Mallorquí | Manual de instrucciones para el fin del mundo | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 365, 200 Seiten

Reihe: Gran Angular

Mallorquí Manual de instrucciones para el fin del mundo


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-1182-065-3
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 365, 200 Seiten

Reihe: Gran Angular

ISBN: 978-84-1182-065-3
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Lo llaman «Miyazaki» y es un parásito. Te vigila desde cualquier ordenador, cámara o móvil conectado a la red. Te controla. Y tiene un plan para destruir el mundo. Sabes de lo que estoy hablando, ¿verdad? Pues presta atención: todavía queda una esperanza. La Resistencia se está preparando para contraatacar. Somos pocos, pero no vamos a rendirnos sin luchar. Únete a los Wizards...Mientras Óscar Herrero vagabundea por el norte de España sin dejar de pensar en Judit, Tristan Hacher estudia los efectos de la bacteria Sokaris en un laboratorio al sur de Francia; Dolores Smith descubre algo extraño sobre la empresa informática Tesseract Systems, e Ichiro Tanaka huye de Tokio siguiendo el rastro de un pendrive y una novela de César Mallorquí. Y, entretanto, Black-Cat está reuniendo a hackers de todo el mundo para hacer frente al parásito porque... Miyazaki te vigila. Internet es Miyazaki.Las crónicas del parásito, una vertiginosa trilogía de intriga y misterio, incluye los títulos: La estrategia del parásito, Manual de instrucciones para el fin del mundo y La hora zulú.

Cesar Mallorquí de Corral nació el 10 de junio de 1953 en Barcelona. Su familia se trasladó un año después a Madrid, donde ha residido desde entonces. Su padre, José Mallorquí, también era escritor, conocido por ser el creador de El Coyote. Por tanto, su casa siempre estuvo llena de libros e inevitablemente la Literatura formó parte de su vida desde siempre, por lo que un buen día decidió dedicarse a ella como profesional. Publicó su primer relato cuando contaba quince años y a los diecisiete era colaborador de la desaparecida revista La Codorniz. En 1972 también colaboró como guionista para la Cadena SER.Estudió Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense y trabajó como reportero alrededor de diez años. Al regreso del servicio militar en 1981, entró en el mundo de la publicidad como creativo, trabajo que desempeñó durante más de una década. Pasó a dirigir en 1991 el Curso de Creatividad Publicitaria del IADE de la Universidad Alfonso X el Sabio, al tiempo que colaboraba como guionista de televisión con diversas productoras.Por entonces, César Mallorquí volvió a escribir ficción nuevamente, actividad que había abandonado cuando empezó a dedicarse a la publicidad, inclinándose por la ciencia-ficción y en la fantasía. Entre sus influencias se encuentran Jorge Luis Borges, Alfred Bester, Clifford Simak y Fredric Brown, y también incluye entre sus predilectos a Ray Bradbury y Cordwainer Smith.A lo largo de su carrera ha conseguido numerosos premios que reconocen su labor creativa, entre los que se encuentran el Premio Edebé de Literatura Infantil y Juvenil en tres ocasiones (1997, 1999 y 2002); Premio Ignotus 1999, Premio Gran Angular de Literatura Juvenil 2000 por La catedral, Premio Nacional de Narrativa Cultura Viva 2007 y Premio Hache 2010 por La caligrafía secreta de Ediciones SM.En 2015 obtuvo el Premio Cervantes Chico por toda su trayectoria literaria.
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1
Londres
Dos meses después de la destrucción
de la cabaña de Black-Cat

En el número treinta de Gresham Street, frente a la iglesia de St. Lawrence Jewry, se alza un moderno edificio de oficinas en cuyo interior residen algunas de las más discretas empresas de la City londinense; entre ellas, la delegación en Inglaterra del Royal Caribbean Bank.

Un hombre cruzó la calle y se detuvo frente a la entrada. Era alto y delgado, fibroso, de unos cuarenta años; se cubría con un abrigo negro, largo hasta los tobillos, y un sombrero Stetson de ala ancha que ocultaba parcialmente su rostro. Lucía bigote y perilla, y sus ojos se parapetaban tras unas oscuras gafas de sol.

