripción arqueológica es, sin embargo, pura tensión interna, porque sostiene que hay algo que ha de ir apareciendo, y nos podría hacer pensar que hay una identidad que se desarrolla, algo que en un momento dado se encapsuló para posibilitar su desenvolvimiento —como la célula misma en sus orígenes— y no ha dejado de ir asomando a la realidad. ¿Es algo interno? La vida se regenera desde dentro, afirma —y con él muchos otros— Pier Luigi Luisi. Algunos genetistas que se dedican a la suerte de la evolución piensan que la tendencia de los «sistemas a organizarse no proviene de sus componentes internos, sino de los gradientes presentes en su entorno» (Lynn Margulis); así, sea lo que fuere que no cesa de aparecer, no puede encontrar una causa suficiente en una clave meramente interna, sino en esa interacción que, sin embargo, consiste en reducir los gradientes. Porque a la naturaleza no le gustan los gradientes, pero existen. Si el hombre no cesa de aparecer es porque no somos estables, nos hallamos continuamente en un proceso de cambio, de forcejeo con nuestro medio. ¿El biológico, el ecosistema que, tal vez con cierto abuso interpretativo, James E. Lovelock denomina Gaia? En cierto sentido, aunque los retos de adaptación no son iguales para una ballena que para un hombre, supongo que las leyes que rigen la adaptación y modificación son las mismas para todos los seres vivientes, pero los seres humanos tenemos otro medio, además del que compartimos con las bacterias y los elefantes: el cultural. Aunque ciertos mamíferos superiores parecen compartir con nosotros grados de inteligencia y capacidad para el aprendizaje, e incluso para la transmisión de éste, sin embargo, nosotros somos los únicos que hemos hecho del comportamiento algo que se sale de manera hiperbólica del círculo (nunca perfecto) genético (determinismo), o como se decía antes: instintivo. La cultura es un nicho que sólo ocupamos nosotros, aunque su excepcionalidad es un tema complejo. La creatividad, centro del ser del hombre, tan vinculada a la libertad y a lo más preciado de nuestra historia, no es ajena a la naturaleza, que es enormemente creativa. Eric D. Schneider y Dorio Sagan, desde una perspectiva termodinámica, nos dicen que no somos más que una pauta material particular del flujo de energía y que nuestra naturaleza tiene más que ver con el cosmos y sus leyes que con Roma, Jerusalén o Nueva York, es decir, con esos epítomes de la cultura humana. Tiendo a pensar —de manera intuitiva, porque no soy científico, sino un literato al que, con lo años, van siendo pocas las cosas que le son ajenas, especialmente las ramas del saber, dicho esto con la humildad de quien se sabe un ignorante—, tiendo a pensar, decía, que incluso la complejidad de la mente humana, que es indisociable de la catedral de Notre Dame, las Cantatas de Bach, las obras de Platón, Aristóteles y Shakespeare, tiene desde una perspectiva genealógica un vínculo con la vida más elemental, aunque suelen ser absurdas todas esas ideas que comienzan diciendo: «El hombre, la historia, la vida no es más que…». Es cierto, las bacterias reaccionan ante el peligro, se agrupan para defenderse mejor de la adversidad; la colaboración, desde niveles muy elementales a los más complejos, como son los organismos con sistema nervioso, no es privativa del ser humano. Sin embargo, nosotros hemos hecho de esos y otros muchos comportamientos una actividad que tiende o puede ser consciente; es susceptible de aparecer en nuestra conciencia. Somos seres conscientes, con conciencia de nosotros mismos. Individuos conscientes de sí y capaces de transmitir a otros individuos humanos los contenidos de esta peculiaridad. Hemos calculado cuándo surgió este universo, hemos captado las ondas de esa primera explosión, conocemos las partículas que estaban presentes en el Big Bang, sabemos exactamente cuándo surgió la vida en el planeta, y por qué alguien tiene los ojos azules o verdes, sabemos a qué distancia están millones de planetas y cuándo nuestro sol estallará junto con los planetas de su sistema transformándose en una enana blanca. Así que cuando hablamos del ser humano, del Homo sapiens, nos referimos fundamentalmente a esto y no a todo aquello que también somos y que tiene que ver con la física, la química y la biología, comunes a todo lo vivo en la tierra y el cosmos. Sin duda, lo que tiene de cósmico el ser humano es más basto que lo que tiene de sapiens: nos salimos rápidamente de la conciencia y de la cultura (Atenas, Nueva York), pero lo que nos hace humanos es algo que comenzó fundamentalmente hace unos cincuenta mil años, tal vez algo más, y que llamamos cultura, unas características que se apoyan de manera central en el...