El hombre entró en el edificio, se dirigió a la recepción cojeando ligeramente y le entregó su pasaporte a un guardia de seguridad. Estaba a nombre de Catfield Blackwood, natural de Sydney, Australia. Era falso; ni se llamaba así ni era australiano. El guardia consultó una lista y comprobó que Mr. Blackwood estaba citado con James Sanders, el director del R. C. Bank.

–Sexta planta –dijo, devolviéndole el pasaporte.

El hombre se dirigió al ascensor. El Royal Caribbean Bank tenía su sede central en las Islas Caimán, un archipiélago del Caribe compuesto por tres islas, la mayor de las cuales, Gran Caimán, acoge en su escaso territorio –menos de doscientos kilómetros cuadrados– a casi seiscientos bancos, uno por cada ocho habitantes. No es de extrañar; las Caimán son un paraíso fiscal, uno de esos lugares donde los ricos eluden impuestos y los criminales lavan dinero negro.

La oficina del Royal Caribbean Bank era discreta y un tanto fría. En la sala de entrada, una hermosa recepcionista permanecía sentada tras un escritorio de diseño italiano; aparte de eso, solo había cuatro sillones, una mesa baja y varios cuadros de arte moderno colgando de las paredes. Todo muy caro, pero también muy poco llamativo.

Blackwood se identificó y la recepcionista, tras hacer una breve llamada por la línea interior, le pidió que aguardara unos minutos. El hombre se quitó el abrigo; debajo vestía traje negro, corbata negra con el nudo aflojado y camisa blanca. También se despojó del sombrero, revelando un cráneo totalmente rasurado, pero se dejó las gafas de sol puestas. Al poco, una secretaria tan bella como la recepcionista fue a buscarle y le condujo al despacho del director general.

Era una estancia amplia, con un gran ventanal que la inundaba de luz natural. Había una mesa de reuniones rodeada de sillas, una mesita auxiliar, un escritorio y, tras él, sentado en un sillón de cuero, estaba James Sanders, el director del banco, un cincuentón elegantemente vestido con un traje de Hugo Boss, camisa italiana, corbata de seda y gemelos de oro en los puños. Sanders se incorporó, saludó a Blackwood estrechándole la mano y le invitó a sentarse al otro lado del escritorio.

Durante unos instantes, se estudiaron en silencio el uno al otro. Sanders era experto en evaluar a las personas, y de un simple vistazo supo que Catfield Blackwood no era un hombre de negocios; o, al menos, no lo que la gente normal entiende por «hombre de negocios». El cráneo rasurado, los tatuajes que se le adivinaban por debajo del cuello de la camisa, la brusquedad de sus movimientos, las gafas de sol que le ocultaban los ojos... No, no se trataba de un ejecutivo ni de un financiero. Por otro lado, afirmaba ser australiano y tenía un nombre anglosajón, pero hablaba con acento latino, probablemente español. Aquel hombre no era lo que decía ser; pero Sanders estaba acostumbrado a que muchos de sus mejores clientes tampoco lo fueran, así que entrecruzó los dedos de las manos, esbozó una sonrisa profesional y dijo:

–Y bien, Mr. Blackwood, ¿qué podemos hacer por usted? Según me contó cuando hablamos por teléfono, desea operar con nuestra entidad.

–Ajá –asintió el hombre con voz ronca–. Me lo estoy planteando.

–En tal caso, lo primero que deberá hacer es abrir una cuenta. Como sabrá, la imposición mínima son quinientos mil dólares.

–Eso da igual. El problema, amigo, es que tengo serias dudas sobre la seguridad de su banco.

Sanders parpadeó, sorprendido.

–Le garantizo –dijo sin perder la sonrisa– que el Royal Caribbean es una de las instituciones financieras más seguras del mundo. No le quepa duda de que sus datos gozarán de absoluta confidencialidad.

Blackwood soltó una risita sarcástica.

–No se trata de los datos, colega; aunque la verdad es que este banco es un coladero. Estoy hablando de la pasta. Según tengo entendido, en 2004 les robaron mucho mucho dinero.

La sonrisa se congeló en los labios de Sanders.

–Me temo que le han informado mal –dijo en tono neutro–. Jamás hemos sufrido ningún robo.

Blackwood volvió a reír.

–Ay, pero qué mentirosillo. En abril de 2004, un pirata informático les robó... –Sacó un papel del bolsillo y lo consultó–: Ciento cincuenta millones mil doscientos veintitrés dólares con cuarenta y siete centavos. Qué cifra tan rara, ¿verdad? Si yo robase un banco me llevaría una cantidad redonda, porque eso de pillar hasta los putos centavos suena a chiste.

Sanders frunció levemente el ceño. Ya no sonreía.

–Se equivoca; nunca nos han robado. En caso contrario, habríamos interpuesto una denuncia a las autoridades y la noticia se habría hecho pública.

–Para nada –le interrumpió Blackwood–. El banco no denunció el robo porque el dinero estaba en una cuenta secreta que no aparecía reflejada en su contabilidad. Era dinero negro, más oscuro que el alma de un verdugo.

Sanders se incorporó.

–Lo siento, pero maneja usted información equivocada. –Señaló con un ademán la salida–. Ahora, si no le importa, tengo asuntos que atender.

Blackwood sonrió y puso el papel que sostenía en la mano delante del director.

–Ahí está el número de la cuenta –dijo–. Estaba a nombre de una empresa instrumental, la red Star Resources Company, o algo así. Pero, oculto tras un montón de mierda de ingeniería financiera, había un único propietario: Konstantin Volkov. ¿Te suena ese nombre?

Sanders se le quedó mirando fijamente, con los ojos entrecerrados.

–¿Quién es usted? –murmuró–. ¿Trabaja para la policía?

–No, no soy poli. Los polis no son tan listos. Soy un amigo, Jimmy; tu amigo. Hace ocho años, la cagaste permitiendo que le robaran a tu mejor cliente. Que, por cierto, no solo es un cliente; Volkov también es el mayor accionista del banco. Tu jefe. Así que quedaste como el culo ante tu jefe. La verdad, Jimmy, no sé cómo conservas todavía el trabajo. –Blackwood se inclinó hacia delante y apoyó los codos en el escritorio–. Pero aquí estoy yo, para ayudarte a lavar tus pecados del pasado. Porque, verás, presta atención: sé quién os robó y adónde fue a parar el dinero. ¿Lo has entendido?

Sanders volvió a sentarse y desvió la mirada. Tras unos segundos de reflexión, miró a Blackwood y le dijo:

–De acuerdo, supongamos que ese robo se produjo. Y no lo estoy admitiendo; es solo un juego mental. Si realmente nos robaron, ¿quién, según usted, fue el ladrón?

Blackwood se reclinó en el asiento con una sonrisa irónica.

–Ah, no, Jaimito; me caes muy bien, en serio, seguro que eres un tío cojonudo. Pero a ti no te lo voy a decir. Si tu jefe, Volkov, quiere saber quién le robó y dónde está su pasta, deberá hablar personalmente conmigo. Cara a cara, como en una cita de enamorados.

Sanders, inexpresivo, guardó unos segundos de silencio.

–Lo siento –dijo–, no conozco a esa persona. De todas formas, si desea verle, ¿por qué no se pone directamente en contacto con él?

–Pues por los mismos motivos por los que tú finges no conocerlo. Vamos, Jimmy, sabes que Volkov es uno de los capos de la mafia rusa en Europa. Es imposible acercarse a él sin invitación. Pero ahora tú sabes que yo sé cosas que no debería saber, y cuando se lo cuentes a tu jefe seguro que estará encantado de hablar conmigo. Pero mira, ya estoy harto de gilipolleces.

Blackwood sacó del bolsillo interior de la americana una pequeña libreta y un bolígrafo, escribió rápidamente unas cifras, arrancó la hoja y la dejó encima del escritorio.

–Este es mi número de móvil –dijo, quitándose por primera vez las gafas de sol–. Cuando hables con tu jefe, llámame y dime el lugar, el día y la hora del encuentro. Ha de ser aquí, en Londres, en un sito público, esa es mi única condición. Esperaré veinticuatro horas; si al cabo de ese tiempo no sé nada de ti, me esfumaré. –Se incorporó–. Por cierto, no contactes con Volkov por teléfono ni por internet, porque lo tienes todo intervenido. Sé un buen chico y hazlo en persona o con una notita escrita a mano. ¿Está claro? –Le guiñó un ojo y agitó los dedos de una mano en un gesto burlón de despedida–....



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